En una realidad que cambia y vuelve a cambiar sin preaviso, como película de ciencia ficción, ¿bajo qué modelo educaremos a nuestros hijos? ¿El de hace un día o el de hace media hora? ¿El de nuestros abuelos o exactamente el contrario? Los padres debemos adivinar en medio de la maraña de información, en un mundo donde todo vence muy rápidamente.
Y los modelos educativos también vencen, como vencen los remedios. Y al igual que los remedios, al consumirlos no sólo no nos van a ayudar, sino que pueden enfermarnos, incluso matarnos.
Menos mal que siempre nos quedarán los clásicos: censurarlos, una patada en el culo, soplamocos, chancletazos, reprimir sus libertades, volverlos intolerantes y cosas así, de probada eficacia, aunque vaya uno a saber si no vencieron también.
¿Cómo hablarles a los chicos de las bondades de la educación, si youtubers, dirigentes y millonarios triunfan desde la ignorancia? Sabiendo que le haríamos un favor preparándolos para manotear un pedazo de la torta llamada capitalismo, ¿los vamos a educar para enfrentarlo, siendo una lucha que nosotros perdimos un montón de veces?
¿Tenemos derecho a educarlos para ser pobres y perdedores? ¿Cómo explicarle que algunos de sus amigos no pasarán las pruebas de la meritocracia y que les convendría dejarlos de lado ahora, que van a ser un lastre? ¿Y qué contestarles cuando nos pregunten qué méritos hizo la gordita cuyo nombre no recuerdo ahora para llegar a ser reina de Holanda?
Buena parte del dilema se resuelve solo: los chicos aprenden sin nosotros. Vaya a explicarle a un chico que la mentira no paga y se le reirá en la cara. Sabe que no es cierto, al menos en parte: está en las redes, en la televisión; en la publicidad, sobre todo.
Antes era cómodo, convengamos. En el tan mentado y vapuleado patriarcado, todos sabíamos lo que había que hacer. Nuestros padres conocían las reglas y rara vez dudaban. No había confusiones ni contraindicaciones: los pibes debían ser valientes como héroes de película y las chicas debían casarse bien.
Un padre llevaba a un pibe a un prostíbulo y lo sacaba machito. Ahora todo pibe podría darle varias clases a sus padres, a los que seguro les convendría escuchar con atención, si quieren hacer sus vidas más diversas.
Hay que barajar y dar de nuevo. A cada rato. ¿Con qué baraja, quién mezcla, quién reparte? Una nebulosa en la apenas podemos respirar. ¿Hay derecho a enseñarles a ser buenudos, si a cada rato van a tener que enfrentar la opresión y a los ventajeros?
Y entre el trabajo y las obligaciones modernas, tampoco es que nos sobre tiempo de andar leyendo libros que nos dicen cómo se debe hacer. ¿Dirán algo útil?
¿Y la escuela? ¡Ajá qué temita, doña Rosita! Para nosotros fue el lugar donde nos aprovisionábamos de lo que no teníamos en casa. ¿Sigue cumpliendo esa función en la era de la hipercomunicación? ¿Va la escuela actual a la velocidad (quizá sería mejor decir voracidad) con la que viven nuestros hijos?
A los chicos ya no se les puede enseñar ni siquiera que el ahorro es la base de la fortuna porque habría que enseñarle, además, cómo evadir impuestos, las reglas de los paraísos fiscales y a cuidarse de la inflación.
Quizá la pregunta es otra: de todo lo que conocimos, ¿qué queda en pie? Queda en pie que ser fuerte es mejor que no serlo. Que se elija el camino que se elija, siempre habrá quiénes no lo aprueben. Y que siempre lidiarán con personas que "saben" lo que les conviene, y que les aconsejarán terapias, libros, sectas, gurúes y dioses.
Que todos tienen "soluciones": la escuela, la tradición familiar, la sicología, la política, el "sistema", el "antisistema", y que es mejor no prestarles más atención de lo razonable.
Queda la certeza de que seguir los dictados de la intuición todavía vale, porque nadie la puede controlar, nadie se puede interponer, nadie la puede prever. Queda en pie que, a pesar de todo, conocer la historia familiar, la del esfuerzo, puede servir para entender que las cosas no siempre estuvieron a mano, como en un supermercado.
Y que si el mundo se volvió un supermercado, no es necesario desear más de lo estrictamente necesario. A cada uno sus necesidades, claro. Que esa rebeldía puede salvarte de la angurria de los que digitan. Menos necesitás, menos te van a controlar.
Otros buenos consejos: no ser dogmáticos, confiar en las teorías hasta cierto punto, que las ideologías hay que revisarlas a la luz del día, de cada día, y que se aprende a cada rato, lo que significa que hay que saber desaprender. Saber desaprender es clave en esta maraña de datos y dogmas efímeros.
Y queda la rebeldía, como dije, último bastión de los que no se quieren plegar a modas y consejos desteñidos. No estaría mal insistir en que sean buena gente. Ayuda mucho que uno como padre no sea un estúpido, supongo. A partir de ahí, que se arreglen. Pero por favor, hijos, antes de salir, pónganse un saquito.