Alejandro Dolina escribió hace mucho que el hombre quiere vivir todas sus vidas pero está condenado a transitar solamente por una. Pero un mínimo detalle puede hacer que esa vida que está condenado a transitar sea completamente diferente: cada sendero recorrido significa no haber caminado otros que llevaban a venturas alternativas. ¿Se sigue un destino o se va construyendo la existencia paso a paso? La filosofía intentó varias respuestas a esa pregunta, pero también el teatro. Al fin y al cabo, en cada una de las relaciones se cumplen diferentes papeles. Y de eso trata La química diaria (sábados a las 22.30 en Nün Teatro, Ramírez de Velazco 419), que con humor aborda la angustia de la existencia humana a través de la amistad. Con el recurso de los presentes alternativos deja al espectador con la pregunta en sus manos.
Vladimir, un ruso que en la ex Unión Soviética estuvo a punto de ser astronauta, recibe al público y, entre trago y trago de vodka para olvidar lo que nunca sucedió, introduce la historia: en un camping puesto en la Patagonia luego de abandonar Moscú, Facu, Luca y Johnny pasan sus días mientras preparan los finales de la carrera de Física. En el mismo camping casualmente también está acampando Karina, el amor de secundaria que Facu todavía no pudo olvidar. Pero no está sola: la acompaña Cristian, su novio, lo que dispara las peores dudas de Facu: ¿qué hubiera pasado si…? Johnny, como sorpresa para sus amigos, llevó al viaje un casete en el que los tres, en un viaje a Tandil cuando tenían 14 años, grabaron sus deseos para el futuro. Y la única manera de escucharlo es en el walkman misterioso de Vladimir, la noche en la que hay una lluvia de estrellas fugaces. Si regraban sus deseos en ese casete, pueden cambiar el pasado y, en consecuencia, el presente, amenaza y se ríe.
El walkman es un souvenir del universo paralelo del que James Richards además trajo como prueba el último disco de unos Beatles que nunca se separaron, Everyday chemestry (el nombre es un seudónimo y el disco realmente existe, es un mash up de canciones solistas de los Fabulosos Cuatro). Muchas veces las frustraciones y sufrimientos presentes son el resultado de deseos pasados que nunca se realizaron. Pero otras tantas son también el resultado del cumplimiento de lo que alguna vez se anheló.
La obra, así, aborda la cuestión del tiempo, su devenir y sus consecuencias. “El tiempo no sabe nada de nosotros”, protesta Vladimir. ¿Acaso debería? Dividido en horas en los monasterios de la Edad Media para regular la vida religiosa, desde entonces el tiempo es un conjunto continuo de espacios vacíos que cobran sentido por lo que sucede en su transcurrir. Una maquinaria impersonal perfecta. Entre referencias científicas a Schrödinger, Einstein, Hawking y Freud, el toque costumbrista lo pone Facu al explicar las teorías sobre los mundos paralelos y la coexistencia de distintos presentes en cada uno de ellos como “distintas rebanadas de un pan Fargo”. Con una puesta en escena mínima y por eso mismo muy efectiva, se construye el ambiente para plantear los saltos entre las distintas realidades, en las que solo Facu, por ser quien pasa de una a otra, reconoce las diferencias al conservar la conciencia de su realidad original. Y allí debe enfrentarse, entonces, con el peso de su deseo.
La dramaturgia de Mariano Saba es distinta a la que venía escribiendo, fuertemente ligada a contextos históricos específicos: centrado esta vez en las relaciones entre los personajes y las personalidades que esas relaciones construyen, aborda preguntas existenciales más universales que en los textos previos: ¿Los seres humanos son lo que quieren ser? ¿O son lo que pueden ser en circunstancias que no controlan del todo?” Dudas que la dirección de Francisco Prim aborda con dinamismo. Gags para los diálogos y capacidad para construir las distintas transiciones entre escenas con buen ritmo. La obra está muy bien interpretada por unos actores que por momentos parecen haber hecho ellos un viaje como el de sus personajes. Es que efectivamente hay un costado autobiográfico en la obra: Saba y Prim se conocieron en el taller teatral del Nacional de Buenos Aires, y cuando terminaron la secundaria hicieron su viaje mochilero al sur del país, lo que seguramente aportó naturalidad a las actuaciones.
La obra contiene diversas referencias a distintas películas, y aunque varios elementos son un tributo a Volver al futuro (que junto al casete y el walkman retrotraen a los ´80), no están forzadas sino que aportan a la dramaturgia. Nada está forzado en esta especie de ciencia ficción teatral criolla, en donde recorrer universos alternativos por regrabar un casete implica también cantar canciones cursis de fogón o comer arroz en los campamentos. Nada hay de nostálgico si la pregunta por la vida se hace mirando para adelante, ni determinista si ese futuro todavía resulta siempre incierto hasta que acontece. “La memoria es la única máquina del tiempo”, reflexiona Vladimir. Solo hay que saber usarla.