Gisela Herrera tenía 14 años cuando tuvo a Dylan, su primer hijo. Volvió a séptimo grado con él en brazos para terminar la primaria. Su novio tenía 16 y estuvieron ocho meses juntos. “Era una nena”, se mira ahora con sus ojos grandes y la vestimenta de ferroviaria que no se saca aunque haya sido despedida, porque es parte de un lugar a dónde llegó y de donde no quiere que la saquen con el abismo de la calle como puerta de salida. Se puso de novia a los 12 con un novio de 16. Fue madre antes de la edad en la que el ritual dice que el vals de los 15 inicia a las chicas en la vida social. “Se me hacía normal ser mamá. Desde los 6 años críe a mis hermanos” que vivían con ella en Cascallares, Provincia de Buenos Aires.
Su casa materna queda a media hora de Moreno, la última estación que sale y llega de Once, la que ella barre para que el Oeste desemboque en la Ciudad de Buenos Aires mientras la gente se agolpa en su piso y en la que el sol entra en una mañana de verano en donde el Paro de Mujeres –del 8 de marzo– asoma como una necesidad colectiva y personal para que Gisela no sea, de nuevo, expulsada de las posibilidades de hacer su propio camino. Un camino que empezó sin poder empezar el secundario, con un hijo en brazos y sin el apoyo del Estado para que la maternidad no la expulse de la escolaridad y el trabajo. A los ocho meses se separó de su novio. A los 16 años conoció a Alberto (el nombre está cambiado para preservarla de nuevas agresiones) en el barrio. Él tenía ocho años más que ella. A los tres meses se fueron a vivir juntos. El la celaba, le cuestionaba los shorts, los escotes y las polleras. No quería que salga con las chicas, ni a tomar algo. La primera vez que le pegó le hizo meter la cabeza en un tanque de agua. “Lloré, lloré, lloré” recuerda por triplicado.
Se lo contó a sus amigas y se rieron. “Él no quería que hable con nadie y, en ese momento, parecía normal”, revela una cultura del silencio, en donde callarse es una forma de resignación que, por primera vez, deja de parecer inofensiva. Ella intentó irse, una y otra vez. Él la amenazaba con agarrarla de los pelos y con golpear a su papá. “Yo pensaba que mi destino era ese” dice, ahora, que ya no lo piensa.
Tuvo a Uma y le llegó una buena noticia. Su papá, también ferroviario, le dijo que podía empezar a trabajar en la limpieza de los trenes. “Para él fue lo peor. Me agarró más odio cuando empecé a trabajar porque yo siempre había dependido de él” explica.
Su tercer embarazo fue de riesgo y él fue más violento. Le golpeaba la panza. Le decía que quería que pierda el trabajo o que se muera. Ella lo empezó a denunciar en el 2014 y consiguió órdenes de alejamiento que él burla como el Estado burla a las mujeres cuando cree que un papel pueda defenderlas de la violencia enquistada en los barrios a los que el propio Estado, en su legajo, considera zona peligrosa. Al peligro ella lo conoce de cerca. Hace 15 días, esperaba el colectivo a las 5:15, con la oscuridad como compañera de ruta y se le apareció la mano de él en su entrecejo. Su superior la vio lastimada y le preguntó. Ella le dijo que fue uno de los chicos. Le dio vergüenza. Él ya sabía que le tenía que mirar los brazos. Pero el peligro no era solo el violento, sino quienes tenían que escucharla y solo tenían a mano el sello de ausencia no justificada.
En su legajo consta una licencia de ocho meses. No dice que fue víctima de violencia de género, sino licencia psiquiátrica. Pero, a partir de eso, el servicio médico no le quiso justificar ninguna falta. Si sus hijos Dylan (10), Uma (6), Eliel (4) y Lian (3) se enfermaban le decían que no podía llamar médico a su casa porque vivía en una zona peligrosa, ni podía ir con ellos porque no los dejaban entrar, ni podía acompañarlos si tenían broncoespasmos o se quebraban el brazo, entre otras situaciones, que son habituales al ser testigos de violencia familiar.
La falta de perspectiva de género y de políticas de cuidado en una empresa estatal tiene consecuencias. Gisela Herrera fue despedida y la empresa argumenta la causa por las faltas no justificadas y razones privadas entre empleador y empleada. Ella fue despedida por faltar los días de amenazas a su vida, por el pánico arrasando con el miedo a asomar el mundo, por los días de hospital de sus cuatro hijos y por las faltas injustificadas de un equipo de salud laboral que estigmatizaba su barrio como una zona de peligro y la empujaba a elegir entre una maternidad vulnerable o mantener el empleo, sin nadie que la ayude y sin políticas públicas de cuidado. Para dejarla sin ingresos no se tuvo en cuenta la Ley 24.685 de Prevención y Erradicación de la Violencia de Género, la pelea por una licencia de violencia de género y la puesta en práctica de un acuerdo en Trenes Argentinos para que las mujeres que reciben maltratos en su casa no se quedan contra el paredón de quedarse sin trabajo.
Sus compañeras piden, frente al paro Internacional del 8 de marzo, que sea reincorporada, que se implemente una licencia por violencia de género, contención psicológica para las víctimas de violencia machista y apoyo para La Casa que Abraza (que se ocupa de las ferroviarias que sufren violencia). También que continúen los talleres y capacitaciones que realizaron con Pañuelos en Rebeldía y que la empresa frenó. Por ahora, no hay respuestas, pero el Instituto Nacional de las Muejres (INAM) intervino para atender el caso de Gisela y tratar de no sumar a su vulnerabilidad el desalojo y la pérdida de ingresos.
La delegada de limpieza del Sarmiento Mónica Schlotthauer la acompaña y reclama en las asambleas previas al 8 de marzo: “Pedimos la reincorporación de Gisela. Desde diciembre hay dos ferroviarias a las que se les concedió una licencia pautada como violencia de género. Necesitamos que miren para atrás y se comprenda la historia. Además queremos seguir con los diecisiete talleres que hicimos para derribar estereotipos y que sean obligatorios. Necesitamos trabajar para prevenir el machismo”.