Hace unas semanas, en medio de una discusión sobre los malhadados tiempos que corren en el país, un miembro de los pocos grupos de WhatsApp a los que pertenezco enunció: “Una vez alguien dijo, acertadamente creo, que mientras las sociedades valoren más a un futbolista que a un docente o a un médico están condenadas a fracasar”. Esta vieja y trillada idea, que no es necesariamente cierta, parece contar con nutrido apoyo. Sin embargo no es evidente qué significa que una sociedad valore más a un (o una) futbolista que a un (o una) docente o a un médico (o una médica) ni tampoco qué significa que una sociedad fracase. Cualquiera sea la respuesta a estas cuestiones, el enunciado del compañero de grupo de WhatsApp implica que el fútbol es un práctica social baladí, tal vez no en sí misma, aunque sí cuando se la compara con la docencia y con la medicina.
El valor de estas profesiones es indiscutible. Como dice el filósofo español Fernando Savater, al profundizar nuestro contacto con lo humano, la labor docente nos ofrece la posibilidad de llegar a ser plenamente humanos. Se nace humano, pero también se enseña y se aprende a serlo del todo. Por otro lado, al salvaguardar la salud, la labor médica nos ofrece la posibilidad de que sigamos confirmando lo humano actualizando nuestra humanidad. Es decir, la docencia y la medicina aspiran a que le demos prolongadamente un sentido propio a la vida. Hay mucho que admirar en los/as profesionales de la docencia y de la medicina, cuya remuneración debería ser digna de su labor.
Que el valor de la docencia y de la medicina sea indiscutible no anula el valor del fútbol y, en forma más general, del deporte. Una indicación, y quizá una admisión, del valor de éste es que tanto la docencia como la medicina lo incluyen en sus programas. La educación formal fomenta el cultivo del deporte –y en ese marco el del fútbol– y la medicina lo alienta como promotor de la salud. Esto indica que el fútbol, para estas profesiones, tiene un potencial humanizador. A través de su cultivo, su aprecio y su seguimiento, también nos humanizamos: ponemos en acto y preservamos la capacidad de darle un sentido propio a la vida.
En este sentido, el fútbol nos ofrece, como remarca Simon Critchley, un filósofo inglés ferviente fan del Liverpool Football Club, una posibilidad extraordinaria relacionada con el ser y el tiempo. Según Critchley, el fútbol es capaz de crear lo que su antecesor alemán Martin Heidegger llama “el instante” (Augenblick), un abrir y cerrar de ojos que ilumina y contiene toda una situación. El instante constituye el tiempo presente y “abarca todo aquello en medio de lo cual el Dasein –estar-ahí, cuyo ser es la existencia– se encuentra proyectando su futuro” anclado en el pasado que lo configura. En el instante nos comprendemos a nosotros mismos en tanto que “siendo”, fuera de la temporalidad lineal y cuantificable del cronómetro y en función de nuestras aptitudes. Ya reconocía el escritor francés Albert Camus que el fútbol le había enseñado todo lo que sabía de ética y, además, que “la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga”. En el fútbol hay que elegir entre posibilidades que nos arrojan a un futuro marcado por elecciones pasadas. Al elegir (futbolísticamente) moldeamos el ser. Camus aprendió esto en los potreros argelinos de sus años formativos.
Dicho de otro modo, en el instante que el fútbol es capaz de crear vivenciamos una temporalidad extática, una salida del pasar inexorable de los noventa minutos que nos revela simultáneamente quienes somos y podemos ser. Su duración, efímera como un rayo, no va más allá de un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, como dice Critchley, ese sobrio éxtasis abre la posibilidad de una experiencia transcendental del tiempo y, por ende, crea la posibilidad de una historia, una historia de instantes tanto personales como colectivos. Esa historia, que requiere salirse del tiempo para temporizarse, permite comprender al ser. Su carácter humanizador es insoslayable.
El valor del fútbol ha sido, y en buena medida aún es, subestimado. Si el fútbol humaniza en los sentidos sugeridos arriba, no habría razones para sugerir que una sociedad que lo impulsa está condenada al fracaso. Por el contrario, se podría argumentar que una sociedad que no lo impulsa estaría dejando de lado una práctica social con un poderoso potencial humanizador que cuenta con amplísima aceptación global. Una sociedad justa, como diría Aristóteles, es aquella que favorece y facilita el florecimiento humano. La educación y la medicina son necesarias para lograr ese objetivo. El fútbol es compatible. Si bien no es necesario en una sociedad justa, su carácter e importancia global lo convierten en altamente deseable. Una sociedad que lo estimula y lo valora como a la docencia y a la medicina no está condenada al fracaso. Tanto la labor humanizadora de los profesionales de la docencia y de la medicina así como los del fútbol debe ser honrada.
* Doctor en filosofía e historia del deporte.