Fue lo que se esperaba: un recital de canciones rodadas y entrañables, en un marco particular. Un encuentro más, esta vez con el aditivo del Teatro Colón y el acompañamiento de una orquesta sinfónica, entre Joan Manuel Serrat y un público leal y apasionado. El martes, en el primero de sus dos conciertos y el inicio del festival Únicos, el cantautor catalán renovó sus extensos afectos con la Argentina. Junto a una orquesta integrada por músicos de varias formaciones sinfónicas locales, el catalán repasó sus clásicos, en gran parte ya presentados hace algunos años con el proyecto Serrat Sinfónico, con los arreglos y la dirección de Joan Albert Amargós.
Y no sólo los mármoles y terciopelos del edificio o el sonido de la orquesta afinando indicaron lo especial de la noche. También la puntualidad fue un rasgo distintivo de una velada diferente. A las 20.30 precisas la orquesta recibía a Serrat con la introducción de “Se equivocó la paloma”. Traje oscuro, corbata y el gesto llano de quien no esconde nada, Serrat entró desde el fondo de la escena coronado por el aplauso de una sala colmada.
“Mi niñez”, “De cartón piedra”, “Barquito de papel”, “Penélope”, canciones entrañables y celebradas, marcaron la primera parte del concierto. La satisfacción del público se traducía en el silencio con que recibía cada tema, mientras el vibrato afectuoso del cantor iba acomodando los fraseos a un tierno estilo tardío, con la invalorable colaboración del dilecto Ricard Miralles, como siempre en el piano.
El “sueño de una noche de verano”, como el mismo Serrat definió el hecho de estar cantando en el Colón, siguió luego con “Las abarcas desiertas”, sobre el poema de Miguel Hernández, “Aquellas pequeñas cosas”, “Princesa”, “El carrusel del Furo” y “Es caprichoso el azar”, con Elena Roger como invitada. Los arreglos orquestales del repertorio resultan en algún sentido apreciables, aunque en general la ejecución, juzgada con los parámetros corrientes para orquesta, resultó poco ajustada, con escasa fibra y numerosas distracciones. Pero si las canciones de Serrat llegaron hasta acá, persistiendo a lo largo del tiempo y a lo ancho del afecto, fue por su naturaleza sencilla y profunda, expresión de una noble idea de lo popular.
La orquesta, en rigor de verdad, no agrega mucho a la pátina de humanidad que la historia depositó sobre canciones cantadas y escuchadas por varias generaciones. En todo caso, proporciona el regocijo de asistir a un momento de movilidad estética ascendente, una forma de justicia artística que arropa a esas presuntas “descamisadas” con lo que todavía algunos consideran, por arrogancia o ignorancia, formas “altas” de la cultura. Momento de presunta elevación que traen el riesgo de cierto conformismo que hizo que canciones de terrible belleza, como “Pueblo blanco” o “Pare” –tema sobre el degrado de la tierra, que Serrat cantó en catalán después de recitar la letra en castellano– en vez de estremecimiento, produzcan el regocijo de una plumita que hace cosquillas en el ombligo de los satisfechos.
Después de “Balada de otoño”, solo con Miralles en el piano –acaso lo mejor de la noche–, llegaron “Mediterráneo”, “Bendita música” y “Fiesta”, para marcar el final de un concierto que se prolongó un poco más en el aplauso incesante de un público una vez más agradecido y los bises de rigor. “Nuestras ganas de seguir están en contraposición a nuestras posibilidades”, bromeó Serrat antes de despedirse con “La saeta” y, con piano a cuatro manos entre Miralles y Amargós, “No hago otra cosa que pensar en ti”.