Es totalmente posible amar a un monstruo, la tradición está llena de ejemplos al respecto, pero desearlo es otra historia. En La Bella y la Bestia, el cuento de hadas cuya versión publicada a mediados del siglo XVIII se convirtió en el relato paradigmático de enamoramiento entre una chica y una criatura de rasgos monstruosos –es decir, no solo fea o de apariencia animal sino también salvaje, incivilizada, potencialmente peligrosa y violenta–, el amor surge mientras él es peludo y animal pero solo se consuma después de que, roto el hechizo, se convierta en un hombre bello. Mala suerte: no debe haber momento más decepcionante en la historia de los cuentos de hadas y sus infinitas versiones que aquel en que la bestia pasa a ser un príncipe carilindo y bombachudo. Porque todo el peligro, toda la novedad e incertidumbre latentes en ese deseo transgresor se convertían en ese momento en la repetición de lo igual, la pareja de pares. El cine lo retrató una y otra vez, convirtiendo a esa especie de lobo de la película de Jean Cocteau (1946) en un rubio de gorguera, o al enorme y sedoso animal de la versión de Disney (1991) en un joven de aspecto inofensivo. Si alguien tuvo la fantasía de que existiera algo parecido al sexo entre Bella y su oscuro pretendiente -una fantasía que el cine y la literatura construyeron mil veces, para encauzarla luego en la normalidad del matrimonio entre humanos- hubo que dejarlo librado a la imaginación.
Claro que la fantasía tiene una vida independiente de la consumación; basta con ver, para comprobarlo, el punteo de encuentros y desencuentros entre otra criatura como King Kong y su serie de rubias a lo largo de las décadas. Si hay una relación sexual imposible es la de King Kong con la chica que le cabe en la palma de la mano, y sin embargo el deseo se impuso a primera vista. En la película de 1933, que sentó las bases para lo que serían las relaciones entre monstruos y mujeres no solo en las versiones posteriores sino también en las incontables películas de monstruos que perseguían chicas, Kong se acercaba a Ann Darrow (Fay Wray) por primera vez en un momento fetichista: ella, a punto de ser sacrificada por los nativos de la isla, tenía las manos atadas a dos postes, como si se tratara de los barrotes de una cama, mientras se retorcía y gritaba del susto. El destello posible de una violación, como una de las grandes fantasías del cine plasmada en la figura del salvaje o el no-humano que rapta a una mujer con gesto hambriento o lujurioso, aparecía en ese instante para desvanecerse, porque aunque Ann Darrow tuviera las piernas desnudas y el hombro a la vista, siempre con el vestido desgarrado, King Kong probaba su humanidad latente e incomprendida en el hecho de cuidarla, de caer rendido ante su delicadeza.
Eso no quiere decir que el erotismo haya estado ausente, sino todo lo contrario: el sexo adoptó formas nuevas, se transformó en roces con la punta de un dedo gigante y peludo o en un soplo que hizo estremecer de placer a una nueva chica, Dwan, interpretada por Jessica Lange en la remake de King Kong de 1976. Si la relación erótica entre la chica y el monstruo se puede dividir desde la primera versión de King Kong en adelante en monstruos que persiguen chicas para violarlas o monstruos y chicas que se atraen de maneras trágicas, Kong siempre fue el paradigma, como la bestia transformada en príncipe del cuento de hadas, de la criatura rendida ante el encanto de lo femenino en su máxima expresión estereotipada: la chica rubia con curvas de pin-up. En los años siguientes el hombre lobo, Frankenstein, Drácula, todos tendrían su momento de gloria que incluía la posibilidad de hincar los dientes en un cuerpo de mujer e incluso enamorarse.
Pero lo cierto es que el monstruo, primordialmente masculino, es una figura maleable y siempre ambigua que sirvió como soporte para distintos sentidos, muchas veces al mismo tiempo: por un lado en la criatura de características animales se manifiesta en su forma más visible y espectacular (porque “monstruo” conlleva, precisamente, la idea de “mostrar”) el deseo masculino, incontrolable, impulsivo, tal como el lugar común lo sostiene hasta el día de hoy en lo que algunas feministas llaman, y con razón, la cultura de la violación: en la versión biologicista, el impulso sexual masculino siempre tiene la excusa de estar enteramente del lado de la naturaleza y ser, como las fuerzas de la naturaleza, incontenible. El monstruo no puede no perseguir y raptar a la chica, pero si ella tiene suerte y puede ablandarle el corazón, quizá logre civilizar ese impulso y se libere del ataque (o sea rescatada, como sucede con frecuencia, por otros varones). El monstruo también representó desde el principio al “otro” de la cultura, ya fuera la presencia de las culturas primitivas como en el caso de King Kong –que también metaforizó la relación entre blancos y negros en la misma capital del mundo blanco–, o de supersticiones de una Europa del Este pre-moderna y pre-industrial, dominada por miedos antiguos, como en el caso de Drácula.
Pero además, y a medida que el cine multiplicó las versiones y se enamoró más y más de la extrañeza, especialmente de la mano de géneros como el terror o la ciencia ficción, el monstruo fue ganando terreno y se convirtió por momentos en protagonista, cuando no directamente en héroe. Una transformación parecida tuvo lugar para las chicas que gritaban horrorizadas, plasmadas en afiches de películas baratas o de clase B como bellezas en malla o en bikini, en brazos de alguna criatura inmunda que las raptaba para violarlas (aunque solo cierto cine, como el exploitation, se atrevió a hacer de esas violaciones algo explícito en películas llenas de ataques sexuales y chicas en tetas). Algunas veces, y también acompañando los movimientos de liberación femenina, las chicas también desearon. Porque después de todo el monstruo también representó, desde el principio, el deseo bajo su aspecto alejado de la norma, inexplicable, caprichoso o fetichista. Con esa libertad Jessica Lange se entregó a gozar la caricia del aliento de Kong sobre el pecho, o la Mina Murray interpretada por Winona Ryder en Dracula (1992) de Francis Ford Coppola le rogó al vampiro que la hiciera suya después de lamerle el pecho, mareada de deseo. Con entusiasmo parecido Bella (Kristen Stewart) persiguió a Edward (Robert Pattinson) durante las primeras entregas de la saga Crepúsculo para convencerlo de que cogieran, mientras él se echaba atrás por miedo a lastimarla. Porque el monstruo también encierra esa parte del inicio de la sexualidad femenina -al menos la heterosexual- que tiene que ver con el vértigo de la sangre, la penetración, el desgarro.
Por eso lo que se destaca como nuevo en La forma del agua, la película de Guillermo del Toro que pronto va a competir en varias categorías de los Oscar, no es la historia de amor entre la mujer y el anfibio, sino el sexo. A diferencia de El monstruo de la laguna negra (1954), típica película de monstruos de mediados de siglo en la que se basa el protagonista de Del Toro, donde un anfibio de los ríos del Amazonas perseguía a la chica que nadaba para tocarla y mucho más, en La forma del agua la protagonista, Elisa (Sally Hawkins) se presenta desde el comienzo como una chica muda que se masturba puntualmente en la bañera todos los días antes de ir al trabajo. El fetichismo con el agua pronto se ve desplazado a un extraño y elegante anfibio capturado en Brasil, y trasladado a una instalación militar en la que Elisa trabaja en limpieza. Pero la figura del monstruo está partida en dos en la película: si el anfibio es una especie de dios y un animal, el verdadero monstruo es el villano Richard Strickland (Michael Shannon), padre de familia americano que vive en los suburbios, se compra un Cadillac y mantiene una relación sexual mecánica y rutinaria con su esposa perfecta. Del Toro hace de la normalidad un monstruo, porque es una normalidad que oculta –y ni siquiera tanto– una cantidad de odio y violencia irrespirables.
En la burbuja de diversidad y cine clásico que habitan Elisa y su vecino Giles (Richard Jenkins), homosexual confinado al closet, todos los deseos se pueden desplegar en esa forma de la fantasía que es el cine. Y el de Elisa no se queda en el plano mental: su bestia, que nunca será un bello príncipe, tiene un pene que no se ve a simple vista y puede consumar su atracción con Elisa, que luego aparece satisfecha y feliz. Eso, aunque no lo crean, es algo casi nunca visto. Del Toro muestra a una mujer feliz de coger con un monstruo, y como niñxs curiosxs, nos hace asistir a una pequeña lección de anatomía donde Elisa le cuenta a su compañera de trabajo, usando las manos, cómo la pija le asoma al anfibio entre las piernas. En el cuento de hadas y reversión de La Bella y la Bestia que es La forma del agua, por fin la chica cogió con el monstruo. En el camino se perdió algo de esa monstruosidad, claro, e hizo falta una distribución distinta del peligro y la belleza. Personalmente prefiero el peligro de la mordida de Drácula o la desmesura del deseo imposible de King Kong, pero ya habrá tiempo para mayores complejidades.