En los años setenta de este lado del velo y el siglo XIX del otro, Kwai Chang Caine en chino macarrónico Wang Chan Kein (David Carradine) era el protagonista de la serie Kung Fu. Hubo una parodia en Hupumorpo con tres actores cómicos uruguayos y una remake malísima.
La serie original abusaba del recurso del flashback, como todo experimento ficcional que se preocupara por la psicología de los personajes; pero tenía además el encanto del spaghetti western de los matinés de cine de aquellos tiempos. Y tenía algo más: respuestas, amplitud cósmica, la magia que luego algunos hallaron en las letras del Flaco Spinetta o en las novelas de Hermann Hesse. Pareció por unos años que a través de Kung Fu la televisión traía algo distinto, algo a la vez verdadero y mágico, algo más cercano a los valores que la televisión según sus críticos destruía. Extrañamente, son más fáciles de recordar los desopilantes aforismos de la parodia oriental (oriental en el sentido de uruguaya) que los del original. "Maestro, ¿qué debo hacer cuando un gusano me rodea?", preguntaba el discípulo (Berugo Carámbula), y la serena respuesta del maestro (¿Maurice Jouvet o Enrique Almada?) empezaba: "Pequeño saltamontes..." y terminaba: "¡Animal!". Al final del sketch, el discípulo ya adulto (Ricardo Espalter) resurgía demasiado tarde de su sesión de meditación, para encontrarse con un saloon destruido, un montón de cowboys muertos y el dueño del saloon lamentando las pérdidas materiales. No las vidas.
"Maestro, veo que la luz se aleja de mí en la oscuridad"
"Es que pusiste la vela arriba de una tortuga, ¡animal!
Kwai Chang Caine era una máquina de guerra pacífica. Rodeaba conflictos que nunca le pertenecían. Su violencia ‑presuntamente, sólo defensiva‑ era una cinta continua de quietudes nómades. Kwai Chang Caine era el extranjero absoluto: un "él" sin "yo" (y sin siquiera un "tú", un "Che, vó", un "¡Ey, usted!"). Su extranjeridad no era relativa, no era la de quien ha dejado su casa o su patria en otro lugar. Venía de ser extraño, venía del no ser; provenía de un templo, no de una patria. Era el extranjero absoluto, venido de lo absoluto. En su no‑lugar de origen se conciliaban la privación extrema y el sufrimiento más intenso (recordar la escena del caldero y la nieve) con una total falta de contingencia: el colmo de la adversidad lo guiaba hasta lo Necesario. Su sufrimiento no estaba al servicio de una causa cualquiera, sino que era la vía de acceso del ente al ser.
En California, Kwai Chang Caine era como Zaratustra recién bajado de la montaña. ¿Alguien ha calculado los efectos del amor por esa figura ideal sobre las jóvenes mentes de los +50 de hoy, considerando que tal ideal no era otro que el del superhombre? Kwai Chang Caine no tenía familia, ninguna chica le gustaba jamás, o sí le gustaban pero las miraba irse con esa cara de camello bueno que solamente le sale a David Carradine; Kwai Chang Caine no se enamoraba nunca, no era hincha de ningún cuadro de fútbol ni orinaba como no fuera sobre la prístina nieve china. Su siglo ‑el diecinueve‑ no le importaba en lo más mínimo; nunca se lo vio leer un diario con algún interés, ni tomar partido en un conflicto expresando sus opiniones.
A lo sumo, pronunciaba un aforismo nihilista y repartía unas cuantas patadas en nombre del Cosmos. Después, se iba. En el capítulo siguiente de la serie, volvía; y volvía a meterse en líos. Es decir, no exactamente a meterse, sino a circular con elegancia por entre los intersticios etéreos del lío, revoleando esa pata descalza tan bonita. El lío, el problema, siempre le era ajeno. Porque Kwai Chang Caine no tenía nada y, mucho menos, problemas. Nadie debía poseer nada, tal era su moral. Apasionarse, enamorarse, enojarse, según lo que le había inculcado su maestro, era de ignorantes y sólo acarreaba desastres. Nadie debía nunca desear nada. La serie Kung Fu ayudaba a crear la ilusión de que era posible evitarse problemas abstrayéndose de todo. Sabio sería quien prescindiera tanto de sí mismo como del mundo.
Kwai Chang Caine era el eterno recién llegado. Nadie parecía reconocerlo de capítulos anteriores. Los demás superhéroes, comparados con él, eran como el vigilante del barrio. El superhéroe medio tiene siempre la misión de restablecer la normalidad de su mundo, venciendo a la fuerza malévola que haya irrumpido en esa normalidad. En cambio Kwai Chang Caine, el inadaptado maravilloso, el estoico, traía la noticia ‑ni buena ni mala‑ de que nada tenía la menor importancia ni sentido en este mundo. Su función no consistía en devolver a los hombres y mujeres su estado de felicidad previo, sino en demostrarles que eran (¿unos?) infelices, y dar el ejemplo de una mente superior.
Los finales de Kung Fu no eran felices sino agridulces, moralizantes, "sabios". La serie no buscaba sólo entretener, sino educar. Era una serie "adulta" (es decir, irresistiblemente atractiva para chicos y chicas de diez, once años), cuyo héroe ‑a semejanza del héroe trágico‑ se dirigía menos a los personajes secundarios que a los espectadores. La creencia "madura" de que uno puede irse cuando quiera de los problemas, que no le pertenecen, que uno se ha despegado del mundo material (y que se jodan los apasionados, y que se embromen por seguir sumidos en la ignorancia) puede parecerse tanto a la sabiduría de un iluminado como a la omnipotencia de un niño de diez años.
¿Qué hay más digno de él que autodenominarse "X" (no sabe, no existe, no contesta) la generación que creció mirándolo? Kwai Chang Caine (el eterno adolescente, el siempre nómade, el forever marginal) fue el Che Guevara de la Generación X; el hermano mayor de cada niño cincuentón que hoy encalla en los procelosos témpanos del tedio.