En uno de los momentos más memorables de Llámame por tu nombre, el nuevo largometraje del realizador italiano Luca Guadagnino, Elio pasa sin escalas del letargo de una siesta estival a la excitación sexual, transmutación nada extraña si se toman en consideración sus hormonalmente frenéticos diecisiete años. Un durazno maduro y de simbólico color rojo será el recipiente inesperado de sus pulsiones y poluciones, el fresco y dulce receptáculo de aquello que hasta hacía poco tiempo permanecía en estado de latencia. Es improbable que el guionista James Ivory o el propio Guadagnino hayan tenido en cuenta la célebre escena de la comedia estadounidense American Pie –inmortalizada en el afiche con la imagen de una tarta desprolijamente agujereada–, pero lo cierto es que ese momento de amor frutal parece responderle a la superficial irreverencia de Paul y Chris Weitz: allí donde había provocación grotesca existe ahora un irreprimible deseo, que necesita ser saciado de inmediato con aquello que esté más a mano. Elio será descubierto in fraganti por Oliver, un hombre siete años mayor que él, graduado universitario y experto en arte antiguo, el nuevo inquilino de la casa de veraneo en Italia del matrimonio Perlman, los padres del muchacho. Y, más importante aún, su reluciente amante; su primer, gigantesco y en apariencia inextinguible amor. Basada en la novela Call Me By Your Name, del escritor egipcio-norteamericano André Aciman –quien supo pasar varios años de su adolescencia precisamente en Italia, aunque de ello no debería desprenderse a priori ninguna referencia autobiográfica–, la película es, sin dudas, un paso de relevancia en la carrera de Guadagnino, cineasta relativamente poco conocido en la Argentina, más allá del lanzamiento en dvd de Melissa P. (2007) hace ya más de una década y del estreno limitado de El amante, genérico título local de Io sono l’amore (2009), su film inmediatamente anterior. Relevante en términos de mercado (la película disfruta de cuatro nominaciones a los premios Oscar, incluida la de Mejor Película, y ha sido lanzada comercialmente en gran parte del mundo) pero, fundamentalmente, en un nivel estrictamente creativo: en poco más de dos horas, el relato logra conjugar la densidad literaria de un cuento romántico tradicional con una frescura y liviandad que, por momentos, parece contagiarse del ambiente bucólico de la pequeña mansión rural y alrededores que hacen las veces de escenografía para la relación entre Elio y Oliver.
Como suele ocurrir en la mayoría de los casos, el resultado final de un proyecto creativo es consecuencia de un proceso en el cual estuvieron involucradas varias personas. La radical extrañeza de ver asociado el nombre del director siciliano de 46 años con el del veterano realizador estadounidense James Ivory tiene su razón de ser: el director de Las bostonianas y Lo que queda del día era originalmente el encargado de comandar el proyecto, aunque diversas cuestiones contractuales y personales derivaron en una posible codirección junto a Guadagnino, quien fue contratado en un primer momento como responsable de la búsqueda de locaciones. La única condición para ese trabajo en tándem era que Ivory estuviera a cargo de la escritura del guion. Finalmente, la silla del director terminaría siendo ocupada exclusivamente por uno de ellos, aunque a esa altura de la producción la combinación de improntas personales –que también incluyó al autor de la novela, Aciman, a quien puede verse en un breve papel secundario– sentarían las bases de su adaptación al cine, que más tarde la puesta en escena de Guadagnino terminaría de dar forma en la pantalla. Muy cinéfilo y reflexivo acerca de su oficio, el director afirmó en una entrevista exclusiva para el sitio web de la editora Criterion Collection que, antes de comenzar el rodaje, reflexionó sobre la obra y las lecciones cinematográficas de cineastas como Jean Renoir, Maurice Pialat y Bernardo Bertolucci, “tres directores que, de alguna manera, están en línea. Con Renoir, uno sale con un conocimiento de la naturaleza humana que es asombroso. Era alguien que realmente transmitía la sensación de que la cámara era invisible, al tiempo que poseía un estilo visual que nunca ha sido igualado. Renoir era un formalista que se hallaba explorando qué significaba ser el hijo de un gran pintor, cómo entender la realidad desde una perspectiva visual y cómo la posición de la cámara puede ser la posición del pintor. Pialat era implacable y nunca se asustaba, a un nivel de provocación que es inimaginable en el cine contemporáneo. Ahora se trata usualmente de pulir o suavizar los bordes en lugar de crear un filo y luchar contra los elementos. En cuanto a Bertolucci, tuve el privilegio de conocerlo cuando dirigí hace unos años el documental Bertolucci on Bertolucci y, en esa ocasión, me dijo algo que me llamó la atención: una película no es solamente la representación de un guion sobre los personajes. Bernardo cree que la cámara es una herramienta mediante la cual el director investiga las más profundos y escondidos abismos de un actor”. Hay elementos, rastros, pizcas de cada uno de esos directores en Llámame por tu nombre, aunque no de forma evidente o, mucho menos, metódica. Al fin y al cabo, Guadagnigno no parece estar imitando u homenajeando a nadie, apenas (¡apenas!) intentando comprender una forma de ver el cine como reflejo de la naturaleza humana en general y del universo interior de un personaje en particular.
Amores de verano
Luca Guadagnino se define como un defensor a ultranza de las virtudes y beneficios del soporte fílmico, al punto de defenestrar la lógica económica del rodaje en formatos digitales. Consecuentemente, Llámame por tu nombre fue filmada en 35mm y las imágenes obtenidas por la cámara de Sayombhu Mukdeeprom (experimentado director de fotografía tailandés que ha colaborado con directores de la talla de Apichatpong Weerasethakul y Miguel Gomes) obtiene de las locaciones, los recovecos de la villa e incluso de pequeños elementos de la escenografía una paleta de colores ricos, muchas veces chillones, otros tantas suavizados por el duro sol del norte de Italia. No se trata de un capricho: en la transparencia iridiscente del agua de la pileta, el turquesa violento del mar, el duro verde de un parque de césped natural, los colores saturados de la vestimenta de un grupo de bailarines en la plaza del pueblo o en el anaranjado extremo de un ocaso (y en el rojo del durazno, desde luego), la película construye un universo exterior que refleja el torbellino de emociones que sacuden al personaje central del drama.
Elio deja pasar los días de ese verano del 83 de manera similar –es de suponer– a como lo había hecho el año anterior. Poco afecto a entregarse a la modorra o a la abulia, el muchacho lee novelas y ensayos (un análisis sobre el legado filosófico de Heráclito, entre otros), practica distintas versiones de Bach en el piano y transcribe partituras con parsimonia. No es tanto un chico prodigioso como aplicado y en su cosmopolitismo trilingüe (inglés, italiano y español) se advierte la vigorosa influencia de sus padres, una pareja de académicos de buen pasar e impronta liberal y libertaria (interpretados por la actriz políglota de origen inglés Amira Casar y el actor Michael Stuhlbarg, cuya ascendencia familiar tiene raíces rusas, alemanas y húngaras). El film alterna esos tres idiomas de manera absolutamente natural, conjunción lingüística a la cual se le suma una reflexión secundaria sobre el judaísmo, otro elemento cultural que marca a los personajes.
Durante los días y noches de ese verano de apariencia ordinaria el mundo de Elio es trastocado por completo luego de la llegada de Oliver, quien, con su atractivo físico, agradable pero nunca forzada amabilidad y evidente inteligencia termina encarnando, en una instancia temprana, en posible espejo o modelo para el adolescente. Durante una escena en el pueblo, mientras en los parlantes suena el hit de The Psychedelic Furs “Love My Way”, Elio observa atentamente a Oliver mientras éste baila con una chica. Nada es explicitado, pero su mirada arrobada podría indicar una de dos cosas. O ambas a la vez: el deseo de reemplazar a Oliver, de reencarnar en él, o el de ocupar el lugar de la muchacha, quien finalmente terminará besando a su partenaire en la pista. Por supuesto, sin que Elio sea plenamente consciente de ello, Oliver pasará rápidamente a alzarse en objeto de pasión y enamoramiento. Más allá de su “temática gay” y su trasfondo histórico, la historia de Call Me By Your Name es absolutamente universal y atemporal: los temblores, éxtasis y dolores de ese primer amor que se siente único e intransferible, por la sencilla razón de que nunca se ha sentido con anterioridad. Un amor encorsetado, en este caso, por varias imposibilidades en tiempo presente y futuro: la breve estadía de Oliver, la diferencia de edad entre los amantes, la relación laboral y de amistad entre el visitante y la familia Perlman. Ni coming-of-age al uso convencional ni coming-out-of-the-closet (la sexualidad de Elio está apenas comenzando a desarrollarse), la película posee puntos de contacto con la Muerte en Venecia de Thomas Mann, aunque aquí el amor no transcurra en términos platónicos sino en un plano rotundamente físico y el punto de vista esté afincado en gran medida en el personaje más joven. En todo caso, la única muerte presente aquí es esa pequeña muerte definida poéticamente por los franceses. Y el inquietante y ominoso anuncio de la separación en un futuro cercano. La temprana edad y la intensidad de las emociones típicas de ese período de la vida lo son todo. “Si pienso en todas las pasiones que tuve”, declaró el escritor André Aciman, “algunas de ellas ocurrieron cuando tenía doce años, otras cuando tenía quince, dieciséis, veintidós, veintitrés años. Luego comenzaron a declinar, porque uno ya sabe de qué se trata. Uno sabe hacia dónde se dirigen. Uno sabe que es lo que va a decir la otra persona”.
Perderse en el otro
Con veinte años recién cumplidos al momento del rodaje, el estadounidense Timothée Chalamet resulta un Elio ideal: flaco y algo desgarbado, pero dueño de una mirada intensa e inteligente que completa una posible descripción física de las dudas, contradicciones y miedos del personaje. Por el contrario, Armie Hammer construye un Oliver que es toda hombría: alto, de ojos claros y dueño de un cuerpo trabajado, aunque no al punto de la ostentación, encarna en una posible representación de la masculinidad. No es casual que la escena en la cual el padre de Elio describe la sensualidad de una serie de estatuas griegas “seguramente influenciadas por Praxíteles” –todas ellas representando desnudos masculinos–, llegue inmediatamente después de un primer encuentro amoroso con Marzia, una joven francesa –interpretada por Esther Garrel– que también se encuentra vacacionando en el lugar. Cortado en seco por la precocidad del orgasmo, ese primer contacto íntimo con el sexo opuesto corre en paralelo al descubrimiento del deseo por el cuerpo de otro hombre. Los roces tímidos y un primer acercamiento físico serán el preámbulo de la intimidad total, antes de la inevitable separación, que Guadagnino construye casi como si se tratara de un film romántico de los años 40, estación de tren incluida. El plano final de Llámame por tu nombre –referencia explícita a la idea de “perderse en el otro”, que es puesta en práctica por los amantes– es tan agrio como dulce, no tanto un punto final como ligeros puntos suspensivos, una puerta abierta al comienzo de la adultez. “Estos personajes son tan fantásticos que quiero saber qué les ocurre”, describió el realizador en una entrevista con el periódico The Guardian, a partir de unas declaraciones previas en las cuales advertía sobre su deseo de filmar una secuela. “Las últimas páginas del libro, que, a diferencia de la película, está narrado retrospectivamente, relatan sucintamente unos veinte años en la vida de Oliver y Elio. Así que comencé a pensar en el proyecto Up, de Michael Apted, y en el ciclo de películas de Truffaut dedicado a Antoine Doinel. Y pensé que, tal vez, no sea cuestión de hablar en términos de secuela sino de registrar una crónica de los personajes. La idea de verlos crecer en el cuerpo de los actores es un concepto que me resulta fantástico”. Antes de que eso ocurra, podrá verse la nueva versión del clásico de terror de Dario Argento Suspiria, largometraje que Luca Guadagnino tiene en proceso de posproducción desde hace más de un año. Mientras tanto, en el norte de Italia, Elio y Oliver viven el romance de verano más intenso y bello del cine de los últimos años.