A Marito López
Jeremías Benítez era un “atleta de Cristo”. No era, digámoslo sin eufemismos, un gran arquero. Sobrio bajo los tres palos, era de esos guardametas con pinta de bancario o de maestro pizzero, cuyo rostro pasa desapercibido en una peatonal veraniega la segunda quincena de enero. A su favor hay que decir, nobleza obliga, que no mandaba adentro las que iban afuera y que (no es poca cosa) conocía sus limitaciones.
Claro que, a falta de genialidad, reflejos o intuición, Jeremías tenía fe, y cualquier virtud incipiente, amplificada por la fe, pasa a ser temible. Conviene recordar, además, que no hay peor defecto para un arquero que dudar, y Jeremías, hombre de fe, nunca dudaba. Sus compañeros sabían que allá atrás no había un arquero capaz de atajadas milagrosas, pero sí un hombre que creía en los milagros
Una tarde, en un partido importante, Jeremías tuvo una jornada ominosa: salió a achicar tarde, regaló el primer palo, le cabecearon en el área chica… tres a cero, tres culpas de Jeremías. El crédito del hincha estaba intacto, porque Jeremías era mucho más que una mala tarde, de hecho, un emocionante coro lo despidió entonando su nombre, pero el Vikingo Ramirez, viejo zorro, sospechó desde el banco de suplentes algo feo, y cuando los murmullos de la turba dejaron paso a la reflexión más intimista, se acercó a esa anatomía encorvada que apenas se dejaba ver entre la neblina del vapor de ducha.
- Jeremías… ¿te anda pasando algo?
- Leí a Nietzsche…- dijo Jeremías, con frialdad prusiana.
El Vikingo Ramírez, hecho a mano en bares, cabarets, esquinas y tribunas, podía citar de memoria a Homero Expósito y a Ardizzone, pero no conocía a Nietzsche.
- ¿Leíste a quién?
- Leí a Nietzsche…- volvió a contestar en el mismo tono y el rostro igual de perturbado el arquero.
- Ajá…- dijo el Vikingo, le acarició la cabeza y se fue.
Se fue hasta la casa de Dogomar Sosa, que vivía a la vuelta del club. Áspero marcador central del equipo, tenía, como todo uruguayo, una gran cultura general, y el Vikingo sospechaba (acertadamente) que en él podía estar la clave del misterio.
- Disculpá Dogomar, no te alarmes ni pienses que estoy loco, necesito preguntarte algo… ¿Me podés decir quién mierda fue o es Nietzsche?
Como si le hubiesen preguntado si Luis Suárez es mejor que Francescoli, sin hurgar en la condición extraña de la pregunta, Dogomar comenzó un breve monólogo:
- Federico Nietzsche…ajá…filósofo alemán, murió en 1900, creo…quedó en la historia por anunciar la muerte de Dios, y por ser uno de los más acérrimos ateos y enemigos del cristianismo… ¿Por qué me pregunta eso profe?
- Por Jeremías… ¿viste que hoy fue un desastre? Dice que leyó a Nietzsche…
Dogomar, más uruguayo que nunca, apoyó el termo, se rascó la barbilla, y afirmó:
- A la pucha, ahora sí que sonamos… Es muy difícil volver de Nietzsche, yo también era creyente, hasta que leí La gaya ciencia y Así hablaba Zaratustra…claro, el tipo perdió la fe, por eso atajó como el culo… Poné al pibe Suárez, cualquiera que se pare en el arco es mejor que un tipo descreído…
- Dogomar – rogó el Vikingo, en cuclillas -, por favor, tirame una soga, estamos en zona de descenso…No sé, vos sos el intelectual del grupo…¿No hay algún chamuyo que le haga recuperar la fe a este pibe?...
La tarde del domingo encontró a un plantel que, atónito, vio cómo el Vikingo, en la charla previa al partido, intentó explicar, con acopio de redes conceptuales, el argumento ontológico de San Anselmo y las cinco vías de Santo Tomás de Aquino. En medio del estupor y la perplejidad, Jeremías entendió perfectamente de qué iba la cosa, y como lo único más obstinado que un hombre de fe es un hombre que la ha perdido, se adelantó unos pasos al resto y, con los botines en sus manos enguantadas, abortó toda posible argumentación:
- Ya Hume y Kant han puesto en su lugar esas falacias, por no hablar de Bertrand Russell. Terminemos con esto Vikingo…todo el tema de Dios, el alma y esas mentiras son una ilusión de rebaño, urdida por Platón y San Pablo. No insultes mi inteligencia, trataré de atajar lo mejor que pueda, pero ese arquero ingenuo que atribuía todo a la providencia no existe más…
Un par de horas después, la catástrofe estaba consumada: 4 a 0 (0 a 4). Desterrado en su propia área, el incipiente ateo tuvo esa tarde una actuación digna de un gordo al que mandan al arco, pero acaso más patética que la actuación de Jeremías en el arco, fue la del Vikingo detrás de él. Durante todo el partido, vanamente, soltaba arengas que tenían como delirante propósito que el arquero recuperara su paraíso perdido: “Jeremías…no te das cuenta de que si todo tiene una causa, entonces debe haber una primera causa, es decir Dios, que explique la serie…”, “En la naturaleza prevalece el orden, eso supone un ordenador y una inteligencia que dirige los fenómenos y a todos los entes a su finalidad…”, “Jeremías, la mente humana, que es imperfecta, no pudo haber creado la idea de Dios, que es perfecta…”, “Jere…una tía mía se curó de una enfermedad después de soñar que un ángel le hablaba….”.
Al terminar el partido, Dogomar, que además de uruguayo (o por serlo) era el otro caudillo del equipo, agarró del cuello a Jeremías y le dijo:
- Escuchame, ateo de mierda, no jugués con mi plata porque te voy a matar. Andate a tu casa, tratá de volver a creer en Dios o por lo menos de ser agnóstico, y si no podés, no aparezcas más…
Un oportuno receso de dos semanas en el campeonato apaciguó las aguas. Pasados esos días sin noticias sobre él, Jeremías apareció súbitamente en el entrenamiento. Las actuaciones del pibe Suárez en las prácticas habían sido como para anhelar el regreso del guardavalla malherido. La imagen que ahora entregaba el profeta era anacrónica y feroz: se había dejado crecer unos bigotes mostachos del siglo diecinueve, un mechón de pelo se sublevaba en su frente, y caminaba con una rigidez cadavérica. En su rostro reinaba una de esas miradas que define a los misántropos. No le habló a nadie, y al rato estaba corriendo hecho una furia. El Vikingo se entusiasmó: Jeremías era otro, pero al menos había vuelto a ser un líder, lejos de esa última imagen de hombre fulminado por el nihilismo.
El entrenamiento transcurría sin mayores sobresaltos, con Jeremías dando un par de señales auspiciosas, cuando de pronto el tobillo del tucumano Soria sonó como un glaciar cuando se rompe. Los aullidos del herido pronto se rodearon del auxilio y el amor sus compañeros. Excepto de uno, porque el Zaratustra con guantes se abrió entre la multitud conmovida y dijo:
- La compasión atenta contra la ley de la naturaleza… Si queremos ser un equipo victorioso debemos dejar que los inválidos, los fracasados, perezcan, para que una nueva aurora se nutra con la energía del hombre superior. Saquemos a este tucumano fracasado y sigamos entrenando, que nos espera la gloria…
Dogomar tardó segundos en meterle a Jeremías una piña de esas que ponen en evidencia a los falsos profetas. Esa misma tarde se armó un cónclave, del que participaron los referentes del equipo, los dirigentes y el Vikingo, y se decidió rescindir el contrato del anticristo.
Poco se sabe de la suerte de Jeremías. Sí es un hecho que no atajó más, al menos a nivel profesional. Algunos amigos de las sincronías juran que, al igual que el alemán cuya lectura le cambió la vida, se volvió loco cuando vio que alguien de la policía montada le pegaba a un caballo, y que aún desanda sus días en un neuropsiquiátrico, proclamando la inminente aparición del “superhombre”.
En el arco que alguna vez fue suyo está el pibe Suárez, arquero mediocre, pero que, según un dudoso testimonio, soñó que un ángel le decía que se salvaban del descenso.