Mi padre se jactaba de haber inventado dos cosas: el cajón-jaula, para el vino de mesa de envase retornable, desaparecido hoy por completo a causa del invento del tetra brik; y el primer secador de pelo de casco, onda astronauta de la primera hora, que le terminaría vendiendo a la Braun. De éste, él siempre dijo que había sido una avivada. “Una cacerola invertida con dos resistencias eléctricas enroscadas por dentro” fue exactamente lo que dijo. “Botón de serie-paralelo, para mayor o menor potencia. Se le podría haber ocurrido a cualquiera” me dijo. Pero la verdad es que se le ocurrió a él.
Fue con el dinero de esos secadores de pelo que mi padre puso el taller de bobinado de dínamos y alternadores de autos. Un taller con el cual había soñado toda su vida, y que iría a ser más que próspero por al menos veinte años. De hecho, en el año 77, mi padre tiene además de su propio taller, un depósito de alambre de cobre bastante importante y dos camionetas cero kilómetro, la primera pick up Toyota (completamente importada) y la última Rastrojero (completamente argentina). Como si juntas, estacionadas en la puerta del taller, nos estuvieran diciendo “Cuidado, el país soñado se va y el de la pesadilla viene”.
Junto a mi papá y su socio, llegaron a trabajar quince bobinadores más. Cada uno en su banco de trabajo con todas las herramientas flamantes, con todos los elementos de seguridad, con toda la tranquilidad de trabajar a cuadras de sus casas para ir a almorzar, para ser visitados por sus hijos y sus mujeres, para “nunca más tener que irse tan lejos” fue lo que dijo mi padre, en referencia a los viajes en camión que él hacía cuando las cosas andaban mal y necesitábamos plata.
Era jefe pero no era patrón. No creo que codiciara una gran plusvalía. De hecho, creo que ni habrá tenido conciencia de que manejaba una empresa familiar. El taller funcionaba como una cooperativa empírica, ya que todos iban sacando dinero cuando lo necesitaban y nunca se descontaba como adelanto sino que se equiparaban “retiros”. Cuando el trabajo mermaba pero los números seguían celestes, lejos de ser un problema, mi padre decía que era “un respiro”. La gente ganaba lo mismo y volvía un poco más rápido a la casa. “Al fin y al cabo, no solo de pan vive el hombre”. Entonces, el taller era un lugar organizado de trabajo manual. Donde todos opinaban pero donde siempre se hacía lo que mi padre decía, cómo y cuándo él lo decía, supongo que para no perder la costumbre. Y a decir verdad, generalmente, tomaba buenas decisiones. Hasta que un día se equivocó feo. O no se equivocó en lo más mínimo. Eso va a depender de quien lea.
II
Recuperar una bobina quemada era un trabajo meticuloso y fino. Y haber sido testigo de esa metamorfosis fue una de las experiencias más hermosas de mi vida. De fierro quemado al principio a pieza perfecta, rotulada y etiquetada, probada y garantizada en su uso dos veces más que una nueva. Así decía la tarjeta de papá, una bobina reparada por el taller “Los Amigos” debía durar al menos el doble que una original, sea la marca que fuera.
Lo complicado estaba en las hornallas de soldadura. La técnica era sumergir el colector de la bobina en estaño fundido, habiendo pintado anteriormente con tiza al agua los lugares donde no debía pegarse material. Y sucede que el soldador inhalaba vapores de estaño, zinc, plomo y tiza, que entraban por las fosas nasales y volvían a hacerse sólidos en los pulmones, por más mascarita que uno se pusiera. Era común en un taller de bobinado los problemas pulmonares, los agujeros en los pulmones eran lo común. Y el cáncer.
Los trabajadores de aquel tiempo eran hombres rudos, y supongo que tenían naturalizado el asunto. No se cuidaban en lo más mínimo es lo que quiero decir. Y entonces se murió Tito. No un trabajador X del gremio metalúrgico X, sino Tito: uno de los amigos del taller. Uno de los padres de mis amigos. Y digo esto porque para el gobierno actual, que dice que hay tareas que se pueden hacer con menos gente, la carne es tan solo estadística. Pero la carne tiene nombre, Tito en este caso, y entonces detrás están los hijos de Tito, los amigos de Tito, la mujer, las ilusiones, la esperanza de Tito. Una tragedia, no una estadística. Esa es la diferencia.
Mi padre sintió que tenía que hacer algo, que podía hacer algo porque él siempre podía. Era inventor y algo tenía que inventar. Pensó y pensó y pensó, hasta que dio con la solución. No fue un invento sino algo que las grandes fábricas ya tenían, pero en versión bonsái: soldadura eléctrica de punto. Mi padre diseñó una versión doméstica que podía soldar punto por punto el colector de una bovina. Sin estaño, sin pelar los cables, sin tornear el cobre, sin ninguna consecuencia tóxica para el que estaba soldando. Solo las grandes automotrices soldaban así, pero él le encontró la vuelta y diseñó una. Hizo planos, hizo ensayos, hizo mierda casi todos los tomacorrientes del taller. Hasta que lo entendió, y supo que la máquina iba a funcionar, aunque también iba a salir un ojo de la cara, o los dos. Consiguió las firmas de tres ingenieros (su hermano Juan era uno de ellos), juntó ánimo y pidió un préstamo importante bajo garantía de todo lo que teníamos.
La máquina llevaba casi un año funcionando cuando la lotería neoliberal cantó un número: 1050. Antes de llegar a la mitad del préstamo, mi padre debía mucho, muchísimo más que lo que había pedido. Porque ni las camionetas ni el cobre le alcanzaron. Nadie logró explicárselo. Y al estilo de Juan Moreira, que no entendía cómo podía haber firmado si no sabía firmar, mi padre terminó dándole una trompada a un empleado del banco y procesado por estafa.
III
Muchas veces me pregunto, ¿Qué es un hombre? Y de entre las posibles respuestas elijo siempre ésta: un hombre es un ser capaz de transformar la naturaleza y convertirla en cultura. Por lo tanto, creo que es el hombre trabajador el único ser capaz de crear cultura. La cultura popular es el producto del pueblo. Y pueblo es aquel que no explota y lucha contra la explotación.
No soy filósofo, pero creo que esta ontología casera me permite llegar, sin demasiados riesgos, a una primera idea de lo que imagino debería ser la civilización: una cultura donde dos o más personas de cualquier condición vivan en igualdad de derechos y oportunidades. Y si bien ahí donde hay una necesidad nace un derecho (diría Evita), supongo que donde hay un derecho nace la responsabilidad de ejercerlo. Ejercer el derecho es defenderlo. Ergo, cultura es amor. O al menos, debería ser el ambiente más adecuado para que el amor se exprese.
Queridos lectores, quien hoy se sienta en el sillón de Rivadavia tras haber transitado la rampa de la mentira y el engaño, es lo contrario del amor, lo contrario del hombre, es el acérrimo enemigo de nuestra cultura de paz, pan y trabajo. En este día de San Valentín, quiero homenajear a mi pueblo repudiando a Macrix y su liberalismo vintage, su estado militar, su arrogancia y su culto del individualismo. Mi homenaje es el que puede hacer un contador de historias como yo: desde los bordes del lenguaje. Es que tiempo después de aquella circular 1050, estábamos mi padre y yo en Mar del Plata, tomando un Gancia con limón en el Torreón del monje, cuando sucedió el siguiente diálogo:
–Che viejo, ¿te acordás de la máquina de soldar? ¿del quilombo en que nos metiste por culpa del préstamo ese?
–Cómo no me voy a acordar, esas cosas uno no se las olvida nunca más en la vida –dijo, e hizo una pausa, los ojos verdes en el abismo del mar, tal vez en aquel viejo horizonte de su sueño primitivo. Esperó bastante y, otra vez, me la mandó a guardar.
–Es como si ahora la estuviera escuchando bufar: ¡qué máquina! ¡un relojito!