PáginaI12 En Alemania
Desde Berlín
El Monumento de Guerra Soviético, en el Treptower Park, erigido al final de la Segunda Guerra Mundial en la entonces Berlín este, es uno de los más impresionantes de la capital alemana. Nadie que alguna vez haya estado allí puede olvidarlo, aunque más no sea por sus dimensiones, físicas y simbólicas. Tiene cien mil metros cuadrados, es un conjunto arquitectónico que en sus frescos de granito narra –al más puro estilo del realismo socialista– la gesta del Ejército Rojo que llevó a la derrota del Tercer Reich y bajo sus toneladas de piedra y de la gigantesca escultura de un triunfante gladiador soviético que preside todo el monumento yacen entre 5000 y 7000 soldados rusos que perdieron la vida en la Batalla de Berlín. Allí, cada 9 de mayo, se dirigen centenares de hombres, mujeres y niños (en su mayoría de origen eslavo) para celebrar el Día de la Victoria. Y allí se dirigió también el notable documentalista ucraniano Sergei Loznitsa, autor de algunos de los mejores trabajos del género de la última década, para registrar esa jornada tan particular. Su película, que forma parte de la excelente selección del Forum del Cine Joven de la Berlinale, se titula sencillamente Día de la Victoria, es un documental de observación y, en su obstinado silencio -no hay narrador ni entrevistas, como es característico en la obra de Loznitsa– se presta a una multiplicidad de interpretaciones.
Como en su documental inmediatamente anterior, Austerlitz, dedicado a la observación de los visitantes del campo de concentración de Sachsenhausen, uno de los primeros centros de reclusión levantados por los nazis, en las afueras de Berlín, Día de la Victoria (Den’ Pobedy en el original) prescinde de todo comentario y deja que las imágenes hablen por sí mismas. Pero si en Austerlitz la lectura más evidente era la de revelar esa nueva banalidad del mal que es el turismo, capaz de convertir en objeto de consumo hasta el memorial más grave, aquí en Día de la Victoria el resultado es otro porque son otros los visitantes: aquí no hay turistas de paseo ni guías con altoparlantes sino la población berlinesa de origen ruso que va especialmente a ese monumento para recordar a los caídos en combate, más de 70 años atrás.
Se leen listas interminables, con los nombres y rangos de los soldados muertos, suena alguna llamada fúnebre, interpretada por un niño en una trompeta torpe y temblorosa, pero lo que prevalece no es un sentimiento de tristeza sino paradójicamente de alegría. La gente es mayoritariamente joven y se dedica a cantar y bailar canciones populares del período de la guerra como las que se escuchaban en las viejas películas de los estudios Mosfilm. Se ven muchas banderas de la Federación Rusa pero también las clásicas banderas rojas con la hoz y el martillo, que finalmente fue la que se impuso a la cruz gamada nazi. Que toda esa algarabía popular sea en un cementerio memorial no deja de ser una rareza, por más que se esté celebrando el Día de la Victoria.
Más peculiares aún son los personajes que registra la cámara de Loznitsa. Además de las mujeres con sus trajes típicos de las distintas regiones de sus ancestros, lo que predominan son las tribus urbanas de motoqueros rusos, en particular la más numerosa, identificada en sus obvias camperas de cuero negro con su nombre, en perfecto inglés: The Red Wolves. Si no fuera porque en ese contexto parecen inofensivos, esos lobos rojos que remedan a los clásicos Hells Angels californianos podrían meter miedo. Tampoco tranquiliza ver a algunos de los visitantes con remeras celebrando la figura de Putin como si fuera una estrella de rock.
Pero más allá de estas curiosidades, lo que le da a Día de la Victoria su densidad dramática es el permanente contraste de estas imágenes –tomadas por la cámara siempre atornillada a un trípode, en las antípodas de los reportajes televisivos con sus chapuceras cámaras al hombro– con las imágenes del memorial en sí. Los grandes planos generales a cargo del gran fotógrafo mexicano Diego García (que viene de colaborar con el tailandés Apichatpong Weerasethakul en Cemetery of Splendour), auténticos frescos constituidos por una multiplicidad de rostros, dialogan a su vez con los frescos tallados en granito del memorial, con esos soldados crispados por la guerra y esas mujeres sufrientes por la suerte de sus hijos. Es la historiografía oficial soviética examinada a la luz de sus actuales descendientes, en una ciudad como Berlín, todavía atravesada por las grandes tragedias y contradicciones del siglo XX.
Otra estupenda película que ofrece el Forum del Cine Joven es Grass, la nueva realización (y van…) del director coreano Hong Sang-soo, tan prolífico que el año pasado presentó un largometraje en competencia aquí mismo en la Berlinale y otros dos en distintas secciones del Festival de Cannes. Ahora Hong vuelve a Berlín con un film que perfectamente podría haber estado en concurso oficial, pero que se lo brindó casi a modo de ofrenda al Forum, por su permanente compromiso con el mejor cine. Como en casi todos los films de Hong, en Grass hay gente que come, que bebe, que ama, pero sobre todo que habla: sobre sus dudas, inseguridades, conflictos y proyectos. ¿Será Hong el Bergman contemporáneo?
Más de un cinéfilo arqueará las cejas en señal de sorpresa o desacuerdo, pero si hay un film que permite al menos formularse esta pregunta es Grass. Se trata aquí de constatar lo que ya era muy evidente en el film inmediatamente anterior de Hong, El día después, estrenado en diciembre pasado en Buenos Aires: el director coreano es un excelente “dramaturgo cinematográfico”, como se decía de Ingmar Bergman. Filma a un ritmo equivalente al del maestro sueco, que en los años ‘60 supo ser también muy prolífico; trabaja siempre con una misma troupe de actores y técnicos; tiene desde hace ya varios films una actriz que es a la vez su musa y su compañera (Kim Min-hee), a la manera en que Ingrid Thulin o Liv Ullmann lo fueron para Bergman; y las “escenas de la vida conyugal” son materia frecuente de ambos directores.
En Grass más que nunca, porque a falta de una hay cuatro parejas. Reunidas alternativa o simultáneamente en una misma, íntima cafetería, apta para las confesiones, resuelven o profundizan sus diferencias en largas sobremesas donde el café va siendo reemplazado por el soju, como es costumbre en Hong. A esos ocho personajes hay que sumarle un noveno, una joven solitaria (de nuevo Kim Min-hee), que sentada a una mesa vecina escucha las conversaciones y vuelca parte de ellas en su computadora portátil, como si fuera el alter ego del director. Que la mayoría de esos hombres y mujeres sean gente del mundo artístico (escritores, actores, cineastas) y que un preocupación recurrente en ellos sea la humillación viene a reforzar esta temeraria asociación con Bergman, que el despojado, abstracto blanco y negro no hace sino acrecentar. ¿La gran diferencia? No se trata solamente de culturas diametralmente opuestas. En el cine de Hong siempre hay algo que inexorablemente faltaba incluso en las comedias de Bergman: humor.