Cuando Juan Carlos Schmid reconoció la semana pasada que el ciclo del triunvirato cegetista está agotado, lo cual es igual a admitir que la propia CGT queda fracturada hasta más ver, el impacto periodístico fue tan natural como lo previsible del anuncio oficioso. Del mismo modo, la multitud que asistirá el miércoles próximo a lo instalado como “la marcha de Moyano” tendrá una fuerte repercusión mediática pero, al cabo, subsistirá y habrá de vigorizarse la pregunta sobre quiénes y cómo encontrarán la salida a esta división sindical aparentemente interminable.
No es un interrogante cualquiera sino determinante. Sólo por tomar una de las muchas puntas posibles: el negrísimo horizonte económico de las mayorías se reforzó con la cifra inflacionaria de enero, que presagia un trimestre mortífero para los cálculos macristas del año. Ni los funcionarios más optimistas ocultan ya que el “recalibrado” de diciembre voló por los aires. A la derecha –entiéndase– acechan los ortodoxos del shock urgente. Carlos Melconian metaforizó que el Gobierno elige ampliar dos talles de la camisa, en lugar de bajar la cantidad de ravioles. Expresa un pensamiento ampliado de los “agentes económicos”, acerca de lo insostenible del déficit fiscal como obra de un endeudamiento atroz. Y unos cuantos comunicadores oficialistas brindan síntomas de querer abandonar el barco, de a poco.
¿Dónde hallarán algún respaldo eficaz los sectores populares y medios, aplanados por un modelo de endeudamiento bicicletero y urgido de bajar costo laboral en dólares? ¿O acaso se confundirá la imagen y corruptelas de dirigentes gremiales, muchas ciertas y otras tantas operadas, con el papel decisivo que juegan los sindicatos como concepto y acción todavía insustituibles para defender los derechos laborales? ¿Se perderá de vista que Argentina tiene cerca de un 40 por ciento de trabajadores sindicalizados, lo cual significa una de las tasas más altas del mundo contra apenas el 25 por ciento en Sudamérica –para promediar sin casos patéticos como Brasil y Chile, que rondan un porcentual de 10– y el 13 por ciento de Estados Unidos? En Europa, incluso y producto de las políticas neoliberales, la tasa de sindicalizados también bajó abruptamente hasta situarse, ahora, en niveles similares a los nuestros. Puede señalarse que la industria encuentra su razón de ser en trabajadores mal pagos y disciplinados. Pero en Argentina, aún, hay sindicatos fuertes que ponen cierto freno a esa tendencia a través de los convenios colectivos y, por vía indirecta, los cuentapropistas se ven beneficiados porque esa potencia sindical marca un piso de políticas públicas si, desde ya, hay un gobierno que las contenga y propicie. Los noventa y su corrección, gracias a la anomalía kirchnerista, son testificaciones indesmentibles.
Hoy, Macri vuelve a dejar claro, expresamente, que el trabajador es un costo y hay que disminuirlo. Eso requiere minar las estructuras sindicales. Dividirlas. Comprar su complicidad. Es un elefante a la vista de quien quiera verlo, escondido detrás de causas judiciales que, en boca de un gobierno de ricos para los ricos, no deberían resistir pruebas morales ni técnicas por mucho que alguna, o varias, sean veraces o verosímiles. No es, ni de lejos, el nodo de la cuestión. El centro es cercar y someter lo que continúa amenazando el objetivo de ajuste contra los que menos tienen. No debe pegársele tanta vuelta a lugares comunes que, como ese, son adecuados.
Al Gobierno le va por ahora bastante bien con esa táctica obvia porque, además de sus méritos comunicacionales y a pesar de que corruptos propios más economía oscura ya empiezan a pasarle factura, el grado de resistencia es tan alto como su dispersión.
Hay una periferia de rechazo al macrismo que se concentra en movimientos sociales de marginados eternos; algunos grupos laboriosos de lo que se denomina izquierda, o izquierda radicalizada, y reflejos igualmente prestos de gremios –más bien sueltos– de trabajadores estatales que, con las fuerzas anteriores, volvieron a demostrar el jueves un buen porte de movilización en el centro porteño. Pero en lo que debería ser núcleo, el panorama es dramático. Tres centrales sindicales y la principal estallada entre gordos, independientes, camioneros, bancarios, una parte gruesa pero parte al fin de la representatividad docente, ambas CTA que influyen en algunas de esas partes y en otras del sector público e, incluso, una central unificada en sí misma como la de Luis Barrionuevo. A su vez, respecto de la marcha del miércoles, el Gobierno y sus medios lograron centralizar que el punto sean las andanzas reales y/o ficticias acerca de Hugo Moyano –más allá de que pueda carecer de los mejores antecedentes para que su enfrentamiento contra Macri suene políticamente sincero– en lugar de que se debata el rumbo del modelo oficial. Ayer, frente a la probabilidad de que el número de asistentes desmienta el exclusivo “moyanismo” del acto, arreciaron con la amenaza de incidentes. Típica jugarreta de amedrentamiento, que ya tiene sus muchos antecedentes cumplimentados a través de las groseras infiltraciones serviciales en varias manifestaciones. Y más: colocan, justo cuando lo económico da síntomas de respirador forzado y junto con el delirio de dibujar un Zaffaroni golpista, que Macri es el primer presidente capaz de enfrentarse al mafioso de Moyano. Es decir, y en todo caso, al socio que él, Macri, y su familia, tuvieron casi toda la vida.
¿Qué se pierde en medio de este enchastre? Dos cosas. La más fácil de discernir es que sirve a lo que al Gobierno le conviene, si es que hablamos de marketing coyuntural. La más profunda es que le pega en la línea de flotación a entender un sindicalismo unido, y en consecuencia fuerte, como una de las pocas y grandes probabilidades de plantársele a Macri con chances de éxito. Si la protesta y el activismo gremiales serán interpretados como una metástasis que es necesario detener a como sea, no hay discusión posible porque se habrá perdido toda orientación ideológica básica sobre algún proyecto colectivo que pudiera quedar en pie. Si se discute en torno de Moyano como glosario de lo que significa el sindicalismo, se acabó.
Por supuesto, el ideario no formula qué se hace en la práctica con este escenario gremial astillado que para un gobierno de derechas es bocato di cardinale. Es ahí donde ingresa qué ocurrirá con la unidad del peronismo, porque sin peronismo y cultura de izquierda unificados programáticamente –dejemos el liderazgo y las candidaturas para más adelante– no hay ninguna perspectiva de resolver la fragmentación sindical. La sección peronista que, como en los `90, ya se rindió ante los cantos de sirena del oportunismo desertor (hoy los Schiaretti, los Urtubey, la ¿liga? de gobernadores en general, los Pichetto, los pechofrío acomodaticios de las intendencias y demases y, claro, los Daer & Cía.) no merece mayores miramientos cuando, encima, pierden elecciones y aparato. Tienen capacidad destructiva o funcional, pero no más que eso. El macrismo ya los coptó, a base de amenazas con la restricción de fondos. El desafío pasa por quienes conservan instinto de oposición, al menos, contra un gobierno dispuesto a liquidar todo lo bueno que se hizo durante los doce años K y a retornar todo lo que termina en otra crisis indefectible similar a 2001/2002. ¿Podrán –querrán– esos fragmentos dejar de lado sus resentimientos contra la figura de Cristina, que parecen ser el centro de su universo emocional? Algún paso en ese sentido ya se dio, cabe remarcar. Hubo unas sencillísimas y contundentes descripciones de Martín Granovsky, en su crónica para este diario del encuentro en la UMET de kirchneristas, renovadores, randazzistas: los K no son ultra K, los no K no son anti K, ninguno piensa que la candidatura presidencial de 2019 deba definirse ya y no subestiman la capacidad macrista de construcción y destrucción como fuerza política y como elenco de conducción de Estado, a la vez que afirman su objetivo de pelear.
Es por donde se empieza. Nada más.
Y nada menos.