No deja de parecer un poco raro que alguien popular, nada secreto y conocido en todo el mundo reciba un premio Nobel. El premio esta vez elude la tradición sueca de hacer visibles autores poco conocidos, como el chino residente en Francia Gao Xingjiang en el 2000, o géneros diferentes, al premiar a la cronista bielorrusa Svetlana Aleksievich el año pasado. Pero, por lo general, la academia sueca trata de reconocer, además de los méritos artísticos, la proyección histórica de la obra. El caso de Bob Dylan es, desde esta perspectiva, incuestionable. Se podría decir que uno de sus méritos mayores es crear, sobre las bases de la canción folk, una pintura de los cambios de la posguerra, en paralelo con la generación Beat de Gregory Corso, Jack Kerouac y Allen Ginsberg, y de introducir la contracultura en el mainstream, en la línea central de la cultura de su tiempo. Además, o sobre todo, se trata de canciones que muchísima gente canta o grita en sus presentaciones públicas desde hace medio siglo. En este sentido, la secretaria permanente de la Academia Sueca, Sara Danius, conectó su música con la tradición más antigua, con las rapsodias que imaginamos fueron cantadas por Homero y con los poemas de amor y desdicha de Safo de Lesbos, como una forma de entender que la canción, o el poema acompañado por un laúd o por una flauta, es uno de los géneros literarios más esenciales y primigenios.  

Bob Dylan desconocía esto cuando llegó a Nueva York a principios de los 60, pero muy pronto descubrió, buceando en una biblioteca de trastienda, el sentido de las canciones que quería cantar. Cuenta en el volumen I de sus Crónicas: “En el pasado nunca fui muy entusiasta de los libros ni de los escritores pero me gustaban los relatos. Las historias de Edgar Rice Burroughs, que escribió acerca del Africa mítica, de Luke Short, sobre los míticos cuentos del oeste, de Jules Verne o H. G. Wells. Eran mis favoritos pero eso fue antes de que descubriera a los folksingers. Los cantantes folk eran capaces de cantar una canción como si se tratara de un libro entero, pero en unos pocos versos. Es difícil describir qué hace, de un personaje o de un acontecimiento, algo valioso para una canción. Es probable que se trate de un personaje que actúa de un modo justo, honesto y franco. Valentía, en un sentido abstracto.” 

Dylan, que todavía no había encontrado su nombre, también leyó a von Clausewitz en aquellos años y cuenta que “Tenía una mórbida fascinación con todo eso. Años antes, antes de saber que iba a ser un cantante y mi cabeza estaba en total movimiento, quería incluso ir a West Point”. Pero muy pronto un tío le dijo que eso no era para él y que carecía de los antecedentes y de las conexiones necesarias para llegar ahí. El tío le dijo: “Vos no tenés que trabajar para el gobierno. Un soldado es un ama de casa, un conejillo de indias. Andá a trabajar en las minas”.   

Dice Dylan (o si se quiere el personaje autobiográfico que se construyó:  Dylan adoptó la actitud Salinger para irse sin dejar una nota avisando donde fue): “Los libros de von Clausewitz pueden parecer fuera de época, pero hay un montón de cosas ahí que son reales, y podés entender mucho sobre la vida convencional y las presiones del ambiente al leerlo. Cuando plantea que la política ocupó el lugar de la moralidad y que la política es fuerza bruta, él no está jugando.  Tenés que creer eso. Tenés que hacer exactamente lo que te dicen o estás muerto. Tenés que darte por vencido o estás listo. (… ) No hay ningún orden moral. Tenés que olvidar eso. La moralidad no tiene nada que ver con la política. “  Y concluye, casi como una manera de escribir un prefacio a “Masters of war” de su álbum The freewhelin’ Bob Dylan, de 1963, “Clausewitz, en cierto sentido, es un profeta. Si vos pensás que sos un soñador, podés leerlo y darte cuenta que no podés dedicarte a soñar. Soñar es peligroso. Leer a von Clausewitz hace que consideres tus creencias con menos seriedad”.  

Por otra parte, aunque dentro del mismo mundo en construcción, Dylan sabía que Judy Garland era de Grand Rapids, un pueblo cercano a Duluth, Minnesota, donde nació. (Para tener una idea del lugar se puede imaginar un lugar no tan distante como Fargo, en Dakota del Norte, o en la película de los hermanos Coen) Y sentía que escucharla cantar “The man that got Away” era escuchar a una vecina cantar las canciones de Harold Arlen, que para su punto de vista combinaban los blues rurales y la música folk. Entre sus precursores aparece, por supuesto, Woody Guthrie y también Hank Williams. Pero Dylan reconoce que “nunca pudo alejarse del agridulce, intenso y solitario mundo de Harold Arlen”.  En su último disco, Fallen Angels, con la poca voz que le queda, canta  “Come rain or come shine” y “That old black magic”, como un homenaje a su origen y a la tradición de la canción popular, que crece como una necesidad de mejorar el ánimo de un país atravesado por los efectos de la segunda guerra. En aquel entonces Dylan veía que la cultura de los años 50 era “como un juez que pasa los últimos días en su puesto” y edificó su propia religión sobre las bases de la tradición folk y no le importó que el mundo precedente se viniera abajo porque entendió que “la canción folk trasciende la cultura inmediata”. 

Dylan busca en las páginas finales del volumen I de su crónica autobiográfica conectar su genealogía con otros bronces nacidos en Minnesota, como si quisiera situar un espíritu común. Charles Lindbergh, el primer aviador en cruzar el Atlántico sin escalas, Scott Fitzgerald, el autor de El gran Gatsby, a su vez  descendiente de Francis Scott Key, que escribió la letra del himno “The Star Spangled Banner”, Sinclair Lewis, el primer estadounidense en ganar el Nobel de Literatura, y Eddie Cochran, uno de los primeros héroes del rock and roll, son los nombres que el bueno de Bob reúne para estar mejor acompañado. Para alguien criado en un pueblo resulta natural creer  que la felicidad no está en recorrer  la ruta que te lleva lejos, sino que la ruta es la felicidad en sí misma; acaso por ese motivo no fue muy difícil entender que la canción folk original, tan próxima a los blues, con guitarra, armónica y voz “era como el jardín que Adán tenía que dejar atrás, era demasiado perfecto” y andar un nuevo recorrido, el de las ciudades y las personas que viven como pueden y tratan de encontrar un lugar en el mundo y curar las penas de amor sin imaginar recibir un premio nunca. Esa parte del viaje requiere otros instrumentos y hasta parece necesario y obligatorio que la voz decida más gritos y resulte más áspera, para procurar otro sentido para sus letras y otra manera de decir, para los oídos de una parte del mundo poblada por los hijos de la guerra fría. 

* Sociólogo.