La gran favorita del Oscar con 13 nominaciones, ganadora de dos Globos de Oro, tres premios Bafta y varios de las asociaciones de profesionales del cine y de críticos de los Estados Unidos, La forma del agua representa la consagración definitiva del mexicano Guillermo del Toro en Hollywood y, sostenido por esa plataforma, en el mundo entero. Producción ciento por ciento estadounidense (como lo habían sido ambas Hellboy, Titanes del Pacífico y La cumbre escarlata), La forma del agua significa para Del Toro lo mismo que en años recientes fueron Gravity para Alfonso Cuarón y Birdman para Alejandro González-Iñárritu, completando el ingreso triunfal a Hollywood de lo que podría llamarse “los tres amigos”. En relación con su obra previa, La forma del agua representa un regreso de lleno de Del Toro a mundos propios, luego de dos películas (las últimas nombradas) algo tangenciales.
El de Del Toro es, en sus obras más logradas, un arte del recortado y pegado que, al contrario de querer disimularse, se hace visible. Esto es notorio en sus dos films más celebrados a la fecha, El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), que en buena medida pueden considerarse un díptico. En ambos, en medio del film histórico codificado (el de Guerra Civil en el primer caso, el de persecución y caza de los últimos guerrilleros republicanos en el otro) cae y se implanta –de modo semejante a como se clava esa bomba gigante, en el patio del colegio de El espinazo del diablo– el film de fantasmas en El espinazo del diablo, el fantástico-maravilloso en El laberinto del fauno. En este sentido, La forma del agua podría tomarse como tercera parte de una trilogía. ¿La trilogía de los pobres monstruos? Ahora se traslada del centro de España en los años 30/40 a la ciudad de Baltimore en los primeros 60, plena Guerra Fría y consecuente paranoia antisoviética en los Estados Unidos. La bomba que se clava en esta ocasión en medio de ese contexto histórico es un monstruo acuático de forma humana, tomado directamente del de El monstruo de la laguna negra (1954).
Como en el clásico clase-B de Jack Arnold, el aquaman (actuado por Doug Jones, que había sido el fauno del laberinto y Hellboy) se enamora de una humana. Lo dicho: Del Toro recorta y pega, no teme que lo acusen de poco original, y eso es justamente, como se verá, lo que da originalidad a sus películas. La humana en cuestión es Elisa (Sally Hawkins, nominada), que trabaja como chica de la limpieza en un laboratorio secreto del gobierno, donde una noche (todo sucede de noche en La forma del agua) traen al extraño ser, descubierto “en un río latinoamericano” y lo hunden en un tanque para investigarlo. Elisa es muda, por un ataque sufrido en su infancia, explicado mal y a las apuradas en medio de un diálogo, uno de los puntos más “tarjeta roja” del guion escrito por Del Toro y Vanessa Taylor. No es el único. Muda y tal vez virgen, sometida a una rutina de masturbaciones matinales, a esta chica distinta no le costará mucho enamorarse de ese ser distinto, descubriendo incluso que su aparente emasculación no es tal.
Como en las dos películas antes mencionadas, el mundo moral que presenta La forma del agua es maniqueo. No podría ser de otra forma en tanto se trata, incluso más que aquéllas, de un cuento de hadas. Cuento de hadas lanzado contra la Historia, claro, pero cuento de hadas al fin. Los “malos” son, justamente, los representantes de la Historia. Unos espías rusos (pero no todos, hay uno bueno también entre ellos, porque no es político sino científico), un general del Pentágono y sobre todo el agente Strickland (¿de la CIA, del FBI?), encarnado por un Michael Shannon más temible que nunca, que vendría a ser el Ogro del cuento y para quien mujeres, negros y comunistas son seres tan subhumanos como el propio ser de branquias y escamas. Los “buenos” son las víctimas de la Historia: la mudita chapliniana, su vecino y único amigo, artista gráfico desempleado y gay angustiado por el paso del tiempo (Richard Jenkins, nominado) y su compañera de trabajo negra, la siempre imperdible Octavia Spencer (también nominada), que se siente abandonada por su marido. Un detalle genial, que corre riesgo de pasar inadvertido: cuando Strickland va a su casa y lo reciben su esposa e hijos, Del Toro pinta visualmente la escena como si fuera una acuarela de Norman Rockwell. Esto es: como la perfecta familia americana.
Hay quienes se han apresurado a emparentar La forma del agua con el film francés Amélie, a partir de su condición de cuento de hadas y, sobre todo, del carácter naïf de la protagonista y el modo en que éste tiñe a quienes la rodean. Es confundir la parte por el todo, porque a esa algo infantil naiveté se opone la siniestra oscuridad de la época y de la Historia (y de la puesta en escena), representada no sólo por todo lo visto sino incluso en detalles menores, como la breve y dolorosa secuencia de humillación de Gilles. Y es no apreciar, justamente, el arte del pastiche que lleva a cabo Del Toro en sus películas más logradas, que consiste en juntar pedazos que no pegan entre sí, acentuando así su disyunción, la violencia con que chocan. Hablando de violencia, sería bueno saber qué escena de Amélie se parece a la del intento de abuso de Strickland o esa otra en la que el propio Strickland tortura a una persona metiéndole el dedo en dos agujeros de bala y retorciéndolo. Lo que sí es inadmisible es el final, que amaga terminar de una manera, que hubiera sido dignísima, y termina de otra, que ya no lo es, por una súbita magia cuyo arte sólo conoce nuestro amigo el aquaman latinoamericano.