Un placer bastante devaluado entre nosotros es el de una buena discusión, de aquellas en que se llega al borde de la pelea mientras se sirve vino, se ofrece comida y se desea que el contrincante no se vaya, que la cosa siga. El disfrute viene, por supuesto, de compartir un tema que sea pasión común y en que todas las partes sepan del asunto. Que las opiniones sean opuestas termina siendo lo de menos, porque uno aprende y disfruta del esgrima verbal. Esto es lo que termina pasando con el original libro del periodista Leandro de Martinelli, Plagar: el graffiti desde el Bronx a La Plata.
El final del título es relevante porque tanto el autor como la editorial Malisia son platenses, y de buena práctica De Martinelli analiza el graffiti que ve, que le hacen alrededor suyo. El autor está claramente a favor de esta práctica de “arte” callejero como marca de identidad y como expresión, con lo que empieza la discusión con, por ejemplo, este otro periodista. Pero leer Plagar significa terminar entendiendo cosas que uno ni sospechaba.
Por ejemplo, desde el primer párrafo De Martinelli señala algo muy importante, que todos los movimientos terminaron y terminan cooptados, menos el graffiti. Los raperos salen en Hola, Pappo tiene monumentos, los metaleros satanistas salen en programas del corazón, los hippies aparecen en propagandas de jabón. Cada momento de protesta se esfuma cuando sus protagonistas jóvenes dejan de ser jóvenes, y la siguiente generación inventa alguna otra cosa. En cambio, con el graffiti “los vecinos y las autoridades municipales siguen tan alertas hoy como hace medio siglo”. De hecho, cuenta el libro, The New York Times publicó la primera nota en serio sobre el fenómeno en 1971, y sigue tocando el tema.
Esto indica que lo que causó el fenómeno sigue vigente, con lo que el graffiti “es el único movimiento juvenil de la década del setenta cuyo repertorio de insurgencias aún interpela a las juventudes, las llama a engrosar sus filas, pone alertas vecinales, escandaliza al periodismo y moviliza a las autoridades”. De hecho, el graffiti “identitario” se expandió globalmente y es hoy visible de Vancouver a Jakarta. Esto es, postula De Martinelli, porque el graffiti cuestiona “un tipo de orden y organización de la esquina, de la cuadra, del barrio, de la ciudad, en suma, a un tipo de organización del espacio público. Un tipo relativamente novedoso en el que la ciudad ha sido privatizada, transformada en un bien de consumo, y el espacio público se ha desvirtuado hasta definirse como una continuidad de espacios privados”.
Acá la cosa se pone interesante porque el graffiti aparece como un síntoma más de la ciudad construida o reconstruida como negocio especulativo, y como una manera de resistirse y apropiarse de forma ilegal de un pedacito de ciudad. El graffiti construye una ciudad esotérica en la ciudad visible, un recorrido con significado para el que entiende los tags y los estilos, y por lo tanto entiende “de quién” es un barrio o una cuadra. No importa quién tiene la escritura, no registra el nombre del millonario que anduvo enriqueciéndose por ahí, porque el lugar es de los graffiteros que lo resignificaron.
De paso, esto explica que el graffiti sea internacional, porque prácticamente todas las ciudades de este planeta fueron reconstruidas en las últimas décadas de acuerdo a estos parámetros comerciales. De Martinelli da como ejemplo la catástrofe del cambio de código urbano en La Plata en 2010, cuando se le entregó efectivamente la ciudad a los especuladores. Como esos atorrantes se prepararon largamente para este negociado masivo, comenzaron a comprar casas en las zonas a liberar y las tapiaron. Ese mismo año, el Censo Nacional reveló el asombro de que una en cinco casas de la capital bonaerense estaba vacía. Una en cinco.
Esta hecatombe urbana fue completamente cubierta de graffitis, lo que puede crear una ilusión de espacio alegremente ocupado por los jóvenes, de anarquía y apropiación. Pero De Martinelli advierte que es en realidad un síntoma legible de que el poder en La Plata lo tienen las inmobiliarias, los especuladores. El espíritu municipal, macrista y bobo, de muchos vecinos hace que se indignen al ver la pintada, el tag, pero no la casa abandonada, lista a ser demolida para que alguno gane buenos dineros. Es una resignación mezclada con buscar chivos emisarios, buena receta para los que realmente gobiernan nuestras ciudades.
La crítica que se le puede hacer a la postura de De Martinelli es la de cierta idealización del graffiti y sus autores. Una cosa es ver los espacios muertos de un bajo autopista o de esos murallones abominables de hipermercado usados como atril, otra es ver casas patrimoniales arruinadas por las pintadas. Una cosa es el evidente intento de crear belleza o levantar el color en barrios estropeados, usando muros sucios como tela, otra es el “ataque” a la avenida Scalabrini Ortiz que la dejó vandalizada en unas diez cuadras. En el fondo, la cuestión es a quién está dirigida esta forma particular de protesta. Una cosa es pintar un shopping, otra las casas viejas de vecinos que no pueden limpiarlas de acuerdo a las reglas del arte. Lo que termina ocurriendo lo vimos todos: cuadras de edificios ensuciados y de Piedra París pintada para tapar la creatividad de los rebeldes.
Nada de esto, por supuesto, le baja la calidad a la discusión que abre De Martinelli con su buen libro. Es un libro que te permite hasta seguir enojándote con más entendimiento, con una percepción de los por qués que uno no tenía. Y eso se agradece.