PáginaI12 En Alemania
Desde Berlín
El 8 de junio de 1986, el austríaco Kurt Waldheim fue electo presidente de su país con un abrumador 53,9 por ciento de los votos, a pesar de que pesaban en su contra denuncias muy documentadas sobre su participación como oficial de inteligencia del ejército nazi en las deportaciones masivas de Tesalónica en Grecia y la masacre de Kozara en la ex Yugoslavia. Por entonces, Ruth Beckermann, una vienesa de 34 años, hija de padres sobrevivientes de la Shoá, ya tenía varios documentales realizados sobre la experiencia judía en Europa y con una cámara de video de la época registró no sólo la virulenta campaña presidencial que llevó a Waldheim al poder sino también las reuniones de activistas de las que ella participaba para dar a conocer a sus conciudadanos un pasado que el candidato (y buena parte de la ciudadanía) se obstinaba en negar o minimizar, contra toda evidencia. Treinta y dos años después, Beckermann recuperó esas viejas cintas U-Matic que ella misma creía perdidas y con ese material rodado al calor del agit-prop del momento acaba de presentar en el Forum del Cine Joven de la Berlinale –donde no importa la edad sino el espíritu– Waldheims Walzer (El vals de Waldheim), un notable film ensayo en el que un acontecimiento significativo del pasado ayuda a pensar el presente.
No parece una casualidad que Beckermann haya vuelto sobre un tema que se creía olvidado cuando una coalición de extrema derecha acaba de formar gobierno en Austria a fines del año pasado y –no sólo en su país sino también en el mundo entero (incluida la Argentina)– se instalan la sistematización de la mentira, llamada “posverdad”, y los “hechos alternativos”. Concebido íntegramente a partir de material de archivo, no sólo el que en su momento rodó Beckermann sino también el de noticieros internacionales de la época, Waldheims Walzer busca en aquel episodio el huevo de la serpiente que todavía hoy sigue dando a luz un nacionalismo que amenaza a toda Europa. “La televisión francesa también estaba fascinada con las manos de Waldheim, con las que parecía capaz de abrazar a toda Austria”, reflexiona Beckermann desde la banda de sonido cuando compara sus propias imágenes con las de un noticiero francés, ambas magnetizadas por esas garras que –como las del Nosferatu de Murnau– se agitan al calor de los encendidos discursos del candidato.
Tal como el film recuerda con precisión, antes de llegar a la presidencia de Austria Kurt Waldheim había sido presidente nada menos que de las Naciones Unidas, de 1972 a 1981. En ese carácter, viajó a todo el mundo, incluida Jerusalén y el memorial del campo de concentración de Auschwitz. Y aunque según Beckermann los documentos comprometedores que luego aparecieron en 1986 estaban al alcance de cualquier periodista que hubiera querido examinarlos, por entonces nadie estaba dispuesto a hacerlo. “Waldheim se mostraba como un buen cristiano y padre de familia, preocupado por la moral y la religión”, se escucha la voz de Beckermann mientras Kurt exhibe públicamente a su señora esposa como ideal de hausfrau y en las aulas de los colegios públicos austríacos vuelven a colgar los crucifijos en las aulas. “¿Existe la familia humana? ¿La ONU supuestamente la representa? Como su presidente, ¿Waldheim era la más alta autoridad moral de esa familia?” Son todas preguntas que la realizadora deja libradas para que sea el espectador quien las responda, desde la más urgente perspectiva actual. ¿A quién le están dando la responsabilidad hoy los votantes, en Austria y en todo el mundo, en este giro casi universal hacia la derecha?
En la competencia oficial por el Oso de Oro de la Berlinale, una película alemana, en este caso de ficción, viene a cruzar pasado y presente un poco en el mismo espíritu de la de Beckermann. Y con un nivel de sofisticación narrativo fuera de lo común, que la ubica en lo más alto que ha ofrecido el festival hasta ahora. Se trata de Transit, la nueva realización de Christian Petzold, el notable realizador de Barbara (2012) y Ave Fénix (2014). Como en esta última, Petzold vuelve a trabajar sobre dos temas centrales a su obra: la recurrencia del pasado y el problema de la identidad. ¿Quién es ese judío alemán que, huyendo del París ocupado, busca refugio en Marsella, el último territorio libre, siempre y cuando uno pueda probar que tiene los recursos y los documentos suficientes como para embarcar hacia un destino en los Estados Unidos o Sudamérica?
Basado en la novela homónima que Anna Seghers, una escritora judeo-alemana, publicó durante su exilio en 1944, Petzold toma en Transit una audaz decisión de puesta en escena que puede considerarse sencillamente genial. En vez de caer en la trajinada reconstrucción de época, el director narra la novelesca ordalía de ese personaje, y su fugaz historia de amor con una mujer en su misma situación, utilizando las calles y el puerto de la Marsella actual. Los camiones celulares y las razzias policiales que se ven en Transit no son las de las tropas nazis o de las fuerzas del mariscal Pétain, sino lisa y llanamente las de la policía francesa de hoy. Y se los menciona como “fascistas”.
Junto a esos refugiados judíos –vestidos con ropas clásicas, intemporales– que se esfuerzan frente a los consulados para conseguir una visa que les permita abordar un barco, están a su vez los otros condenados de este mundo, los desplazados magrebíes, hacinados en los barrios periféricos de la ciudad. “No tenía ningún deseo de hacer una película histórica”, afirmó Petzold aquí en Berlín. “No quería reconstruir el pasado. Hay refugiados en todo el mundo y vivimos en una Europa de la renacionalización, así que no quería refugiarme en la zona de confort de la reconstrucción histórica”.
Es particularmente poderoso lo que logra Petzold al filmar un melodrama romántico a la manera del cine clásico de Hollywood (el referente más obvio es el de los amantes en tránsito de Casablanca) en el contexto de la aparente normalidad de la Marsella actual. Estética y políticamente, produce el siempre tan difícil efecto de distanciamiento brechtiano, al mismo tiempo que lo subvierte: como sucedía en sus dos films inmediatamente anteriores, es imposible a su vez no compenetrarse con los dilemas morales que enfrentan sus personajes, tironeados por lealtades, mentiras y traiciones, además de conflictos de identidad. Porque el protagonista no es otro que un muerto vivo, alguien que ha usurpado la identidad de un suicidado (la sombra de Walter Benjamin y su final en los Pirineos sobrevuela toda la película) para lograr atravesar esa frontera plagada de fantasmas.
A su manera, Dovlátov, del ruso Alexei German Jr., otro punto alto de la competencia oficial de la Berlinale, también es una historia de fantasmas, de personajes perseguidos y silenciados por la historia. Son apenas seis días –hacia noviembre de 1971, en ocasión de un nuevo aniversario de la revolución soviética– en la vida de Serguéi Donátovich Dovlátov, un escritor de origen judío que nunca llegó a ver publicada su obra en vida en la URSS y que, como informa el film, alcanzó una enorme popularidad en Rusia recién a partir de los años 90, poco después de su muerte. Es notable la manera en que German Jr. –hijo de uno de los grandes cineastas de su país– es capaz de pintar una suerte de gran fresco íntimo, valga la paradoja. Filmado en un CinemaScope que hizo brillar como nunca la pantalla del Berlinale Palast, Dovlátov sigue a su protagonista en su rutinaria vida cotidiana, haciendo de cronista periodístico de una unidad de trabajo en los astilleros de Leningrado mientras intenta, sin suerte, ser admitido por la Unión de Escritores, la única posibilidad que tiene de editar sus textos.
Al modo de una Dolce vita eslava, la película de German Jr. sigue la deriva fantasmal de su protagonista (interpretado por Milan Maric, un actor de notable parecido físico con Marcello Mastroianni) mientras comparte interminables tertulias after hours con otros poetas en su misma situación, como su amigo Joseph Brodsky, quien a diferencia de Dovlátov llegó a la consagración en vida cuando, ya exiliado en los Estados Unidos, fue premiado con el Nobel.
Con un virtuosismo fuera de norma, German Jr –ganador aquí del Oso de Plata con su film inmediatamente anterior, Bajo las nubes eléctricas (2015)– pasea su cámara con unos soberbios planos secuencia que van dando la idea de ese mal sueño del que Dovlátov nunca alcanza a despertar, a pesar de su filosa ironía, que tampoco lo ayuda a granjearse la simpatía de la intelligentsia oficial. Y una escena ilumina de manera muy especial esta idea que se impone en algunos de los mejores films de la Berlinale: durante una excavación para extender el subterráneo, aparecen los cadáveres de unos niños sepultados por una bomba durante la guerra. Para bien o para mal, el pasado (como quizás no imaginó el propio Dovlátov) siempre vuelve a emerger en el presente.