El cuento por su autor

Estos Casos perdidos son parte –retazo, saldo, residuo reciclado– de una serie de algo más de media docena de breves historias escritas, por encargo, para una campaña publicitaria de un banco (¡) de cuyo nombre no puedo acordarme. Fueron resultado de la oportuna propuesta de un amigo publicista –el logo era una oreja con un lapicito–, y cada breve cuentito estaba ilustrado por otro amigo, notable dibujante. Fue hace veinte años, por lo menos; aparecieron en algunos de los matutinos grandes y, teniendo en cuenta la malaria que me embargaba –una vez más– por entonces, recuerdo que nos pagaron bien.

Si maravillas como Mafalda y la prosa de Bustos Domecq fueron, en imprevisto diferido, la feliz consecuencia de tareas en origen dictadas por la necesidad de persuadir a un posible consumidor sobre las bondades de tal o cual producto, de más está decir que me siento absuelto con respecto a cualquier objeción o reparo por el carácter alevosamente funcional de estos textos. Sobre todo porque ningún rastro queda –en las historias– de aquella función primigenia. Al contrario: la obligada brevedad y concisión los beneficia, creo.

Aclaraciones varias. Lo de Casos perdidos es denominación posterior y tiene todos los sentidos –de extraviar a ser derrotado– que sugiere el verbo perder. Creo saber de eso: he escrito un manual de perdedores. Precisamente, el nombre del personaje, Robledo, es el que tenía mi detective en la primera versión de aquella novela, escrita / inédita en los setenta, antes de que apareciera el jubilado Etchenike y copara la parada. Se merecía entrar, después de tantos años de hacer banco (perdonando la palabra).


Desequilibrados

nEn este laburo, es importante impresionar de salida. Dar seguridad, regalar intuición. El flaco de bigotes tenía semejante olor a animal que no bien entró a la oficina intenté una de Sherlock Holmes:

–No me diga nada: trabaja en el Zoológico.

Sonrió, casi condescendiente:

–No, Robledo, pero le dio en el barrote: soy domador y tengo un circo. Aunque no sé por cuánto tiempo.

–¿Le crecieron los enanos?

No le hizo gracia.

–Es lo único que me falta. ¿Me puede ayudar?

–Cuentemé.

Y ahí nomás, tras hacer crujir el sillón de los clientes por primera vez en quince días, El Gran Whipper me explicó su drama. Todo había comenzado cuando la contorsionista que era su gran atracción se hizo estrella porno, donde ganaba y se entretenía cuatro veces más; después tuvo que vender a Felipe, el elefante ventrílocuo, porque en Capital ya no se podía trabajar con animales. Finalmente –y eso era lo que más le jodía– un viejo amigo, el equilibrista Mister Eagle, hacía un par de meses le había hecho sorpresivo e inaceptable juicio tras una caída, y lo demandaba por millones.

–¿No era su amigo?

–Según dijo alguna vez Salvatore Giuliano, sólo traicionan los amigos –me explicó tristemente el domador mientras pelaba un grueso sobre.

Era buena lógica siciliana, y le di la derecha:

–¿Qué tiene ahí?

–La demanda. Le leo.

En el escrito leguleyo, un resentido Mister Eagle argumentaba que la bronquitis crónica que lo aquejaba y había provocado su desequilibrio durante la helada función del 24 de julio era resultado directo del poderoso chiflete (sic) proveniente de las múltiples roturas de la carpa que su “consuetudinaria desidia” no había atinado a reparar en años.

–A ver si entiendo: se vino abajo desequilibrado por un ataque de tos y le echa la culpa a usted de su bronquitis por no arreglar la carpa...

–Exactamente.

No dejaba de ser gracioso. Claro que no daba para sonrisas.

La demanda adjuntaba radiografías sin duda impresionantes de doble fractura expuesta de tibia y peroné en ambas piernas y un certificado de invalidez por un año.

–No sé qué le pasó a mi amigo: el circo se hizo cargo de todos los gastos de hospital pero para pagar ahora lo que pretende su abogado tendría que vender todo, hasta la mesa del mago. Está loco, me desequilibra las finanzas.

–¿Y qué piensa hacer?

–Por eso vengo. Mi abogado, el doctor Corvacho, me aconseja que yo lo demande a él por insania, pero no sé qué hacer.

Era el momento de parar la pelota y convenir las condiciones de mi trabajo. El domador pareció advertirlo:

–No tengo un mango, Robledo –dijo elocuente–. Sólo le puedo ofrecer un palco por un año, los instrumentos de la banda, la concesión del pochoclo... A los animales me los embargaron; menos la víbora...

–Paso –dije con elegancia.

Recogí todos los datos, le dije al domador–propietario cirquero que no hiciera nada por ahora y lo acompañé a la puerta.

Lo que siguió fue casi mágico: no se cruzaron porque mientras uno iba por la escalera, el otro desembocaba en ascensor.

Al recién llegado lo saqué al toque:

–Usted es Mister Eagle, el famoso equilibrista –dije secretamente maravillado de mi suerte.

–¿Cómo supo? –y el flaco se empinó orgulloso.

–La mirada tan fija al frente, eso queda... –mentí sin pudor.

–Puede ser.

El averiado Mister Eagle dejó la muleta a un costado y se sentó en el sillón hasta hace un momento entibiado por El Gran Whipper.

Iba a decir “Justo lo estaba buscando” cuando él habló primero.

–Me envolvieron, Robledo.

Lo dejé hablar, una costumbre saludable. Primero me contó lo que yo ya sabía; después, la cuestión que me implicaba. El problema del averiado Mister Eagle era que, convaleciente en el hospital tras la caída, un abogado experto en demandas por daños y perjuicios lo había hecho firmar plenos poderes para representarlo. Ahora quería rescatar eso por temor a que el boga se excediera.

–Entiendo –y le di rápido trámite–. ¿Cómo se llama el pájaro?

–Doctor García Web.

–Lo cazaremos.

No podía hablar de guita con un lisiado, así que lo dejamos ahí.

No fue laburo. Investigué un par de días y los veloces García Web y Corvacho –oscuros desequilibradores– resultaron socios solapados con estudios contiguos. Desarmé juicios y demandas, reconcilié a las partes y entonces fueron los cirqueros quienes los apretaron literalmente a ellos: les mandaron a Socotroco, el albino forzudo, y al Hombre Tornado. No jodieron más.

Quince días después llegaron todos juntos a agradecer e invitar.

–¿Reabre el ringling criollo, ya zurcieron la carpa? –los gasté.

–No, basta de rascada –dijo el domador, agrandadísimo–. Con los muchachos armamos una Escuela de Circo en Palermo Viejo. Todos ad honorem, por ahora.

Y me presentó a Tubito, el enano cantor; a un mago infantil y al payaso Farabute, del plantel docente, supongo.

–Yo doy Equilibrio –dijo discretamente Mr Eagle sin toser y levantando la muleta.

Nadie hablaba de guita.

–El espectáculo debe continuar –dije.

Me anoté en el curso de trapecio bajo y estuvieron bien: me becaron.


Bernardino Avila

Desequilibrados

En este laburo, es importante impresionar de salida. Dar seguridad, regalar intuición. El flaco de bigotes tenía semejante olor a animal que no bien entró a la oficina intenté una de Sherlock Holmes:

–No me diga nada: trabaja en el Zoológico.

Sonrió, casi condescendiente:

–No, Robledo, pero le dio en el barrote: soy domador y tengo un circo. Aunque no sé por cuánto tiempo.

–¿Le crecieron los enanos?

No le hizo gracia.

–Es lo único que me falta. ¿Me puede ayudar?

–Cuentemé.

Y ahí nomás, tras hacer crujir el sillón de los clientes por primera vez en quince días, El Gran Whipper me explicó su drama. Todo había comenzado cuando la contorsionista que era su gran atracción se hizo estrella porno, donde ganaba y se entretenía cuatro veces más; después tuvo que vender a Felipe, el elefante ventrílocuo, porque en Capital ya no se podía trabajar con animales. Finalmente –y eso era lo que más le jodía– un viejo amigo, el equilibrista Mister Eagle, hacía un par de meses le había hecho sorpresivo e inaceptable juicio tras una caída, y lo demandaba por millones.

–¿No era su amigo?

–Según dijo alguna vez Salvatore Giuliano, sólo traicionan los amigos –me explicó tristemente el domador mientras pelaba un grueso sobre.

Era buena lógica siciliana, y le di la derecha:

–¿Qué tiene ahí?

–La demanda. Le leo.

En el escrito leguleyo, un resentido Mister Eagle argumentaba que la bronquitis crónica que lo aquejaba y había provocado su desequilibrio durante la helada función del 24 de julio era resultado directo del poderoso chiflete (sic) proveniente de las múltiples roturas de la carpa que su “consuetudinaria desidia” no había atinado a reparar en años.

–A ver si entiendo: se vino abajo desequilibrado por un ataque de tos y le echa la culpa a usted de su bronquitis por no arreglar la carpa...

–Exactamente.

No dejaba de ser gracioso. Claro que no daba para sonrisas.

La demanda adjuntaba radiografías sin duda impresionantes de doble fractura expuesta de tibia y peroné en ambas piernas y un certificado de invalidez por un año.

–No sé qué le pasó a mi amigo: el circo se hizo cargo de todos los gastos de hospital pero para pagar ahora lo que pretende su abogado tendría que vender todo, hasta la mesa del mago. Está loco, me desequilibra las finanzas.

–¿Y qué piensa hacer?

–Por eso vengo. Mi abogado, el doctor Corvacho, me aconseja que yo lo demande a él por insania, pero no sé qué hacer.

Era el momento de parar la pelota y convenir las condiciones de mi trabajo. El domador pareció advertirlo:

–No tengo un mango, Robledo –dijo elocuente–. Sólo le puedo ofrecer un palco por un año, los instrumentos de la banda, la concesión del pochoclo... A los animales me los embargaron; menos la víbora...

–Paso –dije con elegancia.

Recogí todos los datos, le dije al domador–propietario cirquero que no hiciera nada por ahora y lo acompañé a la puerta.

Lo que siguió fue casi mágico: no se cruzaron porque mientras uno iba por la escalera, el otro desembocaba en ascensor.

Al recién llegado lo saqué al toque:

–Usted es Mister Eagle, el famoso equilibrista –dije secretamente maravillado de mi suerte.

–¿Cómo supo? –y el flaco se empinó orgulloso.

–La mirada tan fija al frente, eso queda... –mentí sin pudor.

–Puede ser.

El averiado Mister Eagle dejó la muleta a un costado y se sentó en el sillón hasta hace un momento entibiado por El Gran Whipper.

Iba a decir “Justo lo estaba buscando” cuando él habló primero.

–Me envolvieron, Robledo.

Lo dejé hablar, una costumbre saludable. Primero me contó lo que yo ya sabía; después, la cuestión que me implicaba. El problema del averiado Mister Eagle era que, convaleciente en el hospital tras la caída, un abogado experto en demandas por daños y perjuicios lo había hecho firmar plenos poderes para representarlo. Ahora quería rescatar eso por temor a que el boga se excediera.

–Entiendo –y le di rápido trámite–. ¿Cómo se llama el pájaro?

–Doctor García Web.

–Lo cazaremos.

No podía hablar de guita con un lisiado, así que lo dejamos ahí.

No fue laburo. Investigué un par de días y los veloces García Web y Corvacho –oscuros desequilibradores– resultaron socios solapados con estudios contiguos. Desarmé juicios y demandas, reconcilié a las partes y entonces fueron los cirqueros quienes los apretaron literalmente a ellos: les mandaron a Socotroco, el albino forzudo, y al Hombre Tornado. No jodieron más.

Quince días después llegaron todos juntos a agradecer e invitar.

–¿Reabre el ringling criollo, ya zurcieron la carpa? –los gasté.

–No, basta de rascada –dijo el domador, agrandadísimo–. Con los muchachos armamos una Escuela de Circo en Palermo Viejo. Todos ad honorem, por ahora.

Y me presentó a Tubito, el enano cantor; a un mago infantil y al payaso Farabute, del plantel docente, supongo.

–Yo doy Equilibrio –dijo discretamente Mr Eagle sin toser y levantando la muleta.

Nadie hablaba de guita.

–El espectáculo debe continuar –dije.

Me anoté en el curso de trapecio bajo y estuvieron bien: me becaron.


 El camino de Cintura

Con el apriete del calor, lo único que afloja es el laburo. El tipo que abrió la puerta esmerilada traía por fin un caso, la posibilidad de unos mangos en medio de la prolongada malaria veraniega.

–Tiene que encontrarla, Robledo: hace treinta años que no conseguía un contrato así y esta loca justo ahora desaparece.

El Pata Bermejo, un pelado de vincha y pelo largo, agente de artistas alguna vez famosos, tenía un abrumador aspecto de hippie viejo y no sólo eso: era un hippie viejo.

–Victoria Guerra, Robledo –continuó innecesariamente enfático–, la mejor, la máxima y ultima cantante de protesta que dio Latinoamérica saca un nuevo cedé después de más de treinta años. Para acompañar el lanzamiento le armo una gira monstruosa de Tierra del Fuego a Veracruz al estilo Gieco aprovechando el regreso de las alternativas de izquierda en el continente tras el fracaso del populismo y como única alternativa a la ola neoliberal que nos acosa. Le pido que se concentre, le explico lo que significa su regreso para el público latinoamericano y ella desaparece quince días antes del primer recital...

Lo acompañé en el sentimiento y en las quejas, aunque lo de “cantante de protesta” parecía sánscrito y lo de “alternativas de izquierda”, un chiste. Pero era lo de menos:

–¿Le parece que arrugó?

–Tal vez, la inseguridad… Son muchos años de ausencia en los escenarios. Lo seguro es que se borró. No está en el departamento, no llama, no contesta, se hizo humo.

–Eso es imposible –me animé a acotar con leve sonrisa.

Consideraba, con buen criterio, muy difícil que se hiciera “humo” algo tan compacto y voluminoso como la sólida Victoria.

Los sinsabores del olvido, pero sobre todo el sabor de los dulces y los embutidos caseros de Siesta Grande, el pueblito cordobés donde se había recluido a comer y componer durante un par de oscuras décadas, habían hecho estragos largos en su silueta.

Apodada no sin ironía Cintura Cósmica –o Cintura, a secas–, en recuerdo de uno de sus mayores éxitos en los años de funcional poncho y alarido latinoamericano, había sobrevivido los últimos años en Buenos Aires grabando afinados jingles de mayonesa y galletitas que, decían los perversos detractores, le pagaban en especias. Ahora, la veterana cantautora desaparecía sin dejar rastros ni miguitas.

–¿Qué hay de sus últimas semanas, Pata?

–Estaba deprimida, insegura. En algún momento le aconsejé que hiciera un viaje para recargar las pilas, recuperar identidad, beber el paisaje, caminar la tierra americana... –se entusiasmó Bermejo–. Incluso le adelanté dinero.

–¿Y lo aceptó?

–No, es muy orgullosa. Así que en broma y para relajarla le ofrecí premios por cada kilo que bajase. Pero creo que fue peor –me confesó el veterano.

–Seguro. Tal vez le hubiera convenido lo contrario.

–¿Cómo?

Hice un gesto de inteligencia para subrayar lo obvio, pero no me entendió. Así que le dije –poniéndome a tono– que “la Guerra no me era indiferente”, acepté el trabajo de localizarla contra reloj, le propuse mi accesible tarifa y salí en el Renault 12 tras las hondas huellas de la cantante escuchando un viejo casete contestatario.

Los vecinos me confirmaron la partida silente y sin destino conocido. Le tiré la lengua a la malévola portera:

–¿Dejó algo?

–La comida para el gato. Como no se la podía comer... 

En la correspondencia asomada bajo la puerta no encontré nada personal. Pero había un par de folletos de promoción de viajes. Como conocía la agencia del barrio de Belgrano, me mandé. Me mostré interesado por un paquete que incluía Camino del Inca y Machu Picchu, quise saber si una amiga mía lo había contratado en esos días.

–¿Victoria Guerra? –la empleada enarcó las cejas–. No me suena.

Admití que igual era inútil. Recordé que el “Victoria Guerra” no era sino el alevoso seudónimo triunfalista de Bruna o Paola Sacripanti o Spicafiuzzo, algo tan sonoro como eso, más acorde para un concurso de la RAI que para una revelación de Cosquín.

Cuando me iba, descubrí en vidriera una promoción especial: Hunger Tour a Brasil, con pasajes, estadía y spa, todo incluido.

–¿Y esto?

–Es exclusivo para mujeres, confidencial, caro y dura tres semanas –me explicó de corrido–. Van famosas, pero también gente común: el lunes regresa un contingente. Parecen otras.

Y me mostró alevosas imágenes de Antes y Después.

–Se lo regalaré a mi mujer –mentí.

El lunes, cuando una irreconocible y distante Cintura bajó del avión en aeroparque, Bermejo la estaba esperando con chocolate en rama y un ramo de rosas. “Paso y quiero”, dijo ella.

–Tuve que pagarle veinte kilos, Robledo –se quejó el Pata desconsolado, esa misma noche por teléfono.

–¿Tanto bajó?

–Veinte kilos de exceso de equipaje: se compró toda ropa nueva.

–Ah.

–Y rompió el contrato.

–Ah.

–Dice que ahora tiene ofertas mejores. Que no se va a regalar...

–Claro.

–La situación cambió, Robledo...

Lo mandé al carajo y colgué sin esperar el resto del argumento. Sé cuando no voy a cobrar. Fui a la heladera, abrí una cerveza y me hice un sandwich de salame y queso. No le puse mayonesa, sabía que me caería mal.