Desde Berlín
El del filipino Lav Diaz –conocido en la Argentina a través del Bafici y el Festival de Mar del Plata– es un cine demandante por la extensión de sus films y la duración de sus planos, pero nunca por aquello que narra, que se caracteriza por su sencillez y tiene siempre un protagonista común: la más humilde población rural filipina. La exigencia de su cine puede llegar a ser, por cierto, extraordinaria, pero como señaló alguna vez el crítico austríaco Christoph Huber “se ve recompensada por la experiencia física del tiempo y por un asombroso, singularmente concreto sentido del espacio y las emociones de los personajes”. Presente en la competencia oficial de la Berlinale dos años atrás con Una canción de cuna para el triste misterio, un film monumental, de más de ocho horas de duración, sobre el mito de origen de la revolución nacional que hacia fines del siglo XIX acabó con trescientos años de dominación española, Diaz vuelve ahora al concurso del festival con La temporada del diablo, un título que se refiere al apogeo de las milicias paramilitares durante la dictadura de Ferdinand Marcos, a finales de los años ‘70, para la misma época que en la Argentina reinaba Jorge Rafael Videla.
“Les voy a contar un cuento –dice una voz en off al comienzo del film– pero es sobre gente real, a la que conocí y a quienes les quiero rendir homenaje”. Efectivamente, La temporada del diablo tiene la estructura episódica y el espíritu de los relatos orales, de esos que se transmiten de generación en generación, pero con una particularidad: se trata de un musical, el primero en la obra de Lav Diaz, que denomina a su película una “rock opera”. Que esta ópera rock esté interpretada por actores (y no actores) que no son cantantes profesionales y que cantan “a cappella”, sin ningún tipo de acompañamiento instrumental, le da al film su singularidad absoluta, una cualidad realista y a la vez fantasmal, como si esos personajes volvieran del pasado y de la muerte para contar sus historias de amor, de lucha, de sufrimiento.
Claro que quienes cantan no son solamente las víctimas sino también sus victimarios, lo que le da a La temporada del diablo un punto de contacto con The Act of Killing (2012), el celebrado documental de Joshua Oppenheimer sobre otras brutales milicias paramilitares, las de Indonesia. Pero si allí brillaba la exuberancia de los colores de la selva, en La temporada del diablo Diaz recurre una vez más a la expresividad de su contrastado blanco y negro. El recurso de hacer cantar a quienes a priori no son cantantes tiene varios antecedentes -Conozco la canción, de Alain Resnais; Todos dicen te quiero, de Woody Allen; la reciente Jeannette, l’enfance de Jeanne d’Arc, de Bruno Dumont, presentada en el último Festival de Cannes- pero el propio Lav Diaz lo había probado en la secuencia más conmovedora de Lo que viene antes, ganadora del Leopardo de Oro del Festival de Locarno 2014. Aquí la lleva al extremo, en un film de cuatro horas de duración, que no son ni más ni menos que las que el director necesita para que ese momento del pasado de su país y de su gente más humilde no se hunda en el olvido.
¿Y por Hollywood cómo andamos? En la competencia oficial, mal, decididamente. Damsel, de los hermanos David y Nathan Zellner, que alguna vez –con la muy estimable Kid Things (2013)– fueron la gran esperanza del cine indie estadounidense, pretende ser una comedia de humor negro en forma de western, pero el resultado parece más bien un proyecto fallido de los hermanos Coen. Protagonizada por Robert Pattinson y Mia Wasikowska (la actriz de la fallida versión de Tim Burton de Alicia en el País de las Maravillas), Damsel viene a revisitar el salvaje Oeste, pero lo hace con una actitud supuestamente “canchera” que no alcanza a ocultar su absoluta ajenidad con ese universo, al que primero hay que conocer bien antes de intentar subvertirlo.
La otra película de Hollywood en concurso oficial es Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot, una nueva decepción de Gus Van Sant, a quien cada vez más le cuesta recuperar el nivel que supo tener en sus comienzos, allá lejos y hace tiempo, cuando desde Mi mundo privado (1991) hasta Paranoid Park (2007), pasando por Elephant (2003) y Last Days (2005) era un deslumbramiento atrás de otro. Elenco ahora no le falta, empezando por Joaquin Phoenix como el famoso cartoonist John Callahan (1951-2010), que empezó a dibujar luego de haber sufrido un accidente automovilístico que lo dejó cuadripléjico, lo que le dio a su humor un carácter provocador y transgresivo. Nada de eso anima la película de Van Sant; por el contrario, se diría que con el registro de las largas sesiones de rehabilitación física y social de Callahan el film lima las aristas más subversivas del personaje. Es sintomático que Van Sant le dedique más tiempo a unas larguísimas, tediosas reuniones de alcohólicos anónimos que al feroz humor negro de Callahan, como la viñeta que le da su título a la película: “No te preocupes, no va a llegar muy lejos a pie”, le dice un cowboy a otro cuando, en medio de una persecución por el desierto, en vez de un caballo encuentran… una silla de ruedas.
El único emisario de Hollywood que se las ingenió para quedar bien en la Berlinale es Steven Soderbergh, que tiene aquí un thriller muy compacto y eficaz fuera de concurso. Se titula Unsane, transcurre casi íntegramente en un hospital psiquiátrico y fue rodado al mejor estilo clase B en apenas unos pocos días, con una particularidad: lo fotografió como siempre el propio Soderbergh (bajo el seudónimo de Peter Williams) pero con un iPhone.
Esa decisión obedece a algo un poco más meditado que un mero recurso de marketing para llamar la atención de la prensa más perezosa, que aquí en Berlín habla del gadget en vez de la obra en sí (“La película del iPhone” ha pasado a llamarse Unsane). Sucede que si hay algo que el film pone permanentemente en duda –con esa inestabilidad propia de la cámara telefónica– es el equilibrio mental de la protagonista (Claire Foy, en un personaje en las antípodas del que la hizo famosa en la miniserie The Crown). ¿Está loca esa chica? Un poco en la línea de Repulsión y El bebé de Rosemary, de Roman Polanski, Soderbergh trabaja con ambigüedades, hasta que la película se interna –literalmente– con ella en un neuropsiquiátrico del que queda claro no le va a resultar fácil salir, como le sucedía al protagonista de Shock Corridor (1963), el clásico de Samuel Fuller, que también funciona como punto de referencia.
De paso, como quien no quiere la cosa, Soderbergh -de quien nadie recuerda ya su juramento por el cuál iba abandonar el cine- se las ingenia no sólo para cuestionar a la manicomialización como construcción social sino también al sistema de salud estadounidense en su conjunto, que interna primero y pregunta después, porque mientras el paciente esté adentro será prisionero no solo de médicos y enfermeros sino también de los seguros de salud, que lo único que quieren es seguir facturando.