Los bucles rubios perfectos en simetría cruzada dibujan un camino serpenteado para que la cara y la sonrisa ganen cualquier concurso de belleza auspiciado por el imperio de los maquillajes y los dentífricos. Parece una de esas nenas sin edad que miran azoradas a Olive Hoover bailar la danza que le enseñó su abuelo. Anna era de concurso, de fugacidad aplaudida –o eso creyeron– pero algo hizo bien (y no fue tirar con golpe venturoso los dados con la cara de la cifra) para que ese “es igual a muchas, a todas” se evaporara y la fugacidad pasara de largo. Un pacto con la imagen –mucho mejor que con el diablo– hizo revoltosamente famosa a la conejita de Playboy, a “la vulgar gorda estúpida”, a la voluptuosa Marilyn pop (“M.M. es raquítica a su lado”). Los años noventa la definieron ícono y ella abrió la puerta –y la dejó abierta– para que el universo de Anna Nicole Smith fuera extra large no solo en el talle de la ropa. No ser el blanco de una broma, a menos que sea una broma que ella misma había hecho, fue quizás la premisa que ahuyentó el primer bostezo. Ser la estrella de su propio reality, tener a Herzog en el club de fans de lxs fascinadxs, y ser tantas Annas –la que comía comida chatarra y la que la vomitaba, porque si no te gustaba uno de sus yoes, siempre había otro–, cambiaron los moldes marcados con tiza celeste o con los dientes de la ruedita sobre la mesa de trabajo de las costureras. La arquitecta vulgar era glamorosa. Pura vida.
La chica texana (nació en un pueblito, Mexia) vivió con su mamá policía y con su tía (el padre se había desde siempre) y tuvo un hijo al que crió sola mientras conquistaba admiradores en un club de strip-tease donde dicen que bailaba de tarde porque era muy gorda para vivir el lujo de ser una estrella de la noche. Uno de esos admiradores se convirtió en marido (un petrolero de esos que aparecían en las series de los ochenta con sombrero y miles de años más, que los que tenía la protagonista). Anna, la favorita de Playboy y la nueva imagen rubia de Guess, vivió con el anciano de los millones hasta que llegó la muerte anunciada. Lo que sigue: la herencia negada y las horas jurídicas produjeron el reality que Anna Nicole vivió antes de que E! le pagara por protagonizar uno. La ramplona desterrada del oro negro era seguida por los medios que mostraban el despampanante vestuario de ocasión que su capricho diseñaba. Cualquier cosa menos silencio, cualquier cosa menos olvido. Fervores y hastíos igual de despiertos.
Después de algunos años, la corte le concedió ochenta y nueve millones pero los demasiados dólares no la dejaron quieta en casa, tenía que oír hablar de ella: que si cada vez más gorda, más borracha o más drogada; que si cada vez más Marilyn, más ingenua o más ladina. En septiembre de 2006 tuvo una hija, Dannielynn, a los cuatro días murió su hijo Daniel y cinco meses después, ella. La biopsia habló de una combinación letal de pastillas (“para adelgazar, antidepresivos, ansiolíticos, para curarse de un resfrío, metadona, hormonas y vitaminas”). En las certezas del azar las voces del velatorio mediático repetían que era previsible verla muerta joven. Entre la confianza del slogan y mientras el funeral iniciaba la disputa por la tierra profunda: si embalsamada o no, si junto a Marilyn Monroe en el Westwood Memorial Park o junto a su hijo en Las Bahamas, y el negocio de las dietas le pedía ayuda a sus abogados, una fila de hombres reclamaba la paternidad de la bebé millonaria.
En una escena de su primer programa Anna se mira al espejo y nos dice sin decir, solo mira a cámara, que es famosa porque es famosa, será por eso que retorna tan pin up como siempre cada vez que su celebridad se debilita.