Hace poco menos de 17 años, orillando lo que sería la explosión social de diciembre de 2001, el desempleo había trepado casi al 20 por ciento. Los años que precedieron al sacudón final de la convertibilidad habían forjado tasas de desocupación tan altas que los especialistas en mercado laboral señalaron el peligro del desaliento: el efecto de buscar trabajo hasta el hartazgo y, ante el fracaso, dejar de hacerlo. Entre los jóvenes, la situación era particularmente cruda y el desempleo llegaba al 34 por ciento. En los años siguientes mejoró el panorama, pero el desempleo juvenil se mantuvo entre los más altos de la región. Es que, si bien es una constante en el mundo, Argentina sostuvo índices altísimos, en torno al 17 por ciento, y llegó a 2018 con más de un 25 por ciento de desocupados en la juventud. Pero aunque pasaron años de contrataciones precarias –especialmente en el empleo público– y de trabajo no registrado –en negro–, no había habido una ola de despidos como la actual, que además viene ayudada por la facilidad para despedir bajo la no renovación –o recisión– de contratos eventuales que cumple el sueño del secretario de Empleo, Miguel Angel Ponte, quien hace un año pidió que contratar y despedir fuera "como comer y descomer".
Los despidos calculados por el Centro de Economía Política Argentina sumaron cerca de 3500 en diciembre y otros 7000 en enero. Casi dos tercios de ellos fueron en el sector público. Son un marco general que contiene, por lógica, a la juventud. Lo particular es que se trata de la primera gran crisis de despidos y de sensación de falta de perspectiva para una generación que, laboralmente hablando, salió al mercado después de 2001.
Desde la CTA señalan que cerca del 65 por ciento de los despidos afecta a la juventud. Cuando no es el principal sector afectado es porque se despidió a todos. La pueblada de Azul, donde el Estado decidió cerrar una de las cuatro plantas de Fabricaciones Militares, expuso que hay despedidos de todas las edades. El problema es que cuando se cierra una fábrica que afecta a casi toda la población, la perspectiva para las generaciones futuras es desoladora. El Instituto Nacional de Tecnología Industrial es un caso síntesis. Pensado como motor industrial argentino, cumplió 60 años en diciembre: lo celebraron con 250 despidos sobre una planta de 3000 trabajadores en todo el país. El polo industrial de Campana, entre otros, también tuvo su cimbronazo anual. Cada verano, las empresas contratan precaria y temporalmente a jóvenes locales para cubrir huecos, como los eventuales en industrias fueguinas o los trabajadores golondrina en las cosechas de todo el país.
También están los despedidos de la secretaría de urbanización de la Villa 31, donde fueron cesanteadas 10 de las 65 trabajadoras sociales encargadas del vínculo y trabajo en el barrio, proyecto emblema del macrismo. Y los más de 50 entre los medios públicos locales y nacionales, más los de la Anses, el Hospital Posadas, el SENASA y diferentes industrias: al menos cuatro de cada cinco despidos en el sector privado corresponden a la rama industrial.
Desde la planta del INTI en la General Paz, Pedro Prina explicaba que el foco de despidos está en el activismo joven y aquellos sectores con contratos precarios que cayeron en la volteada. Los quitan, según observan los trabajadores, para privatizar y entregar negocios que allí desarrollan, y para tercerizar un sector de seguridad y limpieza. La mayor parte son jóvenes y llegan hasta los 40 años. Muchos profesionales –como él, que es químico– que van a trabajar siempre y no tienen manchas en sus legajos. Es el mismo perfil de despedidos que en la secretaría de Integración Social y Urbana que comanda Diego Fernández en la villa 31: jóvenes, activistas y precarizados.
Muchos de los despedidos estaban bajo modalidades por las que no se les reconocían aguinaldo, vacaciones ni incluso una indemnización reparatoria. La indemnización contempla un derecho a resarcimiento por daño material pero también hay fallos jurídicos que avalan el reclamo de un daño moral y otros que hablan de daño o interrupción de un proyecto de vida. Es especialmente relevante en la juventud, ante un mundo que se dice receptivo a los sueños y deseos, pero que a su vez exige recorte, ajuste y precarización.
En ese sentido, la reflexión del filósofo italiano Giorgio Agamben hace unas semanas, durante una entrevista en La Nuova di Venezia, es muy intrigante: aunque hablaba sobre el turismo y el colapso de la ciudad moderna a partir de su experiencia en Venecia, uno de los pensadores más destacados de la actualidad indicaba que la nuestra es una sociedad dispuesta a sacrificar a sus hijos; capaz de obligarlos a trabajar gratis, en forma precaria y de ningún modo bajo la lógica del aprendizaje y el ascenso social.
No quieren ni que estudien ni que trabajen
Actualmente, el Gobierno tiene en marcha algunos planes –unos heredados, otros reformulados– pero una realidad más contundente: en materia de política laboral hacia la juventud ha destacado los planes para incentivo y ayuda a empresas, y pocas veces se ha enfocado en la formación. El convenio –luego caído– con Mc Donald's y la ley cajoneada de primer empleo dan cuenta de ello.
En el debate sobre los modos de combatir el desempleo joven hay dos vertientes: enfocarse en ellos y sus capacidades o enfocarse en los empleadores y sus necesidades. Y ambas se cruzan. Adecco, empresa referente en todo el mundo en consultoría sobre Recursos Humanos, realizó en 2017 una encuesta a más de 20 mil argentinos de entre 18 y 24 años, de la que resultó que el 60 por ciento de los jóvenes ve a su edad como un problema para conseguir trabajo, y el 89 considera que tener una experiencia laboral previa es determinante.
La edad es condicionante de la trayectoria laboral de los jóvenes. Y el origen social también, así como el género y el nivel de formación. Lo concluyen estudios de organismos internacionales y también del Observatorio de la Deuda Social Argentina, de la UCA. Analizando el período 2010-2016, en una ponencia revelaron que los jóvenes tienen un 97 por ciento más de chances de ser precarizados y, entre ellos, las mujeres en un 61 por ciento más que los hombres. Y cuando no terminan el secundario, para ambos sexos, es un 136 por ciento más probable que sean precarizados.
El costo de vida es otro punto saliente de la precarización: ha subido a paso firme y, por ejemplo, el alquiler –quizás el mal predominante entre la juventud– se lleva entre el 30 y el 60 por ciento del salario, según un estudio de la UMET de mediados de 2017. En este contexto, la existencia –o no– de planes oficiales para paliar la brecha de riqueza y acceso de los jóvenes es clave. La investigadora y abogada (UBA) Micaela Figueredo –candidata a magíster en Políticas Públicas por la Universidad Torcuato Di Tella y con un trabajo vinculado al desempleo juvenil– explica que la evidencia demuestra que los planes de empleo juvenil que hacen foco en la formación y terminación de estudios tienen impacto positivo.
Sobre este eje, un informe reciente del CEPA muestra que, entre su implementación y la actualidad, el Progresar perdió la mitad de su valor, mientras mantiene cantidad de participantes (737 mil en 2017). Y acaban de anunciar la renovación mediante Becas Progresar. Es decir que cambia de un ingreso mínimo asegurado a una beca atada a rendimiento, reemplaza otras preexistentes, deja de ser universal y se paga 10 en lugar de 12 meses. En términos económicos y según reconocimiento oficial, es un recorte de 362 mil becas. El discurso del fomento a la formación choca con los datos.
También se anunció con bombos y platillos la Secundaria del Futuro, acunada en el ministerio porteño de Educación. Se supone "a la alemana" –donde promovían la reinserción del viejo aprendiz medieval en las fábricas– e intenta integrar a los alumnos a un sistema de pasantías no remuneradas. Figueredo es contundente: "No hay evidencia de que, tal como está ideado para la CABA, traiga beneficios a los estudiantes de esos colegios secundarios".
La insoportable inevitabilidad del cuentito
Otro eje sobre el desempleo es su supuesta inevitabilidad: los que sostienen esta idea dicen que la tecnología y la automatización están acabando con el trabajo humano y que los jóvenes no tienen la formación requerida. Por eso, dicen, la reforma laboral es inevitable. Pero descartada la reforma general por las resistencias, se pasó a un cambio por convenio y se busca instalar la figura del "aprendiz", que ya rubricó el gremio ferroviario: un rubro degradado para los que ingresan por primera vez al trabajo y que cobrarán la mitad del salario. Se busca flexibilizar los convenios "para mejorar costos laborales y la competitividad". Sus defensores insisten en que es inevitable como el fin del trabajo humano.
En un informe publicado en el suplemento Cash de este diario, hace pocas semanas el profesor y sociólogo estadounidense William Robinson daba por tierra con esas ideas. Informaba y explicaba que la digitalización global –que no es otra cosa que un intento de la clase capitalista por sostener sus ganancias con nuevos negocios– hace caer empleos tradicionales, pero crecen, a su alrededor, otros nuevos trabajos regidos por la precariedad. En ellos hay jóvenes sometidos, a partir de la llamada cuarta revolución industrial, la internet de las cosas y el fin del trabajo, a una labor eventual, mal paga y cada vez más flexibilizada. Y eso es expansivo a nivel global más allá de que eventualmente Alemania haya votado la jornada laboral de seis horas, mientras que Brasil aprobó, apenas unos meses antes, una reforma laboral tildada de esclavista por vastos sectores.
La discusión sobre el fin del empleo humano atrasa y oculta el verdadero eje: qué producción se hace, mediante qué trabajo y para qué sociedad se produce. Hace más de 20 años, Jeremy Rifkin publicó El fin del trabajo y si bien la tendencia a la destrucción de empleos a nivel global no cesa, también han ido creándose empleos en otros rubros. Rifkin hoy es un divulgador que promueve la idea de que el capitalismo caerá ante una economía colaborativa.
Un detalle local: a mediados de 2017 hubo en Argentina un encuentro entre empresarios y académicos internacionales –del MIT, por ejemplo– organizado por Techint. Allí, quienes suelen advertir sobre la inevitabilidad o naturalidad de los despidos, descartaron que exista tal cosa como el fin del trabajo, que la humanidad tiene capacidad de innovar y que en Argentina hay tres focos de tensión que limitan avances: el sindicalismo, el empleo público y los costos. Vaya casualidad, los principales focos que ha atacado el Gobierno aduciendo su inevitabilidad. Es que, una vez más, todo queda reducido a quién sacará provecho de la revolución tecnológica y quién se beneficiará con las reformas laborales en curso.