Mamita querida, me hubiera gustado empezar esta carta con ese apelativo cariñoso. Me pregunto si en algún momento de tu vida matrimonial, que fue un teatro armado por tu propio padre y en el que terminaste secuestrada creyéndote libre, pensaste con ternura en tu hijo maricón, en mí, al que una y otra vez te hubieses negado a abortar. Pero quisiste que me fuera, porque siendo pro vida, mi vida no era digna de amor. Llegaste a agradecer mi destierro a través de la voz de papá. Esa voz era más el síntoma de tu secuestro que de mi desgracia.
Cuando allá por los años sesenta tu vida comenzaba a ser copy paste de la Sagrada Familia, este niño error se abrió pasó entre tanta maravilla doméstica bendecida por la sacristía. Bello, aterciopelado, rubio, gracioso. Pero, de pronto, en la escena de tu pesebre conceptual el demonio metió la cola y vos, que militabas como San Ignacio de Loyola contra el aborto con un feto de hule como espada y un Código Penal añejo como cruz donde clavar mujeres libertarias, te fuiste dando cuenta de que tu hijo era una mariquita fuerte. Ni qué decir aquella tarde en que volviste a casa de improviso y tuviste que arrancarle el corpiño push up y los tacos pícaros con los que cada tanto seducías a papá. Que toda mujer tiene la obligación de mantener el deseo del varón, pues por naturaleza llevan la carga afuera, pesada, incontrolable y maquinal. Que esa era la razón de la lencería que había encendido los ojos del niño maricón. Una madre católica debiera saber a qué riesgos expone a la familia con esas prendas que sobresalen de la cómoda.
Ahora que nos encontramos de nuevo de casualidad, después de varios años de no verte, quise preguntarte porqué alguien como vos, que esperaba una prole inmensa, decidió dejar hundido en mi entraña el feto de hule de tu melancolía. Cómo alguien como vos, que hasta el día de hoy viraliza videos psicóticos contra el austero protocolo sobre abortos permitidos, me dijo en una navidad ebria que si hubiese sabido que ibas a dejar encharcada la dinastía con un puto salido de tu vientre, hubieras retorcido el cogote del recién nacido (porque los fetos son sagrados) y depositado el cadáver en el altar del Padre, que era la cama nupcial donde él, hasta que la próstata lo venció, supo hacerte una mujer de verdad, de esas que no precisan mencionar el clítoris, porque el clítoris es cosa del hombre y no un órgano con su nombre. Hablabas a través de mi padre.
Te debés acordar cuando el tipo dijo que una trans que reasignaba su sexo cometía una atrocidad contra la naturaleza, una ablación monstruosa, que en eso acordaba con el Santo Padre. Pero cuando le mencioné la ablación del clítoris de niñas en algunos países, medio como se encogió de hombros (si el clítoris es un invento de las feministas). Le gustaba mucho encogerse de hombros y cogerse a las empleadas. Te lo digo de mala que soy, para lastimarte porque el feto de hule se me volvió resentimiento y no puedo abortarlo ni parirlo. Lo llevo adentro como un tumor de piedra que no admite raspaje. Tu melancolía fue mi vía crucis… ¿te gusta la figura que elijo, tan pascual?
Así que en la Sagrada Familia Fallida hubo un cadáver imaginario, el mío, que fue dado en sacrificio. Decías que Dios te recompensó con otros dos hijos normales y bien casados. Ayer, te cuento, fui a la Marcha por el Aborto en la Plaza Congreso con la fantasía de quitarme de las entrañas el feto de hule. No existe figura penal que me condene si lo largo. Porque lo mío es un embarazo psicológico producido por unos padres que me negaron sin poder desheredarme. Los abortos psicológicos no son castigados por la ley escrita patriarcal. Pero los de esas mujeres que protestaban ante esa urdimbre legislativa que ya no pueden acallarlas, pueden morir de verdad, pueden ir presas de verdad, solo por tomar posesión de sus propios cuerpos y del destino de sus vientres.
Ayer me sentí hermanada en el aquelarre. Aunque no soy víctima como ellas de prohibiciones aberrantes, siento que mi cuerpo de marica también me fue arrebatado los días de la infancia. Que tuve que irme al exilio para transformarme en lo que ya sabía que era. Sin embargo, mamá, sigo todavía grávida del feto del estigma, inoculado por ustedes en aquellos tiempos ya tan lejanos.