Desde San Clemente del Tuyú
En Punta Rasa, a 10 kilómetros del centro de San Clemente del Tuyú (la más cercana a Buenos Aires de las localidades balnearias argentinas), se unen los extremos como en pocos lugares del planeta. Es que ahí convergen el Río de la Plata con el Océano Atlántico, ahí se unen el agua dulce con el agua salada. Pero no es el único encuentro: en esa playa kilométrica y plana también se topan cara a cara la sabia y salvaje naturaleza con la ignorancia humana más insolente.
Mientras decenas de aves migratorias usan este páramo donde nace oficialmente la Costa Atlántica para tomarse un descanso de su largo peregrinaje entre el norte del continente y el sur patagónico, otras decenas de desplumados hacen sus propios viajes, solo que en moto y a toda velocidad, avanzando rampantes entre humedales con el ruido de sus motores, ante la desesperación de los bichos que agitan sus alas o patas para no morir aplastados bajo ruedas granuladas.
Muchos vehículos llegan desde un serpenteante camino rural que conduce hacia ese playón, literal, de arena plana y sólida. Por eso los turistas se animan a encarar con el auto para entrar y hacer rancho. Lo que ignoran es que la marea, como todo lo que baja, luego sube. Entonces, claro, los autos se quedan. Y aparece otra especie autóctona: el lugareño, quien pela uno de los negocios más rentables del verano. El conocimiento. Es que no cualquiera sabe cómo sacar a un vehículo a punto de ser tragado por el agua, y lo que cuesta (saber), vale.
Es común ir a Punta Rasa y escuchar una estridente música. No son los albatros ni las gaviotas incursionando en la creación artística sino unos parlantes que vomitan sonidos incendiados desde Termas Marinas Park, lugar con nombre en spanglish, piletas de aguas calientes y, en el medio, el Faro San Antonio, bello vigía centenario hoy privatizado por este emprendimiento.
En la playa abundan caracoles, cangrejos, boludos acelerando en cuatriciclos y muchachones haciendo kitesurf, última adquisición de la familia náutica. Un deporte que crece con el rudo viento sudeste, que atrae a surfistas pero repele a kayakistas. Información que tal vez no dominaba Marcos Tabarcachi, un policía jujeño de 29 años que desapareció tras entrar al mar con una canoa. Era la primera vez que usaba un kayak y es curioso que alguien que se gana la vida diciéndoles a los demás qué hacer y qué no, no haya sido capaz de hacerlo consigo. Por suerte fue encontrado vivo dos días después, mar adentro, tras un cinematográfico despliegue de aviones y helicópteros para su búsqueda, ahí mismo donde no queda claro si el agua sabe a dulce o a salado.