Madre e hija viajan en auto a lo largo de las amplias rutas de Sacramento, en la soleada California. Escuchan el relato de Las uvas de la ira de John Steinbeck en un cassette, lloran de emoción, discuten sobre los gastos de la matrícula escolar, sobre el futuro, sobre el tedio que parece invadir esas interminables horas que pueblan la costa oeste de los Estados Unidos. Lady Bird, ópera prima en solitario de la extraordinaria Greta Gerwig –actriz, escritora, alma inquieta del cine independiente de los tempranos 2000 en colaboración con directores como Joe Swanberg o Noah Baumbach–, cuenta la historia de una búsqueda, de un aprendizaje, de un largo camino de tropiezos y frustraciones, de generosos y alegres descubrimientos. Gerwig enriquece los tópicos tradicionales de los coming of age sobre el amor y el sexo para ofrecer en su película una mirada sobre el mundo alrededor de su personaje, sobre las ambiciones de una adolescente criada en un entorno suburbano que sueña con las veleidades liberales de la fría Nueva York. Ácida, inteligente, cálida, Lady Bird construye el mundo a través de los ojos de su heroína, nos contagia la ambigua energía de esa etapa de la vida, con sus éxtasis y sus desmedidos melodramas, hace sus sueños y desengaños tan intensos como la aventura de su directora de afirmarse tras una cámara. 

“Aunque no es literalmente autobiográfica, hay un núcleo de verdad emocional que es muy resonante, que rima con la verdad”, cuenta Greta Gerwig en una entrevista a The Guardian luego del anuncio de las cinco nominaciones al Oscar que recibió Lady Bird, entre ellas a la mejor película, mejor guión y mejor dirección. Es toda una consagración para Gerwig, de solo 34 años, que viene pisando fuerte como actriz entre el indie y el mainstream, que ha demostrado que tiene un mundo propio, que escribe sus personajes como moldea sus actuaciones, alejados de afectaciones y  capaces de trasmitir emociones confusas, contradictorias. En sus películas con Swanberg (Hannah Take the Stairs, Nights and Weekends) o Baumbach (Frances Ha, Mistress America), Greta interpreta a jóvenes mujeres que anhelan una vida propia, construida en sus propios términos, sujeta a infinitos tropiezos y complicaciones. Son soñadoras, pero sus sueños nunca son algo abstracto sino pasos concretos que se cristalizan en una carrera profesional, en ambiciones intelectuales, en trabajos que expresen una secreta realización. Las impulsa una incansable voluntad que compensa lo irrealizables que resultan esos proyectos, incluso para el propio espectador. Hablan mucho, piensan, explican incluso aquello que parece no tener expresión. El mumblecore de espíritu naturalista y cotidiano que suele atarse a esa tradición de independencia de ínfimos presupuestos y proyectos amateurs no fue nunca la clave de la retórica de Gerwig: sus diálogos –en aquellas películas en las que realiza el guión o contribuye en delinear los parlamentos– tienen la firmeza de una convicción, a veces ardua y elusiva, pero que nunca aquieta su enérgica persistencia. 

“Me gustaría poder vivir a través de algo”, dice Christine mientras viaja con su madre en el auto por Sacramento. Esa Christine rebautizaba “Lady Bird”, la que vive en el barrio equivocado, que pelea con su madre para que le compre una revista de tres dólares porque tuvo un mal día, que odia esa apatía de los suburbios, que se imagina en la Nueva York de la Cultura (con mayúsculas) más allá de los peligros del snobismo, es la más personal de las criaturas de Gerwig. La define su permanente beligerancia con una madre que lidia con las limitaciones económicas, la cercanía con un padre que pelea con la depresión y el desempleo, su despertar sexual teñido de ansiedad y ardientes ironías, sus amistades adolescentes sumergidas en lealtades, celos y compañerismo. Y Saoirse Ronan le brinda un cuerpo desgarbado y sensual, en sintonía con ese interior bullicioso e inconformista que habita una ciudad que rechaza y descubre cada día. Con el pelo de colores, la sonrisa contagiosa y el llanto ahogado y solitario de ese tiempo de alegrías contagiosas y terribles desencantos, Ronan da vida a las aventuras reales e imaginadas de esa mágica e inconfundible Lady Bird. 

Chica suburbana

Estamos en 2002 y Christine tiene 17 años. Asiste al último año de la secundaria en una escuela católica porque la estatal resulta demasiado peligrosa (el mito del apuñalamiento a la salida del colegio del hermano se convierte por repetición en un gag maravilloso). Su madre, enfermera de un psiquiátrico en el que realiza varios turnos para sostener a la familia, insiste en los sacrificios que significa su manutención, en las privaciones que deben atravesar, en lo que implica el costo de cada cosa. Gerwig cuenta con la inteligencia para ofrecer un claro panorama del interior de los Estados Unidos sin cargar las tintas ni perder el humor. La educación católica, la vida en un suburbio deslucido, las estrecheces financieras son una realidad que la película instala junto al rumbo de la acción. Los chistes de Christine sobre vivir “on the wrong side of the tracks”, su sueño con esa casa pintada de azul y su jardín perfecto, sus paseos por tiendas con cosas que nunca puede comprar, son gestos de esa nítida conciencia de clase que se delinea como el permanente horizonte de toda desmedida ambición. Y en cada encrucijada que ese origen le ofrece, Christine propone una resistencia: al dogma de la iglesia, a la letanía de la ciudad, a los mandatos maternales. Pero lejos de parecer sumida en enojosas cavilaciones, Christine anima como la última cada una de sus gestas personales: actuar en un musical para conquistar a un chico, comer ostias en el baño con su amiga Julie, enviar aplicaciones a Universidades de otros estados, disputarle a su madre el destino de su vida. Cada uno de sus actos, equivocados, egoístas o absurdos, se consagran en ese entorno, en esa familia, en esa ciudad de California. 

Sacramento cumple un rol clave en la vida de Gerwig. No solo ha nacido allí sino que toda la idiosincrasia del lugar ha marcado su vida y ahora su obra. “El que hable del hedonismo en California nunca pasó una Navidad en Sacramento” es la frase de Joan Didion con la que comienza la película. Y ese espíritu provinciano de ciudad en la que no pasa nada (“Lo único emocionante del 2002 es que es un palíndromo”, le dice Christine a su madre en esa discusión con fondo de Steinbeck) ya había definido a algunos de sus personajes, como la Frances de Frances Ha (los padres de Frances, a quienes va a visitar en Sacramento, son interpretados justamente por los padres de Gerwig que todavía viven allí). Pero al mismo tiempo que Sacramento funciona como límite geográfico para los sueños de esa independiente “Lady Bird”, también se expande en las imágenes que capta la cámara de Gerwig, en sus largos recorridos por las calles arboladas, en aquello que es posible redescubrir a la distancia. De la misma manera que la educación católica, burlada y despreciada por Christine en sus momentos de furia, nunca es una suma de clisés de monjas estrictas y saberes arcaicos, sino un espacio de contradicciones, en el que una monja puede celebrar un chiste y un cura puede dirigir un musical. La atención casi inconsciente que Christine ofrece al espacio que habita es algo que la película revela con cuidado, como si la misma Gerwig descubriera en el instante de filmarlo el verdadero valor que tuvo en sus propios sueños.

La conquista de algo propio

De ese entorno emergen con fuerza tres vínculos. El primero y más importante es el que establece con su madre, Marion, interpretada por Laurie Metcalf con la medida justa de irritante comprensión. Las peleas, desencuentros, estallidos y reproches que atraviesan todas las relaciones entre madres e hijas –y que adquieren en la adolescencia su período de intrigante ebullición– ofrecen en la mirada de Gerwig una clara distinción: el intento de Marion de moderar las ambiciones de su hija nace tanto de un genuino intento de protección como de sus propios fracasos y frustraciones. Por ello cada escena enriquece la dinámica y le otorga una lógica que nunca aspira a ser definitiva. Cuando Christine se prueba los vestidos para la graduación y espera que su madre le diga que está linda, que va a ser la reina de la fiesta y eso no ocurre, Marion le contesta: “Pensé que ni siquiera te importaba lo que yo pensaba”. El que Christine espere secretamente la aprobación de su madre y que mitigue sus rebeldías con esa demanda de amor nunca impide que se afirme en su elección. Algo similar sucede en su relación con Julie (Beanie Feldstein): amiga y compinche de aventuras, de risotadas inexplicables, de almuerzos suculentos, Julie es también el anclaje con esa vida en el margen de las vías. La mirada de Gerwig sobre la amistad femenina, que había demostrado con extraordinaria lucidez en los guiones de Frances Ha y Mistress América, aquí se concentra en su compleja gestación, en lo que significan las amigas de la adolescencia, aquellas que se sobreviven pequeñas mezquindades e injustos abandonos. 

El último vínculo clave que aborda la película es el que Christine va a establecer con los chicos de los que se enamora. Su búsqueda del amor nunca está exenta de la fortaleza que ella expresa en sus opiniones, en su deseo de afirmarse en sus ideas sobre el despertar sexual, la pasión o el compromiso. Primero Danny (Lucas Hedges) y luego Kyle (Timothée Chalamet) expresan tanto una idealización romántica como la conquista de algo propio, como ese nombre que ella misma se ha dado. Y lo propio puede ser una familia en un barrio lindo con una casa pintada de azul, o un atisbo de esa vida cool e intelectual de ambientes chic que solo se consigue en la costa Este. Pese a los fracasos y frustraciones, Gerwig persigue la voluntad de Christine hasta el final, sin prolongar demasiado las escenas, consciente de que es el corte oportuno entre un plano y otro el arma clave para la travesía de su personaje. Alejada de los lánguidos movimientos de cámara que han inundado muchos debuts de cineastas formados en el indie, liberada de cualquier sentimentalismo musical, y afirmada en la vitalidad de un personaje que en la conquista de lo que quiere asume el valor de lo que ello implica, Lady Bird se convierte en la película que Greta nos había prometido hace muchos años. Desde que la vimos por primera vez, recién llegada de Sacramento.