Me gusta la previa. No tanto la de formulario de inscripción al orgasmo seguro. Pim, pum, pam. Me gusta la de quedar en una cita, hora, día, lugar. Y si me decís tus gustos de helado favoritos. Y cuando hablamos de dulce de leche, sin generalidades, plis. Con frutos rojos o con dulce de leche natural, natural only o con bombones. La lengua o los mordiscos; la noche larga o la despedida corta; el hambre con cucharita o las migas del cucurucho en la cocina a medio des/vestir. Prefiero la conjura contra el “nos estamos viendo” o “¿estas en tu casa?” disparado a las 3 de la mañana como un misil del sexo ahora o nunca y si no es ahora es nunca.
El acuerdo es un recuerdo anticipado de esperanza. La formulación del menú como parte del desembarco en el goce. Me gusta pensar en el sexo como en las vacaciones que reman el año hasta llegar el mar y el abrazo puesto como un kayak entre la marea de brazos que acuartelan los estribos en el subte B.
–Carne –me dijiste.
Y que haga un homenaje a Sharon Stone sin cruzarme las piernas. El vestido de la foto en la playa. Sin rouge.
Me gusta perderme con mapa.
Bajarme en Chacarita y esperar en silencio el turno de la carnicería, mientras hablan de si llegan a los jugadores para el fútbol 5 del jueves como si ya supiera, sin decirlo, que mi billete salió cantado en la lotería.
Ir a mi verdulero favorito. Caminar apurada. Quién me quita los pasos agitados, firmes, para adelante, con tal de conseguir el sabor agridulce que combina con la receta de Tita y la adaptación de Cocineros Argentinos que pispeaste un mediodía. Quedate con el que te pele el ananá y lo acomode en rodajas.
Pelar contra la madera contra reloj. Buscar la chiquitez entre el cuchillo al que le falta filo. Pasar el papel plateado por encima del lomo y por debajo de la mermelada que colas entre los ingredientes como un augurio. Calcular la ducha y el tiempo de cocción en una combinación justa. Sentir el timbre con pálpitos.
El éxito está en que el cuchillo sea innecesario. La ternura de la carne necesita un tiempo previo, el fuego lento, mojarse para esquivar la sequía. La receta es simple: las ganas a veces se redoblan cuando los postres no se largan. Se revuelven con una cuchara de madera. Y se lamen cuando entrar se parece a empezar de nuevo. Y la mesa está servida.