1. Mi hermano, cuando viaja, me deja las llaves de su casa. Antes tenía un perro, Winkel, pero esa es otra historia. Esencialmente, me deja las llaves para regar las plantas y para recoger las facturas de gas, luz, etc.
Esa casa donde vive mi hermano es la casa donde viví mi infancia. El viaje hasta allí (unas diez cuadras) es una cinta transportadora al pasado. No es una tarea inocente.
Entre las plantas que debo regar, está el romero y es la preferida: mi hermano es gastronómico y aprecia las bondades de esa hierba aromática. El romero en cuestión tiene el tamaño de un árbol, casi diría un pino. Está plantado en un tacho grande de tierra y ubicado en la terraza. Es muy importante que esté al sol.
Con los años y los distintos viajes de mi hermano, el romero y yo nos hicimos amigos, siempre tuve facilidad para llevarme bien con el mundo vegetal, "manos verdes" le dicen algunos.
Lo acaricio y su perfume me despierta el hambre, le corto algunas ramas para cocinar pollo al horno o papas al romero. Él se vigoriza con la poda y yo disfruto de su generosidad.
El cuidado consistiría en el no cuidado, casi como mi hermano, ya que no necesita mucho riego y no le gusta que lo cargoseen, pero este año hace mucho calor y debo ir más seguido.
Visitar la casa de alguien que no está es una situación incómoda. Me hace sentir una ladrona. Las casas son las personas que las habitan pero el romero no puede ser abandonado a la suerte de las lluvias.
Voy, levanto los papeles, tiro a la basura las publicidades, acomodo en una mesa las cartas y las facturas, riego el romero, le hablo un poco y huyo como una intrusa.
No me siento cómoda en la casa que alguna vez habité si no es para tomarme unos mates o una cervecita con mi hermano, eso sucederá cuando vuelva y nos contemos las novedades.
2.
Todo puede escondernos una sorpresa. Mi hermano se fue un miércoles y el sábado me parecía prudente ir a visitar a Romero (ya a esta altura tenemos confianza). Cuando llegué me extrañó encontrar un billete de dos pesos tirado en el pasillo y ni una publicidad. Lo levanté y lo acomodé en la mesa.
Me disponía a regar las plantas de abajo y las noté recién regadas. Pensé enseguida en mi sobrino, o sea el hijo de mi hermano, que podría haber ido a regar o que se habría quedado en la casa. Grité: "Juan ¿Sos vos? Estás?". Pero nadie respondió.
Nunca se me ocurrió que podría haber entrado un ladrón sensible que hubiera dejado dos pesos tirados y hubiera regado las plantas. Subí y también encontré a Romero perfectamente regado. Le pregunté, en vano, a él quién había sido.
Al llamar por teléfono a Juan confirmé mis sospechas. Él desconocía el pacto de cuidado de las plantas que teníamos con mi hermano y me dice: "Y, qué onda con las plantas? Las regué".
Ahí me di cuenta de que los adolescentes hacen las cosas cuando no se las pedís. Si mi hermano le hubiera pedido que regara quizás no lo hubiera hecho, se habría olvidado. No sé, son conjeturas pero Romero ahora tiene dos cuidadores.