“Yo cantaré a los humildes/ los de lengua trabada/ y ojos ciegos/ aquellos que el amor hirió/ sin derrumbar”, este poema de Hilda Hilst con el que arranca Baladas - libro compuesto por dos: “Balada de Alzira” y “Balada del festival” - y que termina diciendo “hacia mí vendrán los hombres desconocidos”, puede asociarse a otro de Wislawa Szymborska en el que la poeta polaca dice deberle tanto a lxs que no conoce, agradecerles aquello maravilloso que el amor nunca podría entender. Un principio de desapego y generosidad que Balada de Alzira, de 1951, libro centrado en el amor pasional, dejará atrás, excepto en raras ocasiones como en el poema “V” en el que la autora se refiere a una voluntad consciente de no ser, o ser una energía impersonal: luz, estrella, agua, flor. Se trata de la declaración de un anhelo, de un deseo de amor más allá de la gratificación egoísta. En esos versos iniciales, en cambio, el amor hiere y el canto salva. El tercer poema de Balada de Alzira define melancólicamente los comienzos del enamoramiento, dice: “nada quedó/ de las infinitas cosas presentidas/ de las promesas en llamas”. Otro verso epifánico de este primer libro de Hilst, en el que ya se puede vislumbrar la escritora en la que se convertirá, es: “Había estrellas de mar en el fondo de los candelabros”, así termina el poema 8 que empieza diciendo “El poema no viene”. El juego, o el colmo del poeta, como decíamos cuando éramos chicxs, es que se escriba un poema sobre la ausencia de inspiración, evocar esa falta con una imagen poética, imposible y extrañamente verosímil (Olga Orozco decía que aunque fuera surrealista la figura, la verosimilitud era imprescindible). Creo que la señorita Hilst ya siendo muy joven, sabía hacer poesía con lo que queda del amor, con el fracaso íntimo. No la pérdida que se escribe con mayúscula sino ese después que nos deja en la intemperie cotidiana. “La rosa del amor la perdí en las aguas - dice - Después me perdí en los corazones de los amigos”, en el poema “X” de este libro escribió: “Ahora el amor es inútil e inútil mi consuelo. Estamos solos”. En el poema final de Balada de Alzira, se produce un giro en la persona hacia la cual se dirige el yo poético. Primero le habla al amado, de quien sabe que se dejará tentar por un cuerpo más joven, el de Alzira. Y luego se dirige a la mismísima Alzira, con ironía, dolor, despecho. Le dice que siente pena de saberla corrompida por su amado, pero ¿quién es esta joven si ella misma, Hilda, al escribir estos versos tenía diecinueve o veinte años? En el prólogo escrito por el curador y traductor de Baladas, Salvador Biedma, se dice que cuando la poeta tenía dieciséis, Apolonio, su padre, una figura central en su historia, le pidió “tres noches de amor”. Otro dato más de su biografía: Hilda mantuvo con su primo Wilson Hilst, esquizofrénico como su padre, una relación de violencia, él la celaba de todo. Además no le gustaba verla escribir porque decía que ponía cara de varón al hacerlo. Claro que no estaba mal esta observación, porque una mujer nacida en el año ‘30 sin dudas tenía que ser un poco varón para escribir. En el poema XI de “Balada del Festival”, de 1955, dice Hilda: “Siento pena/ de las mujeres que ríen con los brazos/ y lloran de mentira para los hombres. / Y se descubren el pecho antes de la invitación/ y mueren con el placer… ojos cerrados”. Tenía 25 años cuando publicó Balada del festival, sin embargo a veces parece que hablara desde otra edad, como una señorita muy aseñorada que lo vivió todo (una clave para leer Baladas es situarse en la ansiedad de esos años mozos). Un tópico que aparece más de una vez en este libro es el de la rosa, donde la autora ve la lucha por un equilibrio vital. Le dice que se le parece en esa efímera voluntad de ser más vida y menos muerte. La rosa podría funcionar como metáfora de la poesía en el poema VII cuando remata diciendo en otra iluminación estelar como aquella del candelabro: “Y te diré…/ estrella inédita/ en la vastísima oscuridad/ que me rodea. Surgiste”.

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