Hace dos años vi, en el hoy inexistente Festival de Pinamar, La luz incidente, película de Ariel Rotter. Me conmovió de tal manera que decidí escribir la primera y única reseña que hice hasta ahora. Ese texto arrancaba así: 

“La luz incidente nos devuelve la luz reflejada de un fantasma que ronda por la casa de Luisa (Erica Rivas). Un alma perdida que se fue antes de tiempo y no se dio cuenta. El fantasma es nuestro protagonista ausente, que da vueltas en la vida de su mujer torturándola con el dolor de su inexistencia. Desde sus ojos distantes mediados por la muerte, la mira llorar desconsolada en su cama, o planchando su ropa en la madrugada, o recorriendo con los ojos perdidos la agenda inacabada de su marido difunto, o recibiendo instrucciones de su suegra y de su madre para rehacer su vida. Este es el fantasma que construye Rotter con esta película sobre la pérdida de un ser amado.” 

En otro párrafo continuaba: 

“Luisa perdió a su marido en un accidente e intenta recomponer su vida con los tiempos que le piden su entorno y su época. Viuda y con dos niñas, atraviesa su luto buscando respuestas a la incógnita de la muerte, hasta que irrumpe en su vida un hombre (Marcelo Subiotto) que al parecer tiene la respuesta para todos sus males. Este hombre, muy decidido, viene a ocupar el lugar que la sociedad indica en su vida, a tal punto que está dispuesto a darles su apellido a las niñas sin padre. Pero no le va a ser fácil a Luisa, pues la mirada del protagonista ausente la persigue escena tras escena a través de la cámara de Rotter. La busca y la interpela para recordarle que él todavía está en este mundo y no quiere irse. Él, con su muerte, sigue siendo una presencia viva. Sus ojos son esa cámara que lo ve todo en blanco y negro. Y su mirada, a Luisa, le pesa.”

Mientras miraba la película no podía dejar de pensar en mi padre observándome. Una noche le quitaron la vida cuando yo tenía cinco años, en las circunstancias extrañas y turbias de un caso que todavía sigue irresuelto. Apenas lo conocí, y durante muchos años me olvidé de él y de su rostro, porque ni siquiera tenía una foto. Solo hace muy poco pude recuperar una imagen. 

Empaticé de inmediato con la historia de la mujer que pierde a su marido y se queda sola con sus dos niñas. Nosotros éramos dos niños, mi hermano menor Marcelo y yo. Pero lo que más me llamó la atención de la película es el punto de vista del fantasma: su mirada a través de una cámara cuya profundidad de campo es acotada y el foco siempre está en su mujer. Esa distancia, ese vacío que se genera entre el personaje y la cámara dan cuenta del dolor del protagonista ausente: una punzada, una angustia sin palabras que se cuentan solamente a través de lo cinematográfico. 

“Piense en cosas lindas y váyase a dormir”, le dice la mucama a Luisa luego de darle una pastilla. En La luz incidente el entorno social de ella le pide que olvide a su marido y siga con su vida. Algo parecido decía mi madre: ¿por qué yo seguía pensando en mi padre, parte de una historia que quedó en el pasado? En esos momentos me quedaba callado. 

Cada tanto tengo un tic nervioso. Son movimientos involuntarios en un ojo que no para de parpadear. Una vez un médico chino me ofreció curármelo y luego de pensarlo decidí que no. Me pareció que este tic en el ojo era un llamado de atención contra el olvido. Cada vez que aparece, recuerdo a mi padre, evoco su muerte y no quiero que eso se pierda. La película de Rotter me funciona de manera parecida.

“Cuando me desperté ya había pasado todo, nunca los ví, desaparecieron de golpe”, dice Luisa sincerándose con Ernesto sobre el accidente de su marido y su hermano. Ahí comienza el olvido inducido de ella, algo que necesita para empezar nuevamente su vida. Como si el recuerdo y el olvido no fuesen términos contradictorios absolutos, sino una puja para lidiar con el presente. 

Mi padre se ha vuelto una incógnita. Nadie sabe mucho de él, ni siquiera mi madre. A lo largo de mi vida fui compilando pequeñas historias de las pocas personas que lo conocieron. El lavacopas de un bar de Corrientes y Gascón me comentó que a mi viejo le encantaba sentarse por las tardes a tomarse unos whiskies, una vez cerrado su restaurante, y charlar con la gente que frecuentaba el lugar. Aunque no hablara mucho castellano, lograba comunicarse. 

En esos vagabundeos, una vez fui a hacer una constelación familiar, terapia alternativa que trabaja sobre situaciones traumáticas. La mujer que llevaba adelante la sesión me pidió que eligiera un objeto que representara a mi padre, y elegí un pequeño adorno con forma de obelisco. Luego me pidió que lo interpelara. Me costó, pero funcionó: le pregunté lo que nunca me había animado a preguntarme a mí mismo. 

Meses, años más tarde, pensé qué pasaría si en vez de hablarle a un adorno de mesa hacía la misma experiencia con una película. La luz incidente es una de ellas, pero las preguntas que aparecen son una mezcla de sentimientos que tienen que ver con mi padre y el cine. ¿Cómo filmar nuestras vidas?, ¿cómo filmar a los que no están con nosotros y para qué hacerlo? Son algunos de los interrogantes para los que todavía no he hallado respuesta. 

 En el pasado he intentado filmar sobre estos temas pero sin éxito, porque no estaba preparado y no tuve la fortaleza para hacerlo. Al intentar filmar me sentía mirado por mi padre. Al igual que Luisa, en quien el fantasma-cámara le respira sobre sus hombros, siento el aliento a whisky de mi padre que me llega una y otra vez. Igualmente sigo intentándolo y trabajando sobre ello en mis películas porque me di cuenta de que esa mirada no va a retirarse y aprendí que este es mi motivo para hacer cine: poder interpelar esa mirada y aprender continuamente a sobrellevarla. Algo como lo que ocurre en el travelling final del film de Rotter: pareciera que el fantasma se aleja para dejar tranquila a su familia, pero lo que vemos es solamente un distanciamiento en el que se ha corrido el foco, por lo que sentimos que la presencia de esa cámara va a seguir siendo parte de la vida de los vivos.


Juan Martín Hsu nació en la ciudad de Buenos Aires y estudió la carrera de Diseño de Imagen y Sonido en la UBA. La Salada  2015 es su primer largometraje, con el cual ganó el premio 2013 Cine en Construcción del Festival de San Sebastián y participó en varios festivales como el 39 Toronto Film Festival, 16° BAFICI y 26° Festival de Biarritz. Su siguiente trabajo fue Diamante Mandarín 2015, cortometraje parte de Historias breves X. Actualmente está escribiendo su segunda película de ficción llamada Los Extraños y filmando el documental La Luna representa mi corazón.