Una escapada al suroeste bonaerense permite comprobar algunas reglas, de esas que uno se hace a ojo, y disfrutar de algunas excepciones. La regla es que los pueblos pampeanos pueden ser de buena vida, de buen pasado y buen presente, pero raramente son hermosos y raramente preservaron esos destellos de belleza que pudieron tener. Al contrario que en otras regiones de este mismo país en las que hay un gusto por el gesto –el barroco en Córdoba, el color en el NOA– la campiña bonaerense fue creada a partir del despojado estilo criollo, un español minimalista, y por la actitud eminentemente práctica del inmigrante. Por estos sures había que ganarse la vida, y nada más.
Con lo que se encuentra una sucesión de pueblos y ciudades que repiten un patrón de plaza central, intendencia, iglesia, banco, comisaría, algunas tiendas importantes, alguna residencia de fuste y un núcleo de casas en general bajas y bien construidas. Hasta los teatros tienen más empaque que magia, como si las comunidades que los crearon estuvieran más preocupadas por su estatura en sociedad que por la belleza. A esta ideología urbana hay que sumarle el maltrato al patrimonio, la indiferencia del estado local a las reglas del arte, el mal gusto público y la pasión por tratar de parecer modernos. El resultado es plazas que fueron nobles con farolitos chinos, intendencias reventadas por dentro con la excusa del cielorraso bajo y el aire acondicionado, casas con ventanas de metal doblado y locales que consisten en casas destruídas para hacer vidriera.
Por eso llama la atención, por ejemplo, entrar al diminuto pueblo de Gardey, unas pocas manzanas en medio del campo doscientos kilómetros tierra adentro de Mar del Plata. Gardey nunca fue mucho, pero lo que tiene está cariñosamente defendido. Lo primero que se ve es una estación de trenes inglesa de 1885, de las victorianas que podrían estar en cualquier rincón de las islas británicas y de las que deleitan al especialista Jorge Tartarini. La estación está desactivada y es hoy una pequeña biblioteca y centro cultural, pero está notablemente bien preservada: tiene las lámparas originales en el andén, las ménsulas de hierro fundido, las puertas con sus chapitas enlozadas indicando boletería y sala de espera, su bebedero venido de Sheffield, su cartelón de madera pintada indicando la estación. También están los galpones de carga y el campito frente a la estación tiene el pasto cortado y la acequia despejada.
Enfrente a la estación hay dos edificios grandes y de evidente uso comercial, restos de los tiempos en que los pueblos servían a su entorno rural como centros de compras y servicios. Uno es un almacén de campo transformado en parrilla y restaurante, impecable. El otro es todavía más sorprendente, una enorme tapera de ladrillo a la italiana, con una vivienda, local grande en la esquina y un par más pequeños sobre un lado, medio destechada y en venta… pero con cartelitos enlozados puestos por la municipalidad indicando que es un edificio patrimonial y pidiendo no pintar. El poderoso gobierno porteño nunca se molestó en gastar en estas chapitas enlozadas, aunque el tema ya se discutía en tiempos de Aníbal Ibarra.
La cosa se pone todavía más interesante en Tandil, la ciudad turística de 130.000 habitantes. Como en todos los pueblos y ciudades argentinos, la mayoría de los edificios de Tandil son posteriores a los años cuarenta, con lo que ya no tienen ninguna arquitectura excepto la escasa imaginación de algún arquitecto y la baratura de los materiales. Esta ciudad tiene hasta un asomo de ingenio constructivo por la gran cantidad de hoteles y cabañas para turistas, lo que alimenta un mínimo de amabilidad en el diseño, techos a dos aguas, un vago aire a alguna tradición. Pero entrar a Tandil significa pasar por la habitual colección de cajas mal proporcionadas, un shopping y una terminal olvidables por completo, unos cuantos edificios de departamentos tan malos que podrían estar en cualquier barrio de Buenos Aires.
Pero en esa desolación mental, está una colección de patrimonio bien preservada. Tandil es un lugar rico desde hace rato, lo que se puede comprobar fácilmente viendo su formidable intendencia, flanqueada por un espectacular palacio Martín Rodríguez y por una catedral que se permite imitar las torres de Montmartre. Los tres edificios están en un impecable estado de conservación, con sus cementos de piedra París limpios y sin pintar, sus bronces lustrados, sus basamentos de piedra brillantes. La plaza, de dos manzanas, mantiene su diseño original sin tonteras modernas y es presidida por una suerte de Pirámide de Mayo de bloques de piedra (para envidia porteña, por aquí hay piedra para construir). En una esquina, por supuesto, está el palacete del Banco Nación y, otro signo de prosperidad de años, enfrente hay otro palacete de otro banco, ahora cerrado y en proceso de transformación en un espacio comercial.
Caminando por el centro se ve la habitual destrucción frívola de locales y casas para hacer tiendas “jóvenes y divertidas”, pero la sorpresa es encontrar las excepciones. En Tandil hay restaurantes que ni tocaron sus fachadas y exhiben con orgullo algún mobiliario o equipamiento de época, hay una biblioteca impecable, hay tiendas que entendieron que reventar el edificio no te gana ni un cliente. Un ejemplo es una enorme esquina Art Noveau que originalmente tuvo un local espectacular, de treinta metros de largo, con entrada en la ochava y luego dos de hoja doble a lo largo. La fachada está intacta, con una máscara sonriente en la esquina y un jardín floral rodeando aperturas y marcando la cornisa. Adentro, los muros exhiben sus ladrillos -retiraron el revoque, pero bueno...- y sus maderas nobles en el piso y en el cielorraso: Tandil todavía abunda en los viejos cielorrasos de machimbre de madera noble, que en la capital tonta que tenemos son un recuerdo de viejos.
Lo mejor viene por el otro lado de la esquina, donde el gran edificio continúa en dos viviendas. La que está al lado del local era evidentemente la de sus dueños, con una puerta que conecta directamente a la empresa familiar. La segunda era de renta o para un hijo casado, y es hoy una boutique de esas que defienden su identidad corporativa a costa de cualquier patrimonio o elegancia. Y sin embargo, lo que se ve aquí es que se limitaron a poner un cartel relativamente pequeño y a retirar las particiones de las ventanas originales, poniendo un paño de vidrio fijo. Es una alegría, porque estos ventanales son realmente bonitos, una ventana insertada en un arco floral que, tras un espacio seco y curvo, se inserta a su vez en otro arco floral más importante.
Es obvio que Tandil tiene una ley de preservación y la hace respetar, pero también es obvio que hay una conciencia diferente o un cariño perdido en otras localidades. Las casas de época están en general tan bien cuidadas como las nuevas, los locales fueron reciclados sin ganas de enmendarles la plana y con la inteligencia de aprovechar su encanto para vender más. Hay proyectos llamativos, como la sofisticada galería de arte que restauró una casa de piedra, y decenas de casas modestas bien pintadas o bien llevadas con los recursos de particulares. El estado local da el ejemplo con lugares como el museo de Arte y el museo histórico, que rescata un edificio de los más viejos.
Con lo que esta pequeña ciudad termina siendo un ejemplo de que el patrimonio eleva la calidad de vida y que no es una imposición al particular, una pérdida de dinero para una pobre víctima “clavada” con un edificio de época.
Mientras, en Bath
Gran Bretaña tiene una de las leyes patrimoniales más estrictas del planeta, pero tantos años de gobiernos privatizadores, conservadores, neoliberales y amigos de los especuladores fueron limando su eficiencia. La principal víctima es el patrimonio victoriano, que en una tierra tan antigua es considerado nuevo y es demolible si no es excepcional. El escritor Alan Bennett, dramaturgo al que le debemos entre otras La locura del rey Jorge y diarista empedernido, es uno de tantos que ve con horror la destrucción de Londres y de tantos rincones ingleses que ahora se pueblan de shoppings, edificios de departamentos y torrezotas corporativas. Bennett escribe, por ejemplo, de la bellísima ciudad de Bath, fundada por los romanos y dueña de algunas de las urbanizaciones inglesas más lindas del siglo 18, ahora acosada por las demoliciones masivas: “La estación de trenes está a unas cuadras de una enorme obra, otro de los desastres del planeamiento urbano en Bath, esta vez un inmenso shopping center. Bath lleva décadas bajo sitio. En mi primera visita, en los sesenta, acababan de demoler calles y calles de viviendas de principios del siglo 19, donde vivían los empleados y sirvientes de las grandes mansiones del centro. La excusa era que no tenían ningún valor arquitectónico propio, sin pensar que formaban un conjunto arquitectónico con los otros edificios”.
“Esto nunca se detuvo y ahora hay hectáreas de edificios modernos muy indiferentes pero construido en piedra de Bath, como si con eso alcanzara para unificar la ciudad. Yo tendría un Juicio de Bath como hubo un Juicio de Nuremberg, contra los perpetradores de esta atrocidad arquitectónica, los concejales coimeros que la permitieron, los arquitectos mediocres, que obedecieron a los especuladores. (…) Antes que artistas, antes que artesanos, sean genios o mediocres, los arquitectos son carniceros”.