Se lo ve tranquilo. Sentado en el mismo banco de siempre. En la plaza cercana a su casa. Debajo del árbol que ya conoce bien y que en primavera lo llena de perfume y que ahora, a fines del verano, solo le presta una brisa reparadora con el batir de sus hojas. Y se diría que desde lejos parece un hombre más. Pero no lo es. Es un hombre que está envejeciendo. Y además, y sobre todo, en este momento está pensando sobre ello. Y si uno se acercara lo suficiente podría hasta escuchar su pensamiento, más que nada en el momento justo que empieza a pensar sobre la muerte.
No hay nada más paradójico que un libro viejo. Amarillento y con un olor particular que es parte de la madera envejeciendo. Sin embargo, a pesar del olor y del color, se sabe que adentro ese objeto lleva algo valioso. Ese algo son sus letras que juntas y ordenadas arman frases, que ordenadas y juntas construyen párrafos. Que apilados forman páginas que transmiten sensaciones, ideas y posibilidades diferentes; según quién lo tenga entre sus manos. Casi igual que como un hombre. Un ser humano, en este caso un hombre, que está sentado debajo de un árbol, sobre un banco de una plaza que le es conocida, y que piensa en el paso del tiempo, en la decadencia, y por fin en la muerte.
Su cabeza cana en otro tiempo orgullosa y erguida seguramente, hoy preserva unos ojos cansados que se entrecierran sin poder soportar el torbellino de imágenes que pasan por el reverso de sus párpados. Recuerdos. Y piensa en él pero también piensa en los otros. Y se pregunta el porqué de tantas horas perdidas en el desacuerdo. Quizá con los demás pero también consigo mismo. El desacuerdo masivo de toda su vida, donde ha intentado ser lo que no es. O tal vez, mejor, mostrar lo que hubiera querido ser pero no pudo. La máscara. Y hoy ahí, con otro cuerpo, hostigado por un huracán de tiempo, con las huellas violentas de las horas vividas, con las arrugas como señales de minas explotadas, hoy ahí esboza una media sonrisa al recordar que ese cuerpo fue testigo de tantos placeres, de tantos excesos, de tantas omnipotencias, que hoy de solo imaginarlas le producen un dolor visceral que lo estaquea.
Y piensa, y se lo escucha pensar -de tan potente que, aún, es su pensamiento‑ que está cansado. Que si le pidieran describir la vejez con una sola palabra podría pedir que le dejaran decir dos: estar cansado. Y por qué no, piensa también: ¿Acaso vivir no cansa? Sí, cansa. Pero es imperioso y necesario negar ese cansancio, porque admitirlo hace más cercana la idea de la muerte.
Ahora sus párpados saltan sin abrirse del todo. Están haciendo un esfuerzo al pensar, al recordar. Y si uno pudiera acercarse un poco más, acaso a pocos centímetros, podría percibir que está pensando en Stoner, aquella novela que no le pareció muy buena, pero que describió como ninguna ‑entre todas las que le tocó leer viviendo‑ el acto íntimo, único y último de la muerte. ¡Era esto! Dice el personaje. Y él ahora, debajo del árbol, piensa y dice: será solo esto entonces. Despedirse de a poco. Como abandonando un lugar, o una persona, que se quiso mucho. Recordando lo mejor, pero, después de un rato, también lo peor de cada día, de cada momento vivido.
Será esto nomás, la despedida. No está seguro. No lo sabe.
Abre sus ojos y se sorprende. Levanta una mano pecosa y apoya un dedo en su cara siguiendo el recorrido de esa lágrima que lo asombra. Será esto entonces, se dice, pero no, debe haber algo más. Se levanta, mira el árbol y empieza a caminar pensando que todavía, aún, le pedirá que le regale el perfume en otra primavera. Y descubre, como aquél, en el próximo invierno, aún, un verano invencible.