Alguna vez le escuché escribir a Juan José Saer: "Nos paramos frente al mar, que nos contempla. Pero estamos siempre al costado del río que pasa sin mirarnos, desdeñosamente". Por suerte, existen escritores que con pocas palabras pueden resumir muchos sentires colectivos. El Paraná era nuestro mejor escenario. Allí nos mostrábamos tal cual éramos, auténticos, lejos del pegadizo disfraz de las imitaciones. Los llaneros estamos condenados al horizonte. Hablamos fuerte, sin miedo al eco, siempre con proyectos a un futuro lejano, caminando sin parar rumbo a los soles de las utopías. Pero existe una línea verde que nos llama con voz de agua. La isla era nuestro lugar en el mundo. Con mi amigo Mario contábamos en los recreos los días que nos faltaban para cruzar el río. Con mucho esfuerzo nos despegábamos de nuestros almohadones de plumas y sin más equipaje que algunas cañas de pescar, una trampera, un llamador y dos cantimploras, esperábamos el 9 de julio en horas de la madrugada para que nos acercara a la casa de don Carrizo, pescador medio pariente, quien nos hacía el favor de cruzarnos. Calmábamos la ansiedad generada por el miedo en llegar tarde inventando relatos, mezclando los pocos conocimientos sobre mitología griega con algunos textos de Cortázar y Quiroga. Todo lo hacíamos jugando. Nos tranquilizaba el ver a lo lejos su bote, tan atado como su Cerbero de una cabeza, perro infernal que ladraba sin cesar a las almas errantes que danzaban sobre el río del olvido. Esperábamos al anciano flaco, serio y de ropajes oscuros junto a un sauce cercano a su rancho. Se comunicaba con nosotros a base de ademanes y silencios. Con un remar tan mecánico como su silbido, nos abandonaba en la arena de enfrente tras pocos minutos de viaje. "Don Caronte... no se vaya a olvidar de pasarnos a buscar... mire que no queremos pasar una noche boca arriba, rojos como patas de flamencos picados por víboras de coral", le supliqué bromeando una mañana de primavera. "Carrizo, pibe, me llamo Carrizo", me respondió al instante. Mi compañero siempre me envidió mi aparente seriedad en mis discursos que confundían a extraños sobre la veracidad de sus contenidos, más nunca supo que mi risa muda explotaba en los ecos de su carcajada. Uno siempre ríe mejor en la risa de un amigo. El paisano de agua dulce, lejos de enojarse, nos regaló una imagen en un pedido. "No le tengan miedo a las víboras. Ellas sólo nos piden respeto. El río es una serpiente que no cesa de pasar, y en ese pasar constante va su modo de quedarse". Nuestra pesca mayor no pasaba de unas mojarras para la fritanga. Nos gustaba perdernos entre los árboles, divisando corbatas, chilenos y mixtos. Un reloj de sombras nos llevaba hasta un cartel gigante de Seven‑up en donde esperábamos el silbido de regreso. En la adolescencia, una piragua fue sinónimo de nuestra independencia. Carpa, mate y grabador, un equipaje distinto para las mismas ganas. Graciela, la hermana mayor de mi hermano del alma, no sólo sabía hacernos enojar, también lo disfrutaba. "Ustedes me hacen reír, creen que se las saben todas, pero no se dan cuenta de nada. Parecen dos ciegos mirando un partido de fútbol, con una diferencia: tienen bellos ojos, pero no saben mirar". Un anochecer en el Puntazo, mientras una luna llena subía al cielo chorreando agua a nuestras espaldas, las baterías agotadas del Phillips rompieron la armonía del paisaje destrozando una cinta del cassette de La Biblia, de Vox Dei. Como hipnotizado por el reflejo lunar en la piel del río, Mario pensó en voz alta: "Para qué diablos todos los ríos irán al mar, si no sólo nunca lo llenarán, sino que después volverán a donde salieron para comenzar a correr de nuevo?" Intentando estar a la altura de su pregunta, contesté: "Tal vez lo hagan para aprender a mirar...".
Algunos trenes y muchas horas nos unieron con la inmensidad. Dejamos latir nuestros corazones al compás de las olas. Entendimos que la magia y el alma son la misma cosa y que con el alma en los ojos sólo se mira de frente. Cuando la vida me pone de costado, brumas invernales flotan en mi mirada, llantos no llorados inundan mis islas, decido sin pensar, igual que lo hace el río, emprender mi camino al infinito en busca de lo perdido, es sólo una manera de poder empezar todo de nuevo.