L’Escala es un municipio de la comarca del Alto Ampurdán en la provincia de Gerona, ubicado en la Costa Brava de la vehemente Cataluña que, pertenezca o no a España, también sufre la crisis a su modo. En los años 60 tenía 2500 habitantes; ahora supera los diez mil y en plena temporada la cifra se sextuplica. L’Escala fue antiguamente un pueblo pesquero que fue creciendo hasta que, en las Olimpíadas de Barcelona 1992, con el desembarco de la antorcha olímpica en el Paseo de las Ampurias, adquirió una popularidad irreversible.
L’Escala vive del turismo, pero no se desvive por él. Ilustra este carácter un detalle interesante: para salvaguardar la salud de sus habitantes y evitar la invasión de turistas, durante mucho tiempo no se permitió la entrada de grandes compañías telefónicas. Ergo, los celulares agonizaban en este enclave corajudo, hecho indignante para quien necesita chequear sus e-mails mientras bucea y delicioso para quien su celular no es un apéndice y no teme que alguna función vital se atrofie si lo apaga un rato. La costa de este bonito municipio no se apaga nunca, con sus 12 calas de película, cada cual con su encanto habitual o algún inesperado desencanto. Mencionables: el Puerto de la Clota, pesquero y deportivo; la Playa del Rec, agradable, íntima; la Platja, en el centro del casco viejo, combina naturaleza y tímida urbanidad; la Cala Montgó, también populosa pero habitable. Y la calita de la Creu, minúsculo edén donde vive Doña Luri.
RECORRIDO IMPERDIBLE Entre los paseos de rigor está el Museo de la Anchoa, exposición sobre la historia de la pesca y la industria del preparado de anchoas. Las Ruinas de Empúries, situadas en el puerto homónimo, fueron alguna vez una ciudad habitada por comerciantes griegos y luego, punto de llegada del ejército romano. La oferta para el turista intelectual de ojota incluye rutas culturales, conciertos al aire libre y remembranzas literarias: a lo largo de la costanera de la Playa de Riells, un conjunto arquitectónico homenajea la obra El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Para el turista consumista hay cada domingo un Mercado de Pulgas que espulga un poco el instinto mundano de shopping. En el casco viejo, se yergue desde 1701 la Iglesia de Sant Pere, con su estilo gótico, su fachada renacentista y un escape directo a las plegarias del mar. El Carrer Enric Serra conduce a devotos y paganos a la Platja de las Barcas, vivaz calita que invita un trago en algún barcito de la Plaza de la Sardana. Si se brinda en dirección oeste, imposible no advertir una vetusta escalinata de piedra que, cual anciana que domina el terreno por haberlo andado desde su cuna, sube hasta un mirador, el Cargol. Desde este punto, el espectáculo visual merecería un Martín Fierro al mejor actor protagónico: el Mediterráneo. Sus aguas, sólo en apariencia cristalinas, se llevan el premio al mejor diseño de maquillaje. El turista, desalmado actor de reparto, se lleva un galardón por la escenografía, saturada de los desechos que reparte.
PERSONAJES ON THE BEACH Doña Luri es una amable catalana sin posición política definida: le da igual el asunto de la independencia. Quizá porque es dueña de un apartamento con esquina idílica, desde cuyas ventanas puede ver el mar hasta el infinito. Ese paraíso seguirá allí para ella, esté dentro o fuera del mandato de Felipe VI. Comenta la doña que, en invierno, el viento de la tramontana –cuyo ímpetu puede alcanzar 140 km/h– mantiene a los habitantes atrincherados en sus hogares, y que el único ser vivo que resiste semejante temperamento es un árbol: el tamarindo. Se dobla, pero resiste, como la anciana, a quien el tiempo ha encorvado su columna, pero no su ánimo de caminante.
Marcelo L. tiene 43 años, es marplatense y atiende un puesto de helados. Esta cronista está casualmente allí, devorando uno de limón, cuando un transeúnte se queja del precio y se va sin cucurucho. Al otro día, un cartelito anuncia que el helado ya no cuesta dos euros sino 1,99 porque “en tiempos de crisis, psicológicamente, es mucho”, nos explica este comerciante cuya vida europea comienza con un crimen argentino: el corralito. Una tarde de 2001, mientras el presidente de turno sobrevuela la city porteña en helicóptero, el banco vuela en jet con sus ahorros; entonces, vende su auto de trece mil dólares a tres mil y aterriza en Cataluña. Ahora vive su segunda crisis, la de la Madre Patria en proceso de divorcio.
Doña Juana. Su verborragia es ultravioleta, más dañina que el sol del mediodía. Se queja todo el tiempo, a viva voz: de los niños, de las gaviotas, del sol, del viento, del presente, del futuro, de sus queridos, de los extraños. A su lado, un marido hojea un libro de autoayuda, La felicidad interior. Está bien que la busque adentro, porque afuera, poca se ve. Parecerían ser estas Juanas y Juanes el arquetipo de la crisis primermundista: pueden permitirse vacacionar pero, aun así, siempre tendrán un motivo para la diatriba: la crisis del euro, la crisis del recalentamiento global, la crisis de los refugiados, la crisis catalana, la crisis de la felicidad interior.
Pedro, centinela amateur. Tiene 70 años y vende cocos en la playa hace 31. Dice con visible orgullo que además de dominar la técnica de romper los cocos (igual que Doña Juana) domina el arte de la pesca de ladronzuelos. Ha agudizado su vista a tal punto que, mientras parte a golpe de martillo cada fruto de cocotero, detecta por el rabillo del ojo a los potenciales chorros marinos y alerta a los Mossos d’Esquadra. Con el mismo orgullo, dice que vende el coco barato “porque hay crisis y quiero ayudar a las familias”.
Jordi P. Es un maestro de escuela nacido en L'Escala hace 65 años. De pronto, recuerda a un alumno, nieto de escalences que, con el movimiento emigratorio de los años ’40, escogieron radicarse en Argentina. En los ’90 la familia entera vuelve a su nido natal. Con la crisis catalana, ¿estará su ex alumno, o usted mismo, pensando en emigrar? La respuesta es inmediata, porque en el mundo de Jordi, impertérrito enamorado de su pueblo, existe una única crisis: la que desata el viento de la tramontana.
Madre afligida. A la pregunta sobre su nombre y nacionalidad, contesta que lo sabrá cuando pase la crisis, está confundida. Y afligida: su niño no ha pescado un pez sino una lombriz intestinal y lo llevará esa misma tarde al médico. Mientras tanto, nos señala el agua, que sugiere, efectivamente, Oxiuro o Toxocara. El asunto nos obliga a sostener una:
VERDAD A TODA COSTA A pesar del paisaje, tan paradisíaco que parece mentira, crónica honesta impone verdad en esta costa: durante la temporada alta algunas playas son inhabitables, por ejemplo la del Riells, cuyas aguas pueden tornarse insalubres. Bañistas y sabuesos, en la orilla o desde yates anclados a pocos metros, usan el Mediterráneo literalmente como letrina. Ergo, hacia el –otrora romántico– atardecer comienzan a aparecer en la orilla restos del movimiento intestinal de distintas especies animales, incluido el homo sapiens. Resultado: el médico confirma a la madre afligida lo que su visión ya había anunciado; nada grave, pero tampoco festivo. Opción: viajar sobre el final de la temporada, hacerlo en temporada alta y atrincherarse en calas pequeñas, lejos de canes y embarcaciones, o tomarse el asunto con vocación ecologista; leyendo en voz alta a cada analfabeto que llega con su mascota a la playa, el cartelito que dice “prohibido entrar con perros”. Para el fuera de temporada, algunas propuestas: en Abril, con el día de Sant Jordi, llegan las rosas, los libros y los enamorados. Mayo: Triunvirato Mediterráneo, una atractiva feria grecorromana. Junio: Encuentros de música y danzas de la Sardana y la Verbena de San Juan. Septiembre: Fiesta de la Sal y Fiesta de la Anchoa. Febrero: Carnavales.
Ahora que lo sabe todo, lo bueno y lo malo, medite en qué escala de la crisis se encuentra, viaje en su mejor momento a L’Escala y zambúllase en la felicidad interior.