Ambas debutan como realizadoras de largometrajes, aunque tienen experiencias muy destacadas en otros roles artísticos y culturales. Y debutan por la puerta grande: Lola Arias, directora de Teatro de guerra, y Mónica Lairana, directora de La cama, son las dos cineastas argentinas cuyas películas están participando en el Forum del Festival de Berlín, uno de los más prestigiosos del cine mundial. La sección paralela de la muestra alemana seleccionó cuarenta y cuatro largometrajes, entre los que aparecen también los nuevos trabajos de Hong Sangsoo, Sergei Loznitsa, Ted Fendt, Corneliu Porumboiu, Guy Maddin, Sandro Aguilar y Claire Simon, entre otros cineastas. “Que mi película esté en la Berlinale es genial, algo increíble; estar en Berlín les abre puertas a nuestras películas”, dice Arias, casi como si se tratara de un sueño cumplido. “Quiero que tenga una buena recepción del público, que suceda algo de la fibra emocional que quería tocar. Si eso pasa, para mí es todo”, señala Lairana, por su parte.

Arias (1976) es escritora, directora de teatro, artista visual y cantante. Escenificó Mi vida después, Familienbande, El año en que nací, Melancolía y demostración, El arte de hacer dinero, entre otros. También creó varios proyectos de intervención urbana con Stefan Kaegi. Junto con Ulises Conti, compone y toca música. Publicó poesía, ficción y obras de teatro. Sus obras han sido exhibidas en prestigiosos festivales internacionales. Lairana (1973) es también actriz. Se graduó de la Escuela de Teatro de Buenos Aires y trabajó en más de quince películas como El patrón: radiografía de un crimen, Marea baja y Maracaibo, entre otras. Y tiene experiencia previa como realizadora de cortos. El primero de ellos, Rosa, compitió por la Palma de Oro en el 63° Festival de Cine de Cannes en 2010 y recibió varios premios en otros festivales internacionales.

Los efectos de la guerra

Arias tenía cinco años cuando se produjo el conflicto bélico por Malvinas y no tiene muchos recuerdos de la guerra en sí, pero sí de haber crecido en un país en dictadura. “Iba a una escuela pública. Crecí con la idea de que habíamos perdido algo que era nuestro. Supongo que eso marcó mucho a la generación post-Malvinas, como la presencia de esa herida, de esa pérdida. Y también la presencia de los veteranos, que cuando era chica eran como una especie de fantasmas que aparecían en los trenes, en los colectivos, vendiendo stickers, revistas”. Es la propia realizadora la que reconoce que quizás ese fantasma que quedó de la infancia “volvió muchos años después con la idea de hacer una serie de proyectos”. Es que Teatro de guerra forma parte de algo más amplio: “Este largometraje es casi el final de una serie de proyectos que empezó con una videoinstalación que hice en Londres, que era sólo con veteranos argentinos que reconstruían una historia de la guerra en un lugar donde viven o trabajan hoy. Eso después se mostró en el Parque de la Memoria. Después, hice la obra de teatro Campo minado, en la que junté argentinos e ingleses para reconstruir la historia de la guerra y, paralelamente a que hacíamos la obra de teatro, filmé la película. Es como si todos esos proyectos estuvieran unidos”, reconoce Arias. En su film, tres argentinos y tres ingleses que pelearon en Malvinas pasaron meses juntos discutiendo sus recuerdos de guerra y luego ensayando su recreación. Teatro de guerra tiene representaciones en diferentes escenarios, como una pileta de natación, un sitio de construcción y un regimiento. Lejos de cualquier nacionalismo, el film de Arias se centra en los efectos de la guerra en lo humano, haciendo difuso el límite entre el documental y la ficción. “La película trabaja en ese borde”, reconoce.

–¿Cómo fue la elección de los protagonistas? ¿Qué buscaba?

–Las audiciones son una parte muy importante en todos los proyectos que hice con personas que no son actores. Diría que la mayor parte del trabajo es encontrar a los protagonistas, porque cuando uno busca a un protagonista no está buscando “el actor que sirve para hacer el rol” sino el que le sirve para hacer la historia. Es una combinación de la persona, quién es, qué apertura y condiciones tiene, y la historia que trae, la sensibilidad que tiene, la capacidad de trabajo en grupo, etcétera. Estás buscando a alguien que pueda asumir algo que es como un cambio radical. De hecho, Marcelo Vallejo, que es uno de los protagonistas de la película, después de la guerra trabajó toda su vida en Ford, pero nunca en su vida fue a un teatro. Cuando estrenamos la obra en el Royal Court Theatre, que es un teatro súper prestigioso en el centro de Londres, con cuatrocientas personas, le preguntaron cómo era para él estar allí. “Y... Es muy raro, porque es mi primera vez en el teatro y estoy del lado del escenario”, dijo. O sea, es un salto abismal para alguien que tuvo educación primaria, trabajó toda su vida en una fábrica, estuvo en la guerra de Malvinas, y se encuentra con eso. Por ese motivo, son proyectos que llevan mucho tiempo. Vengo trabajando con Marcelo desde 2013, o sea que realmente es algo que exige un compromiso muy grande por parte de ellos. Y por eso las audiciones que hice en Londres y en la Argentina llevaron prácticamente un año y medio, y fueron en muchas etapas. 

–¿Cómo fue el proceso de conocimiento entre ellos para que pudieran hablar de un tema tan sensible?

–Era muy distinto en cada persona de acuerdo a su propia historia. Volviendo a Marcelo Vallejo, él dijo: “Cuando volví de la guerra no podía escuchar hablar en inglés, no podía escuchar música en inglés. Si mis hijos venían de la escuela y me hablaban en inglés, los sacaba a patadas”. De eso, a convivir durante cinco meses con veteranos ingleses, estrenar una obra en Inglaterra y viajar con ellos por el mundo desde hace dos años: tuvo que atravesar un montón de cosas, como quién es el otro, qué vivió... Para ellos fue un punto de inflexión en su vida, en el sentido de poder escuchar la historia del otro, entender el dolor, lo que vivieron, la experiencia que tuvieron. Y ahora hay un vínculo muy fuerte entre ellos. De hecho, nos vamos de gira constantemente con la obra. Y ellos conviven, salen, se van a los museos o a otro lado. Y los ingleses no hablan español ni los argentinos hablan inglés, pero de alguna manera se entienden y van por el mundo.

–Es una película que podría haber derivado hacia el nacionalismo, pero no tiene nada de eso. Incluso, es una historia que trasciende las banderas. ¿Es algo que se planteó a la hora de pensar el proyecto?

–Era importante que el proyecto no se tratara de si las Malvinas son argentinas o inglesas. La soberanía no es el tema de la obra ni de la película, lo cual no significa que no sea un tema interesante, pero no era lo que me interesaba trabajar. Quería trabajar qué hace la guerra en la vida de alguien, qué efectos tiene esa experiencia radical a los 18 o 20 años. Y radical como fue: una guerra durante una dictadura, donde el ochenta por ciento no decidió ir sino que simplemente fue mandado sin formación ni preparación. Los ingleses sí estuvieron preparados, pero también, con veintipico de años, ir a una guerra tuvo consecuencias hasta el día hoy. Por eso, este proyecto era un espacio también para que pudieran convivir partes que estaban en desacuerdo. Y la idea de hacer una obra de arte con dos partes en desacuerdo y no querer cambiarlas sino que simplemente se escuchen está en el centro de lo que a mí me interesa. Es como decir: “Esto es la democracia”. Cada uno puede pensar lo que piensa y, sin embargo, tenemos convivir y tenemos que hacer algo juntos. Y tenemos que hacer juntos algo bueno, aunque no estemos de acuerdo. Es como la convivencia en esa disidencia política que existe entre esas personas y que, sin embargo, eso no implica que no puedan colaborar, entenderse, ser empáticas. Eso es lo que a mí me interesaba y la película trabaja con eso. Trabaja con todas las tensiones, no esconde todas las que estaban en el centro del proceso. De hecho, las muestra quizás un poco más que la obra, porque hay momentos en que los planteos que los actores me hicieron durante el proceso aparecen muy explícitos.

El final del amor

La idea de La cama surgió de una experiencia propia de Mónica Lairana, aunque el film no es autobiográfico. Parte de una vivencia personal que fue su propia separación, tras una relación afectiva de ocho años. “También partió de la experiencia de un dolor absolutamente intenso que nunca había sentido y que me hizo preguntar si yo me sentía tan arrasada físicamente, cómo podía llegar a ser esa separación en una pareja de muchos más años que los ocho de mi relación”, explica la directora. “Me pregunté cómo sería en una pareja de toda la vida, de criar hijos, cuánto más fuerte podía llegar a ser eso”, recalca Lairana. Y el film comienza con una pareja de años en la cama, como si el acto sexual fuera el punto inicial de un final, de una ruptura, de un desgarramiento que luego se irá completando con otra pérdida: la de la casa que cobijó a Jorge (60) y Mabel (59).    

–¿Cuánto le ayudó ser actriz para el rol de directora en un largometraje?

–Siento que primero me ayudó a dirigir, porque no tengo una educación formal como realizadora. Toda mi experiencia viene de haber participado como actriz en cine. Aprendí montones de cosas de los directores con los que trabajé. Después, es fundamental para la relación con los actores. Como actriz suelo ser crítica de la relación de los directores de cine con los actores. Siento que, a veces, piensan que el actor no es capaz de comprender en profundidad un proyecto en todas sus aristas complejas. Y eso hace que a veces no se trabaje tan en conjunto. Yo invertí, tuve una comunicación fluida y muy transparente respecto de esto. Además, porque mi trabajo tiene desnudos, escenas muy complejas. Tuve un planteo frontal, abierto, de cómo iba a filmar cada cosa, dónde iba a estar la cámara, por qué las tomas iban a ser filmadas de determinada manera. Fue un trabajo muchísimo más abierto que hizo que se fortaleciera más la relación, porque uno tenía un actor que no iba a tener temor de encontrarse con algo desconocido sino que iba a saber a lo que iba y se preparaba para eso. Se hace un compañero mucho más fuerte.

–¿La idea es que el espectador sea una suerte de voyeur del dolor?

–La película es una invitación a espiar la intimidad de esta pareja en esas últimas horas de separación. Lo voyeur justamente está puesto en el dolor y, más que nada, en la relación. Tuve la intención de continuar una línea que había iniciado con mi corto Rosa, que consiste en experimentar la observación minuciosa de un personaje atravesando una determinada situación; sin prisa, como con una convicción de plantar la cámara y dejar que el tiempo transcurra. Y también invitar al espectador a que se deje influir por el tipo de proyecto.

–¿Es también una película sobre el lenguaje de los cuerpos?

–Sí. En todos los cortos trabajé con los cuerpos. Creo que se relaciona con que soy actriz. La relación que tengo con mi cuerpo es diferente a la que tengo con los demás. Me resulta muy atractivo y muy interesante trabajar sobre el cuerpo. O sea, no volcar una historia narrativamente en el discurso sino trabajarlo desde una cuestión más plástica. Además, todos los cuerpos son hermosos y me gusta mucho filmarlos. Cada cuerpo en cada etapa de la vida ofrece un nivel de belleza diferente y me emociona retratar eso.

–¿Cree que el cuerpo de un amante que fue tan íntimo puede llegar a convertirse en extraño en otro momento? ¿Eso es lo que quiere plantear con la película?

–Es exactamente lo que planteé como punto de partida de la película: si era posible capturar ese momento en que un cuerpo que ha sido tan cercano y en tanta comodidad, de golpe empieza una incomunicación y algo se desencaja, se modifica y se empieza a generar una distancia que confluye en que esos dos cuerpos empiecen a sentirse extraños. Es un poco el proceso que quise acompañar en la película. Y también lo contradictorio que es, porque esos cuerpos que, de alguna manera, están como en lucha, tienen momentos de encuentro y de desencuentro.

–La cama mantiene un tono contemplativo y, sin embargo, narra situaciones vinculadas con el desgarramiento, el dolor, la soledad. ¿Cómo se logra hablar de eso con un ritmo más bien manso?

–Le digo qué pasa a mí: como realizadora, me interesa captar esa naturalidad de la vida cotidiana que tenemos todos, en que lo trágico y lo cotidiano se cruzan permanentemente. Podés estar viviendo el momento más trágico de tu vida, y te hacés un mate o te pegás una ducha porque tenés que salir. Eso es la vida misma. Todos atravesamos un montón de situaciones emocionales diferentes y, sin embargo, la vida continúa. Ese cruce es lo que me interesa como realizadora y me interesaba en la película. Y por eso no fui al lugar esperado de mostrar esta separación con escenas más fuertes, o de peleas y discusiones, más discursivas o más dramáticas, sino también entender que la vida es otra cosa.

–¿La cantidad de planos fijos tiene que ver con darle ese tono más contemplativo a la historia?

–Tiene que ver con varias cosas. En primer lugar, me parece que no hacer un despliegue cinematográfico permite que uno pueda concentrar la mirada en determinado suceso. Insisto: el espectador tiene que entregarse a la propuesta, pero si uno se entrega, la observación minuciosa hace que pueda llegar a sacar un montón de pensamientos mucho más profundos que lo que se ve a primera vista o que si el plano tuviera otro movimiento o fuera más corto de duración. Si yo le doy una foto de una familia diez segundos, usted puede llegar a decir: “Ah, qué linda familia”. Se la saco. Si se la dejo treinta segundos, puede decir: “Ah, mirá el vestido ridículo que tiene la mina”. Se la saco. Y se la doy un minuto va a encontrar más cosas. Cada tiempo va incrementando la mirada. La observación en el tiempo permite que uno vaya profundizando e incluso que uno pueda ir transportándose a cosas propias, a experiencias personales, a pensamientos o sentimientos que le empaticen. Esa es la maravilla del cine. Siento que algo de lo que nos pasa como sociedad tiene que ver con esta incapacidad para detener todo y observar al otro. Mi película fuerza eso porque es algo que siento que no está sucediendo. Estamos viviendo en un mundo con una gran velocidad, donde todo hace que no te detengas y entonces la posibilidad de empatizar con los otros no está sucediendo. Estamos viviendo mundialmente en un momento muy triste en lo humano. Para que eso no suceda, uno tiene que detener la velocidad de la productividad de un montón de cosas y sentarse a observar al que tiene al lado, pero de verdad.

* Teatro de Guerra tuvo su première mundial ayer viernes y se exhibirá nuevamente hoy en el Forum, mientras que La cama se estrenará mañana 18 de febrero y se volverá proyectar el jueves 20 en la misma sección de la Berlinale.