Contra lo que puede sugerir la tapa del último libro de Manuel Soriano, Nueve formas de caer, sus relatos no cuentan caídas físicas sino psíquicas. Narrados, en su mayor parte, en primera persona, sus protagonistas deben rondar la treintena, están en pareja, tienen bebés o hijos muy chicos. Más allá de la reaparición del personaje de Variaciones de Koch, entre ellos se reiteran ciertas temáticas y peculiaridades: pasión por películas, series y actores norteamericanos, el mundo deportivo, problemas de salud, búsquedas por Internet, marcas de objetos de consumo en general y una complacencia en la vida amorosa y familiar de la que por momentos se asoma cierta inestabilidad emocional a partir de unos pocos datos con los que el lector deberá hacer una lectura. 

Es el caso del primer cuento. Su historia podría ser la de cualquier argentino de clase media que viaja a Europa huyendo de la crisis argentina del 2001 para más tarde huir de la española con una malagueña y un hijo por venir. La morosa descripción de lo cotidiano, intercalada de flash-back, no deja entrever que el relato nos llevará a una inquietante escena de peligro o locura, adelantada con la única pista de unas pastillas verdes que él toma para no ver cosas raras. Lo mismo sucede con un cuento que relata el viaje por el sur de Argentina de una pareja con su pequeña hija a partir del encuentro y la convivencia con el primer novio de ella y su actual compañera. La relación entre estas parejas transcurre amenamente a partir de un juego que consiste en encontrar un eslabón entre un actor y otro a través de películas. Esta supuesta afabilidad, el paseo por una pingüinera, los collares de caracoles que hace su hija y un chiste que él se perdió y que quiere reconstruir a toda costa no anticipan hacia el final una violenta relación sexual medianamente consentida por su mujer. 

En otros cuentos, la intrascendencia de lo referido se instala como la materia narrativa por excelencia. El segundo relato, por ejemplo, cuenta el punto de vista de alguien que asiste a una conferencia del escritor Fogwill. La historia pasa por la obsesión que el protagonista tiene por reconocer el tipo de material del gorro que lleva Fogwill, dato más que significativo en un vendedor de telas que escribe. Lo mismo sucede en otro relato que cuenta el viaje en bus a Brasil de una pareja con su pequeño hijo. Siendo tres, han comprado dos butacas y él se ve en la obligación de buscar una libre. La encuentra al lado de una cordobesa embarazada con la que entabla una relación entre íntima y esotérica. Otro tanto pasa cuando el personaje de Koch, ya en otra historia, realiza su rutina de correr por la costa uruguaya. Mientras él trota, apreciamos el trayecto, el escenario de la playa con los surfistas y la extraña aparición de cuatro mujeres que llevan flores blancas, al tiempo que asistimos a su pensamiento rumiante: los quistes que le encontraron a su hijo que está por nacer, la angustia de su compañera y el recuerdo de su propia infancia. 

Aunque los personajes no estén atravesados por grandes tragedias, el mundo sí las tiene y ellos no pueden ser más que pasivos espectadores. Es el argumento de otro cuento sobre una pareja que está en Valizas. La gente local y algunos turistas pasan sus días pendientes de las noticias sobre la desaparición de una chica argentina –que hasta la noche anterior estaba en el mismo balneario que ellos–, elucubrando posibles tipos de asesinatos. Una vez confirmado el crimen, un matrimonio de cordobeses “llega con la noticia de que hubo un atentado terrorista contra una revista francesa que había publicado unos dibujos de Mahoma en pelotas”. La referencia al atentado a la revista Charlie Hebdo no sirve sólo para localizar el relato a principios del año 2015 sino para reforzar la idea de que esas personas ahora tendrán otro tema de conversación ya que, en apariencia, no tienen mucho que decir sobre sí mismos. El recurso de registrar en un diario lo que va sucediendo por parte del personaje es tan aleatorio como el final del cuento que se interrumpe en un momento que en realidad podría ser cualquier otro, de esa u otra conversación, un “no final” que a falta de sugestión difícilmente podría pasar por un homenaje a Raymond Carver. 

Algo diferente ocurre con dos cuentos sobre preadolescentes donde el drama y la tragedia tienen su lugar. Jóvenes que deben jugar al tenis pero sueñan con ser ninjas, traman una venganza que termina mal. Colegiales violentos, niños frágiles de salud física y mental pero también extraordinarios, como es el protagonista del séptimo relato que tiene la particularidad de tener una bolita en el lóbulo de su oreja izquierda y por la que se pelea cada vez que quieren tocársela, a excepción de un compañero bastante particular con el que siente algo tan confuso como prodigioso. 

Con un lenguaje sencillo, los relatos de Soriano ofrecen historias fácilmente identificables y en lo formal muy lejanas al clásico cuento que gana por knock out, como aconsejaba Cortázar; de ahí que no tengan títulos y sólo estén numerados, como si fueran variaciones o diferentes momentos de un único personaje. En muchos de ellos, deliberadamente o no, el hilo conductor se hace desear y eso mismo produce cierto desconcierto. Apenas se puede vislumbrar qué es lo que cada caída encierra antes del punto final.

Nueve formas de caer Manuel Soriano Alfaguara 169 páginas