Qué paradoja: fue necesario que un varón con alta audiencia mediática –¿macho arrepentido?– se mostrará con el pañuelo verde frente a la pantalla de la TV para que el reclamo por la despenalización y legalización del aborto se instalara como debate en la sociedad.
Qué paradoja: mujeres famosas como Flor Peña, hace 8 años, o Muriel Santa Ana, hace pocas semanas, expresaron su apoyo a una reforma legal que no amenace con la cárcel a quienes interrumpen voluntariamente un embarazo y fueron quemadas en la hoguera. A Flor Peña, una empresa de pañales la dejó sin trabajo; a Muriel la destrozaron en redes sociales.
Ahí se ve claramente el núcleo de la desigualdad que enfrentamos las mujeres en todos los ámbitos donde ponemos la cara. Y, sobre todo, el cuerpo.
Un embarazo que se decide abortar es obra –no de un milagro– sino de la unión de un espermatozoide con un óvulo. Lo aprendemos desde pequeñas. Pero las que ponemos el cuerpo –y arriesgamos nuestra vida– somos nosotras, las del óvulo. Las que tenemos miedo, también. Las que nos sentimos desamparadas porque el Estado nos da la espalda somos nosotras. Las que acompañamos a otras a abortar, también.
Pero el debate nos lo niegan ellos, que son mayoría en el Congreso y en los lugares de decisión. Aunque, claro, también hay mujeres que se oponen. CFK fue durante su gestión presidencial una enorme piedra en el camino para abrir el debate. Lo obturó por sus creencias personales. En el último tiempo esbozó otra postura.
En 2005 la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito juntó 50 mil firmas para ese 28 de setiembre, Día de Lucha por la Despenalización en América Latina. Y no pasó nada: el poder no se conmovió frente al reclamo, lo ignoró.
En 2008, cuando la Campaña presentó su proyecto en el Congreso, lo firmaron 22 legisladores y legisladores de un amplio arco político. Tampoco pasó mucho. Cada dos años desde entonces, al perder estado parlamentario por falta de tratamiento, se volvió a presentar, cada vez con más apoyos de diputados y diputadas. Pero nunca llegó a tener dictamen de comisiones para llevar la discusión al recinto.
Mientras, las mujeres abortábamos: alrededor de 500 mil al año, según estadísticas oficiales. Mientras, nosotras ponemos el cuerpo, y hasta arriesgamos la vida.
Recuerdo el caso de una nena de 13 años –sobre el cual escribí en este diario–, que en noviembre de 2011 murió en el Hospital Materno Infantil de Salta como consecuencia de una infección generalizada provocada por un aborto inseguro, practicado en la clandestinidad, como la mayoría. Para intentar salvarle la vida, primero se le extirpó el útero, pero luego de la operación la niña falleció por un shock séptico. La tragedia –una entre casi un centenar con desenlace fatal que se repite cada año en el país– se produjo en momentos en que en la Cámara de Diputados de la Nación se posponía una vez más la discusión del proyecto de la Campaña.
Desde que había empezado ese 2011, cada día, se habían atendido un promedio de seis mujeres con cuadros de aborto incompleto sólo en el Hospital Materno Infantil de Salta, provincia que pretende dar catecismo en lugar de educación sexual integral. En total, entre enero y septiembre de 2011 fueron 1605 mujeres, de las cuales 499 llegaron con cuadros de infecciones graves. Apenas un botón de muestra.
Las preguntas son obvias: ¿Cuánto más se va a esperar para avanzar con una legislación que meta en la legalidad a todas aquellas mujeres que hoy abortan clandestinamente, con los riesgos que esa circunstancia implica? ¿Cuántas adolescentes o jóvenes pobres más morirán por no poder pagar un aborto seguro? ¿Cuántas más se verán forzadas a enfrentar una maternidad que no eligieron?