Hace diez años, el escritor y crítico francés Jean-Yves Jouannais emprendió un proyecto tan ambicioso como desconcertante. Un jueves por mes, en el Centro Pompidou de París, presenta un seminario permanente titulado La enciclopedia de las guerras. Se trata de un ciclo de clases con un objetivo desmesurado e irónico: reconstruir, con las fuentes disponibles, todas las guerras de la historia. En cada encuentro se invoca una nueva batalla, conformando así una enumeración caótica e infinita de incidentes bélicos de todas las épocas y lugares. Al presentar estas conferencias, que de antemano se sabe no tienen final posible, Jouannais pretende convertirse él mismo en un personaje literario que, al estilo de Bouvard y Pécuchet de Flaubert, usando la eternidad como escenario, persigue un conocimiento total que, mediante acumulación, mientras más crece más evidencia la imposibilidad de una empresa tan ridícula y absurda. O puramente literaria.
Luego de escribir sobre arte contemporáneo durante años en Artpress, el autor –ahora convertido en personaje– se entregó por completo a este ejercicio de enciclopedismo irónico sobre la guerra. Pero su obsesión no se refiere tanto a las guerras en sí mismas, como enfrentamientos bélicos entre ejércitos, sino más bien a los relatos asociados y su conexión genética con el origen de la literatura. Para Jouannais, partiendo de La Illiada, todas las obras literarias, de una manera u otra, se refieren a la guerra. Y la guerra misma se presenta para él como una totalidad atmosférica, una tempestad que amaina o recrudece según las épocas.
En El uso de las ruinas: Retratos obsidionales, reúne una selección de historias que se distinguen en la inmensa montaña bibliográfica que supone su proyecto de investigación. Un puñado de narraciones breves de pulso alegórico, semblanzas biográficas y recuerdos que suceden siempre en ciudades sitiadas y en ruinas. Cada retrato es un engranaje de una meditación mayor en torno a la conexión entre guerra y literatura. Ya sea como víctimas, victimarios o testigos, los personajes que pueblan el libro participaron en el asedio y destrucción de alguna ciudad en algún momento histórico. Estos “retratos obsidionales”, a partir de su raíz etimológica, retratan la doble obsesión de conquistar una ciudad y a la vez engendrar una narración de esa conquista. Por cada ciudad sitiada por la guerra encontramos un espíritu sitiado por la literatura.
En el origen del proyecto literario de Jouannais se encuentra Historia natural de la destrucción, el ensayo de Sebald acerca del exterminio de las ciudades alemanas sobre el final de la Segunda Guerra Mundial y la imposibilidad de un relato al respecto: el silencio abrumador que impregnó a la sociedad alemana y sus escritores después de la catástrofe. Bajo ese modelo de comprensión, siguiendo los pasos melancólicos que van rodeando las ruinas hasta adentrarse en ellas y poder explicarlas, las historias reunidas en el libro se van acumulando en un espiralado concierto de crueldades y heroísmos. Hay, por ejemplo, generales despiadados que se proponen borrar una ciudad de la faz de la tierra y al destruirla con tanta saña logran justamente lo contrario: la ceniza derruida ejerce su venganza en la memoria y el relato de aquella destrucción inmortaliza a la ciudad y sus habitantes.
El uso de las ruinas evidencia de qué manera cada época sueña con la siguiente. Después de la guerra, el vencedor intenta poner las condiciones para el recuerdo. Parte de su victoria implica administrar cómo la memoria se extenderá hacia el futuro a través de la forma que asuman los vestigios de la batalla. Albert Speer, el arquitecto de los nazis, construía los edificios del régimen considerando de antemano su valor estético como ruina. El envejecimiento de los grandes monumentos ya estaba contemplado en su diseño y se esperaba de ellos unas bellas ruinas que dejarán testimonio eterno de la grandeza del Reich. En Berlín, después de la rendición, los aliados no dudaron en obligar a los alemanes a que ellos mismos sepultaran uno de los edificios emblemáticos diseñado por Speer bajo miles de toneladas de escombros. Una acumulación de ruinas sobre otra ruina que tenía como objetivo impedir, justamente, la pervivencia del nazismo a través de su decadencia, en sus ruinas. El resultado es Teufelsberg, o “Montaña del Diablo”. Los alemanes fueron así “condenados a alzar ellos mismos el monumento de su culpabilidad y su decadencia”. Wlodzimierz Bogacki, durante la insurrección polaca en 1864, a falta de manuales o instrucciones sobre cómo llevar adelante la penosa tarea de la guerra, observando la morfología de los escombros y su caída, inventa una ciencia adivinatoria, la “destructología”, que basada en la devastación y mediante la interpretación de las ruinas le permitía acceder a visiones del futuro. Como el adivino etrusco, que buscaba el futuro en las entrañas de las aves, las vigas destruidas eran para él vectores que indicaban hacia donde seguir la campaña. Otto Von Getz, soldado alemán durante la Primera Guerra Mundial, en su diario deja testimonio del paradojal destino de Vauquois, un pueblo situado en una colina que fue disputado de manera tan encarnizada que al final del conflicto ya no había nada, ni siquiera ruinas. Solamente quedaron unas fosas enormes como resultado de la salvaje guerra de minas subterráneas entre franceses y alemanes. Hoy, como tantas otras ruinas célebres, es un punto de atracción turística para conocer cómo fue la guerra de trincheras.
De la imaginación humana brota, con igual facilidad, el grandioso monumento construido para la eternidad y la bomba que furtivamente puede convertirlo en polvo en cuestión de segundos. En las ruinas que dejan las guerras se percibe esa ambigüedad: parece que las ciudades fueron inventadas junto a los métodos más efectivos para hacerlas añicos.
Los paisajes de la destrucción conservan en silencio un diálogo tenso entre los materiales constructivos y los materiales explosivos. Los restos que logran mantenerse en pie después del apocalipsis se convierten en un trofeo o una cruz, pero siempre en un paisaje susceptible de ser narrado y recordado. La obsesión guerrera por la conquista de nuevos territorios parece coincidir así con la obsesión literaria por narrar las aventuras de esas conquistas.