¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,

la vaga erudición, la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes,

los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?

Jorge Luis Borges

 

Lo bueno de dedicarse a pensar es eso, vivir en la mente. Un mundo  manipulable y esquivo en caso de emergencia. Construir paraísos neuronales para mantenerse a salvo. Cuando cumplió los treinta, después de llorar a granel por el tiempo perdido, se determinó a empezar de nuevo. Vida nueva, vida sana, vida sencilla. La inteligencia se convertiría en su mejor aliada; y la cabeza, en la arquitecta de su existencia. Fue necesario, antes, levantar algunos muros y cavar trincheras.

Sin embargo, las últimas noches pusieron en jaque su teoría. Sueño liviano, pesadillas, contracturas nocturnas. Dolor de cuerpo (le duele una mujer en todo el cuerpo, abismal).

La inquietaba soñarse, ya por tercera vez, desdentada. Era ríspidamente perturbador asistir al desprendimiento masivo de molares, premolares y dientes de una misma y no poder hacer nada, aunque irrumpiera la conciencia del sueño. Las encías expuestas solían provocar afonía: tampoco había voz para pedir ayuda. No sabía si había buscado mal, o eran imágenes  sin nomenclar, pero nada decía Freud al respecto en La interpretación de los sueños. La falta de explicación la perturbaba aún más.

Había otro sueño recurrente: subía al escenario y a punto de salir se daba cuenta de que no sabía la letra. Buscaba desesperada, en bambalinas, entre sus compañeros, alguien que le prestara un texto para esconderlo y espiarlo, pero la complicación nunca se resolvía con éxito.

La asustaba que el universo onírico se confabulara en su contra, que no poder descansar y soñar ese tipo de cosas la volvieran como antes. Con ingenuidad añoró los tiempos en que soñaba que sonaba el despertador, se levantaba y se iba a la escuela, mientras seguía durmiendo: "El deseo de dormir mantenido por el yo consciente y que, con la censura onírica, constituye la colaboración de dicho yo en el soñar, debe, por tanto, ser considerado en todo caso como motivo de la formación de sueños, y todos y cada uno de éstos son realización del mismo. El soñar sustituye a la acción, como por lo demás ocurre a menudo en la vida" (¿Existen otros sueños que los de deseo o acaso sólo existen sueños de deseo?)

La situación se volvía un laberinto vicioso: dormir poco y mal le regalaba un cuerpo doliente y una mente somnolienta, vaga, poco lúcida. Se veía obligada a sentirse ampliamente, en su imposibilidad de capturar el mundo y los días con la cabeza. La vida perdía nitidez, se derretía como los relojes de Dalí, se desmantelaba. Temió la locura y sospechó que algo más que el insomnio estaría sucediendo. Pensó en viajar para huir de sí.

Sentirse viva en tantas dimensiones a la vez es insoportable. Ni siquiera duele. El cuerpo ahí, enorme, hipersensible, hipersensitivo, crece. Como si se diera a luz a sí mismo, en una atmósfera de calor incendiario que lo hace arrepentirse de haberse parido. La carne domesticada, adobada por las sombras de la razón, estalla como de repente, se dibuja en el espacio tridimensional con esa forma, ese olor, ese temblor en el pecho. Martillan los peces que se asfixian en el caudal sanguíneo, como si hubieran crecido tanto que ya no pueden nadar, ni a favor ni en contra de la corriente.

El cuerpo presente que se borra de a partes, como los dientes en el sueño. Ahora no siente las manos. Ahora, se le durmieron las sienes. Finalmente, estallan los ojos. Se vuelven pesados los párpados. Giran los globos ausentes y miran para adentro. El aire entra más lento y sale más ruidoso. La mente se muda de sitio, y en su lugar hay una pared blanca, descascarada, en la que se proyectan durante  un momento infinito, películas que a veces no quisiéramos ver.  Se evita, imposible, una única imagen rumiante: la caminata en reversa de alguien que separa el cuerpo del suyo. El cuerpo presente en una dimensión amarga como de pomelo verde. Pútrida. Suena a rompiente interminable. Lija la piel y tiene el color del devenir.

La madrugada le devuelve aquella fragancia pinchuda que la despierta. A través del mosquitero de la ventana entornada se asoma el horizonte, una melodía estampada en la noche. Acerca la oreja a la abertura, deseando otra vez ese murmullo transparente que la guarece. Pero en cambio, arriba con furia un minúsculo silencio cremoso que la ahoga.

El calor empalagoso y el oscuro ronrroneo apenas le permiten permanecer sentada en el catre tijera de lona verde.

No entiende qué hace despierta. No sabe si la llamaron o soñó que la llamaban.

Permanece rígida, para que la humedad agria de la noche sueñera no cale más hondo.

Un estruendo ácido la separa del sopor. Dirige nuevamente los ojos ausentes a través de la ventana. Se ilumina la lejanía con el tajo de un relámpago. Un barullo marrón, ríspido, poderoso.

Por fin lloverá, piensa.

Y vuelve a acostarse.