En el país se habla de una nueva era: la “revolución craft beer”. Con gurúes y detractores, con un mercado interno que se expande a velocidad de Fórmula Uno y a la vez conquista la calificación de los maestros internacionales, los especialistas citan números y no lo dudan: la Argentina se convirtió en referencia latinoamericana en materia de cultura microcerveceras. Pablo Rodríguez, miembro de la Cámara de Cervecerías Artesanales de Mar del Plata, estima que de los 150 millones de litros de cerveza que se venden en el país, un dos por ciento –tres millones– es producido por cervecerías artesanales. Elegir variedades de estilos entre distintas canillas, algo que hace décadas es normal en España, Estados Unidos, Alemania e Inglaterra, se convirtió en una realidad que nadie parece detener: ya son más de 2000 cervecerías artesanales en la Argentina. Y la Santa Trinidad de la cerveza –dicen los expertos– la componen Bariloche, por el cultivo intensivo de lúpulo y el agua de deshielo; Mar del Plata, porque además de cobijar la cervecería artesanal pionera, Antares, concentra la tradición de productores; y Buenos Aires, por la concentración de ventas.
UN FENÓMENO PLATENSE Sin embargo, el boom parece estar en otra parte. A 60 kilómetros de Capital Federal, para ser más exactos: en la ciudad de La Plata. A la hora de pensar una salida, en los últimos años, ir a tomar una pinta es para los platenses más que una novedad, una costumbre de fin de semana. Nadie sabe bien cuándo ni cómo se originó, pero lo cierto es que el fenómeno –que comprende más de 100 productores, 100 mil litros de cerveza artesanal cada mes y al menos una cervecería por barrio– ha superado expectativas de propios y extraños y transformó a La Plata en una de las capitales de la cerveza artesanal.
“En mi generación, casi ni se tomaba cerveza, éramos del vino. Pero lo de la birra ha tomado un impulso en los 90, cuando se abarató el consumo. Después vino la artesanal. De pronto estábamos encerrados con mi amigo Gustavo Astarita fabricando nuestra propia cerveza porque no nos gustaba el sabor de la industrial, viendo qué producto hacer”, cuenta Horacio Núñez, uno de los dueños de Hermanos and Brothers, una cervecería que, creada en 2006, pasó de un pequeño local a ocupar una esquina del barrio Meridiano V, con un patio a cielo abierto desde el que se ven las estrellas.
Núñez y Astarita, músicos de la banda de culto Míster América, dicen que darle una mala tirada de cerveza al público es como tocarle una mala canción. En este local, a las Porter –fuertes y sabrosas– o a las Golden –espesas y con notas frutales– las maridan con platos gourmet, como las cazuelas de cordero. No es la única cervecería que apuesta a combinar, junto a las canillas de birras, una propuesta gastronómica de excelencia para escapar de la típica oferta de las papas, el tapeo y las hamburguesas.
Tres amigos de diferentes profesiones –Julián Larriba, bioquímico; Jorge Camiletti, médico; y Gustavo Álvarez, periodista– se asociaron para fundar Weizen House en una tradicional casona a una cuadra de la comercial calle 12. Un enorme ventanal en la fachada invita a recorrer un lugar decorado según cada ambiente: un patio con mesas largas y lamparitas de colores, una barra con banquetas altas, un comedor al estilo de un viejo zaguán. “Queremos ser parte de un nuevo concepto en cervecerías –dice Julián Larriba–. Y para eso, nada mejor que convocar a la cocina de autor. Por eso ofrecemos una variedad que van de las albóndigas de cerdo crocantes y langostinos rebozados a hamburguesas de trucha ahumada”. Los postres a la carta, también, son deliciosos para acompañar con una cerveza: brownie de chocolate amargo y azúcar negra o crumble tibio de manzana.
DE REGRESO En City Bell, un polo gastronómico a pocos kilómetros de Capital Federal, la historia de Mariano Cid de La Paz, un cocinero platense que vivió en España, confirma una tendencia: la de los chefs que vuelven a su tierra para montar su propio lugar. Hace un año fundó Brava, una pequeña cervecería hecha de madera y hierro. Mariano atiende el lugar como si fuera el living de su casa. “Me gusta crear esa sensación hogareña, de armar un menú, de acomodar a la gente”, dice, y en su sello de autor desfilan los sándwiches de ternera braseada con pan de manteca casero, el lomo salteado peruano y postres como el mousse de chocolate regado con cerveza Porter.
Con cada cervecería que se abre, los barrios platenses viven una metamorfosis que impacta en la identidad y en la arquitectura de la ciudad. El urbanista Felipe Sáenz, quien confiesa haber asesorado a algunos gerentes de cervecerías, lo piensa desde un enfoque cultural. Y hasta filosófico.
“Es un hecho social notable, porque cada barrio tiene su cervecería donde concurren los vecinos –dice–. En el verano se arma como una movida de puertas afuera, con la gente charlando en las veredas. No pasaba algo así desde las viejas vermuterías y de la época de los antiguos clubes de barrio, y no es casual que la estética de varias cervecerías se agarre del reciclaje de los materiales para diseñar sus locales. Y está la cuestión casi filosófica, que no está asociada solo al gusto, y que tiene que ver con la educación y la exigencia del paladar. Tenemos gente que, como ocurrió con el vino, sabe lo que es una IPA, una Golden, una Stout, y que se da cuenta cuando está a punto o viene mal de fábrica, con poco gas o mucha agua”.
El caso de la Birrería 122, ubicada en el corazón del barrio El Dique, sintetiza el típico local que creció en la periferia de la ciudad. Creada por una familia con raíces italianas, en el boliche hay un mueble de una abuela que mantiene copas de cristal, y una serie de elementos escenográficos que ninguna cervecería parece obviar: bancos y mesas de madera, lámparas artesanales, paredes de chapa y hasta bicicletas antiguas colgadas del techo.
A la par de disfrutar de una pizza hecha en horno de barro, regada con cervezas de una marca fabricada en el barrio, el lugar ofrece el plus de un espectáculo musical ligado a la identidad de la zona, como el blues y el rock. En una pizarra, escrito con tiza –otro dispositivo infaltable en las cervecerías–, se lee: “La cerveza nos ha unido. Que el agua no nos separe. Si tomás no manejés, ni publiqués fotos, ni llamás a tu ex, solo tomá, y seguí tomando”.
En la otra punta de la ciudad, en Gonnet, Gretel Beer Factory, inaugurada en noviembre del año pasado frente a la República de los Niños, también apuesta a un diseño a la vez rústico y vintage. “Gabriel Zamboni, un arquitecto, nos ayudó a pensar la estética –explica Mati Pérsico, uno de los encargados– con materiales que encontró en la calle, armamos lámparas y además compramos objetos viejos en remates, como televisores, para decorar el interior”.
Estos locales no tienen fábrica propia de cerveza sino que ofrecen una serie de canillas fijas que, como también ocurre en Chicha y en Quinquela, cervecerías que son elecciones punta en el centro y en la zona de facultades respectivamente, apuestan a la multimarca. En la mayoría impera el “happy hour” entre las 19 y las 21. En Chicha, una cervecería repleta de jóvenes que hacen la previa a los boliches, se puede saborear una exquisita tabla de fiambres seleccionados y en Quinquela una de las mejores hamburguesas caseras. “Tenemos público universitario, pero también vienen familias. Las cervecerías son una opción económica y además se produce un intercambio cultural, de hacer una pausa y verse las caras entre vecinos”, dice Mariano Consentino, dueño de Quinquela, un bar decorado con pósters de bandas de rock.
Entre las marcas locales están las cervecerías Gonnet, Diagonales Platenses, Laurus, Taguató, Dackel, Goetta. Ante la embestida de las industriales, la única carta que les queda a las artesanales es la de la calidad y el servicio. Y así lo parece entender Lemmens, una cervecería que con producción propia ya abrió dos locales en la ciudad. Uno de sus dueños, Matías Ré, se dedica a hacer dibujos en tiza, como el de un retrato gigante de Freddy Mercury. En Lemmens, cultores de la cerveza belga, se disfruta de seis canillas fijjas, entre las que se destacan la Donker y la Barley.
Las historias, a la hora de abrir una cervecería, van desde los amigos que se aventuraron a fabricarla sin ningún conocimiento previo a los que fueron a la Patagonia y descubrieron los lúpulos; desde los empresarios que deciden invertir a los chefs que combinan cervecería con cocina de autor; pero lo que no parece faltar en todos es una mística vecinal como ocurre en la tradición de los pueblos pioneros de Alemania. Y la movida cervecera incluye, a la vez, sistemas delivery de botellones –llamados growlers– y alquileres de choperas para fiestas.
Es inevitable pensar que el desafío, para muchas de ellas, es encontrar una singularidad y comprobar si el fenómeno resiste el paso del tiempo. “El temor es que las grandes industrias empiecen a comprar a las artesanales. Nuestro desafío es seguir cuidando el sabor, no acelerar las maceraciones y conservar el período de estacionamiento. Lo artesanal es un hecho cultural más que comercial”, dice Núñez, de Hermanos and Brothers.
Para el urbanista Sáenz, sin embargo, hay una perspectiva de estabilidad en el largo plazo. “Los locales se preparan con cierta proyección, estudian los productos y los públicos. Se sabe que el boom tendrá su tiempo, hay que ver quiénes son los capaces de quedar en el mercado. Hoy por hoy, las cervecerías artesanales son un rubro que está organizado, como la Asociación de Cerveceros de La Plata, que tiene sus marcas, que tiene una mística de convocatoria más atractiva que cualquier otro negocio, que cuida además de su oferta de comida. Son varios factores que hacen pensar en que las cervecerías artesanales llegaron para quedarse”.