Parece cuento, pero un pueblo puede ser destruido, desgranado, masacrado. No hay un pueblo esencial que viaje en metrobús en un eterno periplo por la historia. Un pueblo son muchos pueblos; se intersectan entre sí y adquieren composiciones y mezclas distintas e incesantes. Que los antropólogos lo digan. También admiten distintas separaciones o fronteras simbólicas, entre afinidades genéricas, futbolísticas, musicales, culinarias. Que los sociólogos culturales lo digan.
Y por otro lado, hay tradiciones políticas no necesariamente partidarias, que definen a los componentes alegóricos de un pueblo según niveles de tolerancias, prejuicios, gustos artísticos, cultivo de leyendas heroicas, religiosidades explícitas y religiosidades laicas. Que los psicólogos sociales lo digan, que los estudiosos de la vida popular lo declaren. Pero todo eso puede ser desgranado y si un poder financiero-comunicacional sopla sobre la palma de su mano, disolver todo lo popular como migajas en el viento. Si las palmas de esas manos represivas sueñan, ese es su sueño.
Pero sabemos que no hay vida política sin la apelación al pueblo; a un pueblo. Muchos se asombran cuando escuchan a políticos de derecha y de izquierda invocar al pueblo. Es lo necesario y lo abstracto al mismo tiempo; lo real y lo imaginario de un único soplido. Puede no estar ahí, presente, pero su mera evocación da sustento a la figura real de lo político y lo social. Nadie es el pueblo y todos lo somos. En ese laberinto, a veces visto como inaprensible y a veces como baile de máscaras, se alberga toda clase de sentimientos y pensamientos no unificables en ningún bolso preparado para grandes volúmenes y cerrado luego con un broche metálico.
Justamente, cada visión política puede señalar ese cofre repleto donde nada falte, y pensar que tiene derecho a solicitarlo como apoyo a lo que dice. Es la sal y la pimienta de la política. Llamar a quien no se sabe si vendrá. Porque no puede eliminarse la representación. Pero no puede dejar de pensarse nunca que esa arca colmada con “un pueblo” siempre se reserva una grandiosa burla. La de ser irrepresentable en aquello donde se la ve transparente, y totalmente representable en los momentos dramáticos donde el pueblo está cruzado por mil fisuras y parece no encontrar su rumbo.
Pero el rumbo surge en los instantes de peligro. Allí cuando todo es sometido a controles cada vez más obsesivos y dictatoriales, donde cada uno ya no es ciudadano sino un dato de una base de datos, y donde la fábrica mundial de identificaciones simbólicas lo arrasa a diario con un nuevo logotipo que se le clava en la carne. El gobierno, con una grave desmesura, de crueldad totalmente asumida, quiere destruir al pueblo argentino. No solo a quién enclaustra lo popular “en una botella de plástico cortada por la mitad con vino adentro”, olvidando que otros pueblos de la antigüedad se organizaron alrededor del culto báquico, sino también a toda clase de alcances genéricos de la expresión pueblo, con el valiente barroquismo de las multitudes que portan trompeta, tamboril y trompetín.
Es lógico que un miembro del gobierno poseedor de cuentas secretas en bancos exteriores, no necesita y tal vez no desee nunca sentirse parte del pueblo argentino –pues ese es el objeto a ser desfigurado, desmembrado, desfibrado–, pero el emblema elegido por el macrismo para cubrir ese sitial, por ejemplo la señora Barrientos. ¿Qué pasa con ella, qué pasa con la imagen de lo popular entendido como la tolerancia benefactora con los perjudicados, “los que menos tienen”, el “pueblo tolstoiano”, el “pueblo de los populistas”? La señora Barrientos fue escogida para enfrentarse a todo ello detentando, advirtámoslo, una “fuerza iconológica”. El gobierno busca modelos zaristas de buen comportamiento, campesinos que se alegran de su sumisión. Prueba de que alguna cosita, que algo, que un “pueblo”, un “pueblito” quieren “construir”.
Esa respetable señora de nuestro ejemplo, puede ser “operadora vecinal”, “símbolo de los de abajo”, “dueña de un restaurante”, “cuidadora de una piscina”. Pero es pueblo financiado para ser pueblo. Hasta ahí llegó la fantasmagoría macrista de usurpar la praxis humana bajo el Ojo Gerencial. Es el punto icónico al que arribó el gobierno, que difundió su teoría según la cual el pueblo –en su acepción de ser los que cargan con el sufrir diario sin recibir retribución justa, cual es la imagen de todas las literaturas populares–, es una creación interesada de quienes lo empobrecen y lo mantienen así para vivir de su voto.
Con esta concepción tan siniestra –Carrió, el macrismo–, han juzgado y acusado a militantes populares, a tradiciones políticas, a compromisos pastorales. Ellos, para romper el sortilegio, reinventan un “pueblo incontaminado”, un alma genérica popular que odia al pueblo movilizado, retoma su individualismo rabioso y grita “mueran los jerarcas sindicales”, tirando a esa pileta –otra que la de la señora Barrientos–, una frase equívoca, pues también allí seccionan con un serrucho marca Sturzenegger a las viejas o nuevas clases dirigentes –con sus conocidos dilemas–, según se subordinen o no a los verdaderos jerarcas, palabra que siempre tiene sentido abominable, y por eso únicamente es hacia Balcarce 50 –como se dijo en el acto–, hacia dónde debe ser dirigida.
Las voluntades empresariales que gozan en asumir conductas ahistóricas –los billetes de banco: un emblema monetario y su dulcificación con ejemplares de zoológico en el fondo es “moneda falsa”–, son concepciones a las que no le dice nada la cuestión popular. La van atomizando, microsituando, la afectan a una sumatoria mecánica luego de su infinita segmentación, sometida al dominio de una pregunta atroz, “y esto para qué sirve”. Y a una convicción tétrica: “al pueblo le gusta la mano dura”. Luego viene el cedazo inquisitorial de los “republicanos off shore”. Cuánto se gastó en un acto, quien pagó el alquiler de los ómnibus. No toleran excedente que no sea apropiable por ellos. Y en su modo efectivo, son ellos los que representan –en la empresa y en la política–,una vida excedentaria.
El ideal del individualismo es rencoroso. Solo un individuo puede vivir siempre de su rencor, no un grupo autosustentado que procesa rivalidades y resentimientos en una trama tensa pero argumentativa, alborotada pero democrática, aunque haya virulencia o aspereza. El énfasis disgregador de las tácticas gerenciales diluye al pueblo en clases de méritos, no en clases sociales. En divisiones normativistas propias del positivismo más ramplón, que separan normal y patológico. Ni siquiera divisiones culturales, como la arcaica civilización y barbarie. No, más de trescientas mil personas en la Avenida son patológicas. Obstruyen. Son Nada. Un miserable Día Sin Metrobús.
Pero la Avenida permitía computar cientos de siglas, infinitas camisetas de colores, banderas y gallardetes gremiales, tantos como pecheras de militantes, de sectores internos de gremios, de partidos políticos. Grandioso espectáculo estamental. ¿Por medio de la fugaz facultad de abstracción se podría imaginar a esos miles y miles en torno a mayores coincidencias específicas y universales? Quizás menos fraccionamientos. Pero eso no puede ser una soldadura mecánica ni mesiánica, la absorción de las identidades gremiales o políticas en un aflorar más nítido de la clase trabajadora, en su capacidad de trazar un hilo conector de todas las insignias allí exhibidas. Pero esa clase es una modalidad profunda del pensar social, y también precisa pancartas y banderines.
Por eso, esto ocurre, con muchas mediaciones. Porque lo abstracto es lo concreto pensado. Entre oficios industriales, administrativos, culturales, científicos, intelectuales, es posible pensar un colectivo que pierda su condición de inabarcable archipiélago y se traduzca en una diversidad que ya poseería una instancia que atraviesa a todos esas marcas heterogéneas, con la conciencia de un fin común –escuche Triaca–,cual es el de derrotar al macrismo con un programa de acción novedoso, inspirado, capaz de recrear una sociabilidad libre que piensa contra toda exclusión enajenadora.
Toda la vida organizada que deja que la penetre una inminencia, una espontaneidad, puede ser un capítulo no olvidable de la reconstrucción del pueblo argentino. No hay identidades momentáneas y un todo que registra luego una fusión en un Uno que regentea el ser común. No es así, pues todo pueblo que emerge defendiéndose de su atomización, tiende en primer lugar a acercar los conceptos de pueblo y clase trabajadora. Luego, a crear una frontera nueva para ejercer las formas libertarias de la vida popular –en la libertad de ir a la Avenida, y mañana a la Plaza–, con la simbología del insigne plebeyo, del honroso sudor del manifestante sindicalizado o no, peronista o no, de izquierda o no, que ejerce su jolgorio campechano y vocinglero.
Ahí yace, si persiste en sabios pasos sucesivos, una política y una socialidad alternativa, un plan económico alternativo, una forma de actuar desde el Estado alternativa, una forma de agremiarse alternativa, una forma de distribuir la riqueza nacional alternativa, y una forma reconstituyente de concebir la emoción colectiva como un remozamiento continuo de la vida popular. Si se me permite la expresión, el pueblo es la metonimia del pueblo. Es decir, una parte del todo. Pero una parte mayoritaria que se arraiga en una memoria resurgente, cuyos discursos, dirigentes, fórmulas políticas e incluso electorales están en discusión, ahora empujadas decisivamente por la multitud en las calles. Cuidado, que pasa el pueblo-bús.