1. ¿Para qué sirve el psicoanálisis? Yo creo que para muchas cosas, pero hay una que, en particular, me parece importante: para aprender a estar en pareja.
Muchas personas se quejan de que están solas, de que no encuentran con quien estar y, después, cuando se encuentran con alguien, no pueden sostener el vínculo. Pueden ponerse de novios, pero el noviazgo –ya lo decía Kierkegaard– es fácil: alcanza con que el otro te guste; un novio es para salir, ir a un lugar u otro, pero después regresar a uno mismo; una pareja, en cambio, es un “nosotros” al que volver, la capacidad de elegir con el otro, de incluirlo en las propias decisiones. Esto es lo que los analistas llamamos “castración”.
Muchas personas están de novias durante años, o transitan varios noviazgos, sin estar nunca en pareja; lo mismo les pasa a personas que incluso se casan, porque el matrimonio tampoco implica vivir en pareja; muchas personas que viven juntas intercambian, negocian, organizan la agenda (hoy yo hago esto, vos mañana lo otro) y se olvidan del tiempo compartido, ese tiempo que no es de uno ni de otro, sino un tiempo que se parece mucho al de la infancia, al del juego que destituye el yo, al que se vuelve a partir de un olor, una mirada, una voz.
2. Después de leer varios libros sobre terapia de pareja (de diferentes orientaciones), hay dos presupuestos que nunca aparecen explicitados y, sin embargo, me parecen problemáticos: 1) la idea de que una pareja padece por “problemas de comunicación”, como si hubiera un ideal comunicativo (de transparencia) a alcanzar y que implicaría un “vínculo sano”; 2) la idea de que una pareja intercambia, negocia, etc., una especie de aplicación a la vida erótica de un modelo empresarial, la reducción del amor a un workshop, a una reunión de CEOs o emprendedores liberales. Del primer presupuesto se desprende la noción de un terapeuta que distribuye la palabra, dosifica en una posición de espectador neutro u objetivo, un mero técnico o especialista; del segundo, la noción del terapeuta como un mediador, un couch, un maximizador de rendimiento.
Son dos perspectivas muy complicadas, que encubren con pseudo-cientificidad lo que es una orientación adaptativa y moral. Sin la idea de un conflicto constitutivo, fundante de todo “nosotros”, no hay psicoterapia de pareja que no termine en un cálculo de conveniencias, pros y contras. El problema es que este tipo de razón instrumental no decide ninguno de nuestros actos. Este límite, esta diferencia entre la razón y el acto es el deseo, motor principal de la unión entre personas. ¿Cómo pensar la pareja, entonces, sin dejar afuera el deseo, que es conflicto, que es paradoja, que es pérdida?
3. Hay un funcionamiento de pareja que corroboré en varios casos. Me refiero a la situación en que uno de los dos atraviesa una situación difícil y el otro quiere acompañarlo, pero lo hace de una manera en la que asume el dolor de aquél como algo propio. Es una coordenada que suele aparecer cuando hay enfermedades, pérdida de trabajo, en fin, cualquier experiencia que simbolice una castración. Este acompañamiento a veces tiene un costado altruista, sacrificial, la empatía se vuelve una forma de sufrir con el otro. Eso implica suponer una identificación en la que el otro se hace cargo de la parte castrada de aquél. Un ejemplo: la pareja del diabético que deja de comer dulces. “Para no tentarlo”, puede ser que diga, y la frase es elocuente porque denota un deseo reprimido. Esto demuestra que la identificación se sostiene en una actitud culpable y que, por lo tanto, se resuelve con un autocastigo. Sin embargo, este aspecto es el menos importante, interpretarlo sería inútil; lo que importa es el efecto que produce en la relación, porque esta identificación restringe la posibilidad de ser una fuente derivada de placer para el otro. Otra vez el ejemplo del diabético: se olvida que ver comer a otro puede ser un placer (de la mirada) en el que recuperemos lo perdido a través de dárselo a otro. De esta forma, la relación se empobrece, porque no admite la gratitud. La identificación, entonces, encubre un deseo envidioso proyectado.
La otra cara de esta proyección es la introyección de la angustia del otro, funcionar como depósito de la angustia del otro, lo que lleva a que éste no se pueda angustiar porque uno se angustia. El resultado es conocido: quien padece termina consolando a su acompañante. Esta dinámica vincular es común en ciertas parejas, pero también entre padres e hijos (que también son parejas) y lleva al resentimiento, el agobio y la muerte simbólica de la relación. Es expresión de lo que podría llamarse “superyó de pareja”, si es superyoica toda idea que detiene la experiencia.
4. Hay un paralogismo propio de las relaciones de pareja: la idea de que algo podría haber sido menos ofensivo o insidioso si se lo hubiera dicho de otra manera. “El tema son los modos”, se dice a veces con evidente paradoja, porque así no sólo se dice que el problema es el estilo, sino que el contenido es la forma: “Si me lo hubieras dicho con cuidado, no tan brutamente”. Sería interesante analizar esa queja que busca una forma “mejor”, el pedido de que “me trates suavemente”. Así las parejas no dejan de ser una figura de la estética del siglo XVIII con la pretensión de separar forma y contenido.
Una pareja es un choque de formas, cuyo único contenido es la diferencia que producen; una transformación que deviene o que se fija paranoicamente. Una pareja es la de la orquídea que aparenta formar una imagen de abeja, devenir-abeja de la orquídea que Deleuze seguramente tomó del primer libro de psicoterapia de pareja que dice algo importante (“Sodoma y Gomorra”, el cuarto tomo de En busca del tiempo perdido, en el que mientras piensa la polinización de las flores, el protagonista ve el escarceo en el encuentro entre Charlus y Jupien); otra pareja es la que se hace tierra infértil, infecundable, la pareja que aspira a la forma pura: el metalenguaje, la pareja que sólo habla de la pareja.
5. “No me respondiste lo que te pregunté”, me dijo ayer un amigo cuando no le respondí lo que me preguntó. Luego le dije que esa frase es típica de las relaciones de pareja cuando entran en fase paranoide. “La estructura pregunta-respuesta destruye toda relación”, le dije mientras pensaba en algo que cuenta Zizek en su libro sobre Deleuze: que cada vez que el tipo escuchaba la palabra “argumentemos”, se levantaba y se iba.
Algo parecido hacía Lacan: me acuerdo de una secuencia en una clase de un seminario, en la que Miller le pregunta por algo que dijo y Lacan responde cualquier cosa. Entonces Miller repite las mismas palabras de Lacan y éste responde “Yo nunca dije eso”. Es la diferencia entre el dicho y el decir, por eso no tiene mucho sentido citar a Lacan, hacer exégesis de frases, andar corriendo a los amigos con citas literales, si no se tiene en cuenta el decir. Decir “Lacan dice” es una paradoja performativa. De la misma manera que, para Deleuze, el debate de argumentos no se puede separar del pedido fascista de explicaciones (lo que no quiere decir que no haya argumentos deleuzianos, el problema es la estructura “los tuyos contra los míos”, a ver quién tiene razón). Todo esto pasa también en la vida en pareja, como cuando se dice “pero vos dijiste” y se sacan conclusiones de los dichos del otro (obviamente con intención tendenciosa), cuando se le quiere hacer decir al otro lo que uno no se anima a decir, cuando se cree que “somos esclavos de nuestras palabras” (idea horriblemente despótica) en lugar de producir juegos de lenguaje, nuevos idiomas, voces inéditas para el amor que, como tal, es una literatura menor.
* Psicoanalista, Doctor en Psicología y Filosofía por la UBA. Coordinador de la Licenciatura en Filosofía de UCES. Este artículo reúne fragmentos del seminario “Los que aman, odian”, dictado en el mes de enero en Buenos Aires, de próximo dictado el 28 de febrero a las 19 en Centro Dos.