Está rota la historia de Olinda. Masacrada como una ciudad vencida a la que se animan a entrar todos los personajes para construir, a partir de ella, un relato cruzado, siempre herido por cada intromisión que señala lo intrincado y conflictivo que es dar con el inicio de la cosas.
En este caso es la anomalía la que convierte a Olinda en una curiosidad psiquiátrica que habrá que desmenuzar, aunque la chica que andaba perdida por una carretera, desnuda y extraviada se revele como un ser bastante normal, atrapado en una biografía extraordinaria. Pero esas emociones que recuerdan a la literatura de Roberto Bolaño impregnada de figuras que parecen amar su propia perdición, debe ser expresada a partir de una estructura siempre cambiante. Un procedimiento que corre a los personajes de su rol y los obliga a narrar como si fueran los autores de una novela que saben lo que el otro piensa, que señalan a sus personajes como si se tratara de un recurso expositivo que viene a desarmar lo incomprensible, a hacer del drama familiar una especie de expedición arqueológica que pide ser desterrada más allá de las resistencias.
Porque estos personajes quieren hablar. Marie necesita pensarse con su vientre alquilado donde le clavaron esa semilla que es Olinda como el comienzo de su tragedia. Ella es necesaria en el paisaje incestuoso de Roi y Lala, de esa abuela que se acuesta con su nieto pero no puede engendrar ni parir. En lo extraño está el sustento de La semilla, en esa artificialidad plantada en la vida como un elemento que intenta ajustar el mundo al propio deseo pero que después precisa esconder lo que hizo, darle un hachazo a esa familia para que nadie se encuentre.
En ese armado de textos que parece invadir cada escena, chocar entre sí para hacer de la ficción un territorio siempre dinamitado, donde lo que importa es esa lámina transparente, ese cortinado plástico donde los personajes se comportan como si fueran parte de un experimento, interviene la puesta de Cristian Drut para hacer de la escena un mapa de operaciones. Las actrices y el único actor se valen de los cassettes TDK, de unos grabadores pesados para desplazarse como investigadores de esa humanidad tendida en la mesa larguísima en la que construyen a sus criaturas. La dramaturgia de Edgar Chías los obliga a involucrarse en sus personajes para después abandonarlos y convertirse en una suerte de coro griego que quiere entender el drama.
Los documentos escritos que Chías toma para hacer de la trama una especie de colage que los narradores superponen con cierta intrepidez, porque en esta obra cada escena avasalla a la otra y le demanda a lxs intérpretes la premura de ser otrxs, encuentran en la ceguera de no desconocer el origen el impulso para la acción.
Lo familiar expandido, la sangre que parece llamar con audacia pero es ignorada cuando el sexo se impone, es tan importante en La semilla como los modos en que se llega a una verdad. La persona que guía ese camino, que se decide a ir a destapar esa boca que alguna vez fue una tumba, se convierte en una versión moderna del oráculo. Así podría definirse a la doctora Ríos, no como alguien que anticipa los hechos sino como una manifestación del inconciente de Olinda porque todos los personajes parecen salir de ella, hablar por ella o estar en su cabeza. Como si no quedara otra que hacer ficción con la caterva de dolores que la realidad ofrece mientras juega al destino maldito con nosotrxs y esa mesa, esas notas periodísticas que se muestran como pruebas, no son más que el taller de una escritora que puede parir a su hija sintiendo el mayor de los orgasmos.
La semilla se presenta los viernes a las 23 y los sábados a las 20 en Abasto Social Club. Yatay 666. CABA.