Mucha gente se queja de que tiene una vida rutinaria. Sin embargo, no existen ni existirán en la vida de cada uno de nosotros dos días iguales, ni siquiera dos horas iguales. Estamos inexorablemente condenados al cambio. Lo que nos sucedió nunca más se va a repetir en nuestras vidas del mismo modo: podrá ser parecido, pero nunca igual. No obstante, lo que llamamos rutina, por lo general, no contempla las pequeñas diferencias. Poder apreciarlas es un indicador de la riqueza espiritual de la persona. En otras palabras: la sensación de rutina es mayor en los individuos vacíos.
Lo que suele ser inamovible en el rito cotidiano de alguien es la estructura de horarios y lugares, pero el contenido va variando: lo que ocurre es que habría que poder apreciar y valorar ese cambio. Si realizamos una analogía con los diarios, podemos constatar que tienen todos los días la misma estructura gráfica, la misma forma. Sin embargo, el contenido cambia cada jornada: las notas políticas, policiales, sociales y deportivas, entre otras, poseen una ubicación y un tamaño preestablecidos, pero día tras día se modifica lo que dicen. A nadie se le ocurriría dejar de leer el último periódico por considerarlo rutinario con respecto a los anteriores. Pero esto es lo que suele ocurrir en la vida cotidiana de muchas personas, debido a que la estructura de sus vidas les hace perder de vista el contenido. Es decir: los mismos horarios, actividades parecidas, recorridos similares y otras semejanzas les eclipsan la diversidad de los contenidos, especialmente en el nivel de las vivencias más sutiles ‑aunque no menos importantes‑. En un mismo trabajo, todos los días suceden cosas distintas, como el arribo de nuevos clientes, alguna reacción insólita de alguien, imprevistos o situaciones inéditas. Además, el ánimo de los compañeros de trabajo o de los otros individuos con los que nos relacionamos no permanece inmutable: basta un cambio en alguien para que el contagio se expanda a los que lo rodean. También está en uno ser promotor de modificaciones, ya sea en la forma de encarar el trabajo, en los temas para charlar durante los momentos de relax, o en otros asuntos.
La persona superficial que no tiene mucha imaginación ni creatividad, quizás se siente rutinaria, aunque haga todos los días cosas diferentes. Es más: algunos requieren una formidable y constante estimulación, con entretenimientos o novedades, para no aburrirse, o tal vez para no enfrentar el vacío interno, que suele ser la madre del borrego.
Como vimos, dicho vacío existencial constituye la fuente principal del aburrimiento, y también de malestar y enfermedades. Y aquí viene lo más grave: sería el propio sistema consumista y depredador del medio ambiente, el mismo que adoptamos como un modo cultural de vida, el principal saboteador de nuestra riqueza interior. En tal caso, dependemos de los fascinantes fetiches de consumo, y de la efímera sensación de completitud que nos producen.
Sin embargo, también podemos sentir la belleza de nuestra singularidad. Así jerarquizada, ella podrá poner a nuestra disposición su orientadora y persistente fuerza. Es esta opción la que escasea en nuestros días. En general, el hombre occidental no se entrega, no se compromete, y paga un duro precio: no poseer un deseo definido que oriente e impulse su accionar desde adentro. Eso le ocurre porque ha confiado más en su razón que en su intuición, porque llenó de requisitos su manera de desear, a tal punto que casi atrofia su deseo.
* Psicoanalista. Escritor. [email protected]