Hace 50 años Nacha Guevara estaba tan en llamas que podía irrumpir en sus espectáculos con la primera frase de un tema que decía: “Somos los guerrilleros de La nueva canción/ Odiamos la injusticia y la guerra/ No como ustedes, ¡burgueses!”. Hay que escuchar el énfasis (la rabia) con que pronunciaba (mordía) la palabra burgueses. En este medio siglo pasó la vida. 

Marcar el contraste entre aquella iracunda y revulsiva intérprete y esta señora coqueta, intensa, siempre iracunda, atravesada por un discurso de autoayuda que comenta ahora minucias de su participación en el jurado del programa de Tinelli es, al menos, obvio. El mismo paisaje donde se desarrolla la entrevista opina: estamos en los jardines del Palacio Duhau. Aquella que decía “¡burgueses!” mirando a los ojos de los espectadores en el escenario del Instituto Di Tella invita ahora al periodista a tomar el té en el medio de fontanas y helechos. El contexto vuelve a los gorriones que toman agua del estanque en ruiseñores. Todo parece un poco irreal. Atardece en Recoleta, y Nacha Guevara se muestra como lo que también es: una dama culta, clara, inteligente, curtida. 

“Creíamos que una canción podía cambiar el mundo”, dice. Habla de los años ‘60, el vanagloriado prólogo de la gran tragedia argentina. Habla de Las canciones que nunca volví a cantar, que sí cantará en La Trastienda a partir del 8 de marzo. El título del espectáculo es al menos tentador, y conduce a hundirse en temas perdidos en los pliegues de la historia de la música popular, un repertorio arrebatado y picante que sirve para entender un poco más qué pasó, cómo fue la previa al descenso a los infiernos de la última dictadura. Son canciones con rítmicas antiguas, de fox trox o de vals, algún tanguito, temas livianos y densos al mismo tiempo, ecos nacionales de la aristocracia de la chanson. La vara es alta: Boris Vian, Jacques Brel, George Brassens, Serge Gainsbourg. “Mi cultura fue francófila, no anglófila. Mi generación vivía mirando a Francia. Los niños estudiaban más francés que inglés. Yo fui al Lenguas Vivas y todo era muy afrancesado. Cuando escuché por primera vez a Brassens, a Brel, a Vian fue un impacto tremendo. Mi vida artística es un antes y un después de ese instante. Yo hasta ese momento no sabía que iba a cantar. Estudiaba para actriz, pero no me sentía del todo a gusto actuando. Me pasaba el día escuchando canciones francesas. Era algo que no conocíamos: aquí teníamos el tango, el bolero y El Club del Clan, no mucho más”.

¿Qué fue lo que te impactó?

  –Que fueran canciones que opinaban mientras hablaban de temas cotidianos. Canciones de gran arquitectura, que referían a cada una de las barbaridades que ocurrían en el mundo en ese momento con un humor exquisito. Ese repertorio determinó mi camino. Me dije: Esto es lo que quiero hacer. 

Las traducciones y adaptaciones fueron la plataforma para que poetas, intelectuales y periodistas argentinos comenzaran a producir un repertorio novedoso y febril. Todo era pasado por el filtro de la realidad nacional: Brassens podía hablar de la Segunda Guerra Mundial, acá se hablaría de Arturo Frondizi. Nacha advirtió que con las  adaptaciones no alcanzaba, que había que encontrar un matiz local sin intermediación. “Busqué por acá. ¡Y había! Poetas como César Fernández Moreno, Carlos del Peral, Mario Trejo, y muchos más. Muy talentosos. Estaban todos locos, estábamos todos locos. Había mucha libertad y no se temía al ridículo: en un espectáculo podíamos cantar una oda a la banana o una receta”.

Carlos del Peral escribió, por ejemplo, con música de Fernando Leynaud: “Arroró mi madre, arroró mi sol/ arroró mi padre de mi corazón/ Mátalo a tu padre/ No seas muy cruel/ Y mata a tu madre/ para que esté con él” (“Canción de cuna generacional”). O, con música del luego tecladista de Pescado Rabioso Carlos Cutaia, la surrealista “La papa”: “Yo tenía una papa y la quería/ La llevaba del brazo a todas partes/ Cuando me casé estaba conmigo/ Al divorciarme sólo a ella la llevé/ Cuando yo llegaba del trabajo/  saludaba moviendo sus hojitas/ y preguntábame, tímidamente/ si la dejaba tener una flor/ Fuimos juntas a votar por Frondizi/ Y juntitas lloramos nuestro error/ Y ahora que todo está cantado.../ ¡Coca-Cola refresca mejor!”.

Estos temas tomados al azar pertenecen al primer disco, Nacha Guevara Canta. En el long play también destacan canciones de Ernesto Schoó, Norman Briski, Jorge Schussheim, Jorge De la Vega, César Fernández Moreno y hasta de la Violeta Parra más experimental (“Mazurquica modérnica”). Estos discos iniciáticos, fatalmente descatalogados –gemas de una confluencia deslumbrante de montoneros, publicistas, patafísicos, artistas plásticos y poetas– fueron editados por Olympia. El sello se formó prácticamente a instancias de la fascinación que provocó Nacha Guevara en uno de sus fundadores, el psicólogo Alberto Brodesky. Había quedo embelesado con el primer show en el Instituto Di Tella, Nacha de noche. Después vendrían otros hitos, como Hay que meter la pata” y Anastasia querida. “Yo formé parte de tres fenómenos que estaban intercomunicados: el Di Tella, el café concert y La nueva canción. Todo era natural, hacíamos las cosas sin darnos cuenta, escuchábamos Almendra o las enseñanzas de Roberto Villanueva con la misma curiosidad”.

Aquellas canciones que “nunca volvió a cantar” dialogaban –cada una a su manera– con la renovación lírica que encaró Horacio Ferrer desde el tango y con algunas letras pioneras del rock argentino (sobre todo de Luis Alberto Spinetta, Miguel Abuelo, Javier Martínez, Moris y Miguel Cantilo, que en el primer Pedro y Pablo fusionó la estética de café concert con la canción de protesta a lo Dylan). También el diálogo ocurría, de un modo simultáneo, con las tendencias de músicas de todo el mundo: la bossa nova, el cool jazz y por supuesto la chanson. Las temáticas ostentaban una urgencia casi periodística, con apuntes a la llegada del hombre a la luna, la píldora anticonceptiva o Vietnam, bajo la mirada de una vaga izquierda urbana chic –ese esnobismo al que le cantó magistralmente Vian– que alineaba en una misma órbita los planetas de Freud, Marx, Perón y Christian Dior. 

Nacha Guevara es de la generación que se forjó y quedó desmembrada durante la década que fue de Illia a Videla, con estaciones en Onganía, Lanusse, Cámpora y la Triple A. Ese trayecto entre 1966 y 1976 fue un caleidoscopio cultural que, aún hoy, cuesta vislumbrar con ecuanimidad. “Un puchero misterioso”, diría otro protagonista de la época, el Tata Cedrón, citando a Raúl González Tuñón. Al comienzo, todo fue nítido. En los pasillos y salones del Di Tella podían convivir los estruendosos happenings de Marta Minujín, con obras de un contenido político más explícito como el Arte Vivo de Alberto Greco o la Nueva Figuración de Rómulo Macció, Luis Felipe Noé y Jorge de la Vega. 

La investigadora y escritora Ana Longoni observa en su trabajo Vanguardia y revolución: Ideas-fuerza en el arte argentino de los ‘60/’70, en el que traza y analiza las analogías entre las vanguardias políticas y las artísticas, que “a diferencia de Cuba desde el triunfo revolucionario de 1959 o incluso del gobierno democrático de la Unidad Popular en Chile entre 1970-73, en Argentina no se puede hablar de una revolución sino más bien un clima triunfalista instalado en amplios sectores sociales acerca de la inminencia o proximidad de la revolución (clima que se ve reforzado por la irrupción de la movilización popular en las calles entre la rebelión popular conocida como el Cordobazo, en mayo de 1969, y el entusiasta período llamado ‘primavera camporista’, que antecedió la última presidencia de Perón en 1973). Como en la mayor parte del mundo, en Argentina no hubo revolución sino su deseo (extendido e intensivo), la percepción de que se trataba de un destino histórico inevitable, la ‘necesidad objetiva’ de un cambio radical”.

Lanusse Go Home

¿Cómo te fuiste metiendo en política?

  –Estaba en el aire. Yo cantaba aquello de “Somos los guerrilleros de La nueva canción”, y en el espectáculo Este es el año que es, de 1971, cosas peores. Cuando lo presentábamos, llenábamos el escenario de pancartas como si fuera una manifestación, que decían:  ¡Lanusse Go Home vía Panam!. O cuando estaba Manrique en Bienestar Social le poníamos: Manrique duerme con la luz prendida. Era muy fuerte todo. En ese espectáculo había canciones tremendas como “De qué se ríe, Señor Ministro?” de Benedetti, “Soldadito boliviano”, de Nicolás Guillén...

¿Cuál era tu afiliación política? 

  –No, nunca tuve y nunca tendré afiliación partidaria. Pero estaba con todos: los trotskistas, los peronistas, los posadistas. Convivíamos, nos divertíamos, no le teníamos miedo a nada. Mi grupo igual era más de artistas que de políticos: Jorge Bonino, Federico Peralta Ramos, Gasalla, Perciavalle...

Dentro de la movida del café concert, que sirvió de semillero de artistas como Edda Díaz, Claudia Lapacó, además de los dos divos de comienzos de las 70 Antonio Gasalla y Carlos Perciavalle, ya Nacha Guevara destacaba por sus posiciones extremas en un ámbito de clase media y clase media alta. Exhibía con claridad la paradoja de hacer música popular para un público de elite. En un dossier sobre el fenómeno del café concert publicado en el semanario Siete Días el 21 de junio de 1971 quedan de manifiesto ciertas diferencias de Nacha respecto de sus pares. Casi como si fuera el trazado de un plan artístico y político, se puede leer: “Nacha Guevara anima las veladas de Michel, uno de los más sólidos y típicos café concerts del Barrio Norte. Los fines de semana, en dos funciones, protagoniza junto al músico Alberto Favero un show donde ofrece sus últimas canciones, una de las cuales es una desenfrenada sátira en torno de la compra de un portaviones por parte de la Armada argentina. (...) Como respuesta a quienes la consideran irremediablemente frívola, recuerda el categórico éxito del recital que ofreció hace un año en el estadio Centenario de Montevideo, durante un mitin organizado por la uruguaya Confederación Nacional del Trabajo. Lo cierto es que, escudándose tras su juguetona imagen, Nacha produjo las mejores canciones que aletearon en los café concerts durante los últimos años, desde el tango ‘El colmillo’ hasta traducciones adaptadas de obras del poeta francés George Brassens. Para Guevara, el género es una especie de circo donde el espectador debe recibir sorpresas continuamente: ‘Pero eso todavía no se da en la Argentina y entonces a una la confinan a cantar canciones de protesta ante 50 espectadores burgueses; algo que, en realidad, no sirve para nada’”.

Nacha soy yo

Tres mozos circunspectos ordenan unas mesas para la hora de la cena que, parece, será a la luz de las velas. De la calle Alvear se escuchan algunas bocinas. Se ríe Nacha. Como en varias de sus canciones autobiográficas –como por ejemplo, la genial “Yo soy la Nacha”, a la par de un maravilloso Alberto Favero– se burla tanto de su cuerpo como de su célebre temperamento volcánico. En grageas, honra a su fama: da órdenes al fotógrafo, pregunta la hora cada diez minutos y deja que se despliegue a su alrededor un aura que se palpa corriente eléctrica, como quien traza una perimetral instantánea. Pero si se soslayan los alardes un tanto anacrónicos de diva, resulta una conversadora fascinante. Nació en Mar del Plata en 1940 como Clotilde Acosta Badaluco y tuvo tres hijos de tres parejas diferentes: el fotógrafo y periodista Anteo del Mastro, el actor Norman Briski y el músico Alberto Favero. Se puede advertir en su rostro que cada capa de maquillaje es, también, una manera de tapar tanto dolor y nomadismo. Porque ahora habla del momento político en el que se cocinaron las canciones que exhumará en La Trastienda, el comienzo de la cacería instaurada en los años de López Rega que la arrojaron al exilio. “Los tiempos se iban poniendo más duros y nosotros también. Porque en la época de Onganía empezamos con Vian, pero luego fuimos a Benedetti. Mi encuentro con Benedetti marcó un cambio profundo en mi repertorio. Empecé a tener otro tipo de compromiso. Todo eso chocó con la Triple A”.

¿Cómo fue tu exilio? ¿Empezaste de cero o ser Nacha Guevara te abrió alguna puerta?

  –¡Cero Nacha Guevara!  Era nadie. Primero recalé en Perú, luego en México y finalmente en Madrid. Con mis tres chicos y con Alberto Favero.

¿Por qué primero a Perú?

  –No nos alcanzaba para otro pasaje. Teníamos 350 dólares. Cuando uno está en la batalla, no hay tiempo de análisis. Todo es acción, porque tenés que dar de comer a tus hijos, mandarlos a la escuela. En fin, trabajar y vivir. Pero en Perú no pasaba nada, estaban cien años atrasados respecto a la Argentina. Eso cambió, ya no es así. Ellos avanzaron y la Argentina es pura decadencia. Pero en 1974 había un abismo. Lo que hacíamos con Favero era vanguardia en serio. Estábamos muy avanzados, rompiendo estructuras, como lo estaba haciendo Andy Warhol en los Estados Unidos. Tuve la suerte de que Núria Espert me mandara una carta, que yo llamo La carta salvadora, ofreciéndome todo tipo de ayuda. Estaba haciendo Yerma, de Federico García Lorca, en Buenos Aires y se fue de gira a México. Me escribió, simplemente: “Vengan a México que vamos a ayudarlos”. Y así fue: con su marido nos pagaron tres meses de alquiler de un departamento y nos consiguieron las visas de trabajo. Fueron como ángeles de la guarda.

En México había una colonia de argentinos exiliados bien grande…

  –Sí. Mi grupo lo integraba Cámpora, Rodolfo Puiggrós, Ricardo Obregón Cano... Esa era la camada política en la que me movía. Estaban en el hotel El Prado, con la categoría de “asilados”. Eso significaba que tenían la parte material resuelta. Íbamos a comer con ellos, porque no teníamos un mango. A mí me ofrecieron asilarme, pero no quise. No sé por qué, pero me negué.

Parecería que tenés alguna asignatura pendiente con esos años.

  –Mirá, escribí un libro sobre mi vida, que está inédito. Y siempre pensé que, al escribirlo, iba a tener que lidiar con momentos dolorosos de mi infancia. Sin embargo, me di cuenta que lo que menos elaborado tengo es el exilio. Fue muy difícil. Sentí angustia, tristeza, dolor. La tapaba, porque era una máquina de hacer cosas. En España estuvimos un poquitín mejor, porque al menos logramos tener algunos contratos como artistas. Pero en cada sitio era siempre empezar de cero.

¿Cómo fue la convivencia con tus hijos y con Favero?

  –Ellos cuatro fueron fundamentales. A mis hijos les escribí una carta hace no mucho tiempo donde les agradezco tanto... Pero tanto, tanto. Si no hubieran estado tal vez me hubiera deprimido, o hubiera caído en la melancolía. Fueron el motor del exilio. Esa necesidad, esa responsabilidad frente a ellos de alimentarlos, vestirlos, mandarlos y cambiarlos de colegio cien veces. En la carta pongo que esas manitos chiquititas me fueron empujando y me llevaron a lugares que para mí fueron buenos.

Nacha habla detrás de unos enormes lentes, que intentan neutralizar su conmoción. Se advierten más allá de los vidrios opacos unos ojos muy pequeños y, ahora, la mirada brillosa. Se recompone, pero no abandona el registro emotivo. “A veces me pregunto cómo es que llegué acá. Y creo que tiene que ver con mi abuelo. A mí me gusta el tango, hice incluso un espectáculo sobre obras de Discépolo. Y me gusta porque lo conozco, lo entiendo y lo comprendo. Mi abuelo era siciliano y todas las tardes se sentaba con su cigarro, en nuestra casa de Mar del Plata, a escuchar ópera y tango. Puccini, Verdi y Gardel. Yo tenía unos cuatro años y me sentaba a su lado a escuchar. Era un ritual. El fue mi primer maestro de música. Nunca estudié, no sé leer un pentagrama: la música me entró por donde debe entrar, por los sentimientos. Mi abuelo era muy silencioso, introvertido, medio huraño, muy... siciliano. Sentía la soledad de la lejanía, añoraba a su tierra. Ahora me doy cuenta todo lo que me dijo en ese momento, sin hablarme. Me enseñó el drama musical, cómo hacer de la música un hecho dramático. Eso me transmitió”.

En los primeros años 70 Nacha Guevara en Estados Unidos

Usted preguntará por qué cambiamos

Como todos los artistas que volvieron del exilio a principios de los ‘80, la figura de Nacha Guevara fue resignificada. Vino cubierta de un barniz legendario que la ubicaba en un lugar singular, equidistante de la canción testimonial y del más raso music hall. Protagonizó shows en vivo que se transformaron en verdaderas ceremonias catárticas: su figura ágil y enjuta, como modelada por Modigliani, remitía vagamente a esas cantantes del cabaret alemán de entreguerras. Nacha Guevara aparecía valiente, directa, fuerte, audaz. Le sobraban recursos artísticos. Irrumpió con dos buenos discos, Aquí estoy y Los patitos feos e instaló un repertorio que con música de Favero masificó aún más la poesía popular de Mario Benedetti (“Te quiero”, “Por qué cantamos”). También reveló temas no tan frecuentados de la Nueva Trova Cubana. Justamente allí, en Cuba, incubó el huevo de la serpiente de la reconversión. El cambio de piel que la constituyó en una insospechada difusora de las posibilidades de “la vida interior”. Un poco a la manera de Piero, la joven revolucionaria daba vuelta su discurso como una tortilla y se abrazaba al yoga y a la literatura new age.

¿Qué pasó?

  –El cambio empezó a madurar cuando fui a Cuba, en 1979. Fui con la cabeza de los 60: llevé a La Habana todo, enterito, el sueño de la revolución. Y no la encontré. Lo que encontré fue un sistema con virtudes y con muchos defectos. Demasiadas cosas no me gustaron. Tuve una desilusión que desató en mí una crisis tremenda. Porque habíamos perdido muchas cosas en nombre de esa ilusión. Con el tiempo ese choque lo procesé como una bendición, porque tomé conciencia de que la única revolución posible es la interior.

¿Los logros de Cuba no te parecieron suficientes, no los pusiste en su contexto?

–Mirá, para mí la libertad es el bien más preciado. En Cuba vi cosas sobre la libertad que estaban en contra de mis convicciones. Me han llegado a retener el pasaporte... Eso no lo pude negociar, por más que se hayan logrado ciertos beneficios. Tomé contacto con mucha gente, gente divina como Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Amaury Pérez. Con Silvio mi relación fue más complicada, porque él siempre fue oficialista. Pero Pablo y Amaury han mostrado rebeldía y han sido castigados por eso. Son mis amigos. Con Amaury nos mandamos mails permanentemente, planeamos hacer algo juntos. Para el artista la libertad es como el aire, por eso ellos están hace mucho tiempo en una posición difícil. Para mí no fue sencillo el cambio. Tuve discusiones con grandes amigos, como Mario Benedetti. Estuvimos muy distanciados. Él me trataba como si fuera mi tío. Cuando fui a Cuba Mario justo estaba allá: ¡rogaba que la sobrina no hiciera quilombo! Cuando me sacaron el pasaporte armé un despelote total. Le decía a las autoridades: “Es una buena chica, un poco revoltosa”. 

En los años ‘90 tu imagen se vuelve un poco difusa, con tu disco Heavy Tango, en el que sampleaste a Tita Merello, o con el programa Me gusta ser mujer.

  –Es que yo no especulo. Me muevo por mis deseos. Es mi motor, sino me achancho... Nadie puede evitar ser quién es. Y yo soy así.

¿Y quién creés que sos, finalmente?

  –Una artista que ha tratado de tener siempre un registro muy amplio. Trato de usar las ocho octavas del piano, no dos. Quiero hacer muchas cosas, y cuando salen a todo le pongo la misma dedicación, la misma entrega. Si hago una tira de televisión, Shakespeare, Eva Perón, Benedetti o una película de María Luis Bemberg, es lo mismo. Me preguntabas por el disco Heavy Tango. Es de 1991. ¡Después lo hicieron todos! Los más reaccionarios en cuanto a la recepción fueron los rockeros, no los tangueros. Y Tita Merello ni hablar, una apertura total. Enseguida estuvo de acuerdo en hacer el sampleo de “Se dice de mí”. Fui a la casa, que era increíblemente humilde para una mujer de ese tamaño, y en una mesita había un grabadorcito. En ese grabadorcito le puse el casete con la base del tema para ver si quería hacer esa versión jugada de su gran éxito. “Se dice de mí” es prácticamente su tema. Enseguida empezó a mover la patita. Habrá escuchado 30 segundos, me miró y me dijo: “Sí, lo voy a hacer”. Una genia. Cuando me interesa hacer algo me empecino para hacerlo. A veces sale, a veces no. Lamentablemente no hago todo lo que quiero. Los artistas estamos entrenados en la frustración. De cincuenta espectáculos que he hecho, hay ciento cincuenta que por un motivo u otro no pude hacer.

 Por ejemplo...

  –Me hubiera gustado tener EL ROL en cine. No pierdo las esperanzas. En teatro he tenido papeles importantes, como Mrs. Robinson de El graduado, Eva, Tita, pero en cine no... ¡Me falta el papel de mi vida! Y después tengo un sueño que sé que voy a cumplir. Estuve a punto de concretarlo este año, pero se frustró: La voz humana, de Jean Cocteau.

¿Y cómo funcionan esos deseos en relación con, por ejemplo, tu participación como jurado en el programa de Tinelli?

  –El programa está muy lejano a mis intereses, lo sé. Pero me gustó salir de mi área de comodidad. Me interesó saber qué pasaba ahí, qué hacía yo ahí adentro. Fue una buena experiencia. Te tratan con mucho respeto y cariño. Es agradable desde que llegás a la puerta hasta que salís ya producido al aire. Ahora, el programa es otra cosa.

¿Por qué?

  –Es un manicomio. Lo que uno ve no es lo que ve el público. El público observa lo que la cámara muestra, pero cuando estás ahí no te alcanzan los ojos para todo. Si sos observador, como tiene que ser un actor, podés contemplar cosas rarísimas: la conducta de los participantes, cómo evolucionan o involucionan, cómo se llevan con la cámara, con la fama, con el éxito, el fracaso. ¡Es fascinante! 

¿Por qué pasás de ese tipo de masividad, de ese “manicomio”, a estas canciones de hace cincuenta años, a un espectáculo de dimensiones pequeñas?

  –Vengo de años de hacer cosas tremendas como Eva, en la que tuve que morir todas las noches. O la vida de Tita, que es peor, porque es la vejez y la decadencia. Ahora tengo la necesidad de divertirme, de recuperar esa frescura en el escenario. Cuando inauguraron el Museo del Mar se hizo una muestra pop y hubo un homenaje a aquella época, el Di Tella incluido. Fue una experiencia hermosa, al aire libre. Hicimos dos conciertos para 6.000 personas en cada uno. La gente venía de la playa, con las chancletas, la silla y el perro. Yo la verdad que pensé que no iba a funcionar. Era muy peligroso, raro ¡Canto un bolero de sinónimos, la receta de los huevos! Mar del Plata no se caracteriza por ser vanguardia cultural. Soy de allí, la conozco. Pero funcionó. 

¿Por qué creés que funcionó?

  –Porque los jóvenes están desesperados por entender qué pasó en aquellos años. Ellos saben, o sospechan, que en los ‘60 ocurrió algo que se interrumpió brutalmente. Y es verdad. No pudimos pasar la posta. Es triste, pero fue así. Es decir: yo creo que el interés pasa por el poder de esas canciones, y porque todavía hay gente que quiere ver al producto de una generación cascoteada. Siempre es atractivo escuchar a una sobreviviente.