La zozobra impugna los dogmas. “Lo que más nos afecta de esa historia, puestos a pensarla, es que no ha terminado todavía”, afirma Martín Kohan al final del primer capítulo de 1917 (Ediciones Godot), con prólogo de Eduardo Grüner, un excepcional y perturbador texto que se despliega como un dispositivo teatral al abrir pequeñas ventanas en los márgenes del escenario principal o en las vías laterales de la historia. Los brevísimos ensayos del libro giran en torno a la Revolución Rusa; pero no es un estudio teórico que se proponga analizar los sucesos centrales que condujeron al derrocamiento del régimen zarista y a la instauración de una república socialista. Tampoco es un trabajo que intente mostrar el “lado B” o la cara oculta del proceso revolucionario. Kohan –un alérgico crónico de este tipo de simplificaciones que eliminan el espesor de tramas mucho más complejas– explora escenas como el amplio margen de incomprensión de El Capital de Carlos Marx –que le permitió sortear el aparato de censura ruso–, la narración desde la vicisitud de Jacques Sadoul –diplomático francés que estaba en Rusia cuando empezó la Revolución Bolchevique–, el reclamo de Lenin, en la cárcel, de las plumas inglesas con las que escribe habitualmente –que podría tener su correlato con una frase de León Trotski: “Soy un hombre armado con un bolígrafo– o la cercanía y distancia entre Máximo Gorki y Lenin, que le permite a Kohan postular que el escritor queda “fuera de lugar” y que ese fuera de lugar “es su manera de estar en el mundo”.
Grüner, en el prólogo, señala que la materia prima de Kohan es el “momento autónomo (…), el desajuste casi invisible, el chirrido apenas audible” y que es “capaz de deslizarse de la precisión quirúrgica a la ambigüedad poética”. Antes de escribir las viñetas que integran 1917, el autor de Dos veces junio leyó Cartas a los familiares, Correspondencia política, Testamento político y Diario de las secretarias de Lenin; Mi vida. Intento autobiográfico de Trotski, y el largo poema de Vladimir Maiakovski llamado Vladimir Illich Lenin, entre otros. “Cada uno de los textos que escribí surgió estrictamente de la lectura; el libro responde a una manera de leer, a lo que uno subraya cuando lee. No fue un proyecto del orden ‘vamos a rastrear lateralidades’”, aclara Kohan en la entrevista con PáginaI12.
–En uno de los textos advierte que hay una distancia y desencuentro entre el líder revolucionario y el artista en los casos de Lenin con Gorki y en Trotski con Breton. Distancia y desencuentro son dos categorías muy centrales en la literatura, ¿no?
–Absolutamente, por eso la cifra del título es clave en un campo de cuestiones que exceden la revolución. Lo que me interesaba rastrear es las variaciones de las relaciones entre literatura y política. En esa continuidad hay por momentos tensiones, fusiones, conflictos… Trotski y Breton tienen un acercamiento que es mutuo. La relación de Lenin con Gorki es de consideración y afecto personal. Los desencuentros cobran importancia, sobre una base de afinidad ideológica o literaria, porque es eso que se resiste y que termina siendo un desacople que no se puede subsanar. En la relación entre literatura y política, que tiene infinitos planos posibles y se la puede interrogar a nivel teórico –el compromiso de (Jean-Paul) Sartre, la teoría de (Georg) Luckács o la escuela de Frankfurt– hay escenas donde se libran conflictos o integraciones. Lenin y Trotski habilitan la posibilidad de rastrear la práctica política y la práctica literaria, la acción política y el lenguaje, no solo respecto de los escritores, sino al interior de sus propias prácticas.
–¿Por qué cuando Lenin cae preso convierte el espacio de la cárcel en el espacio de la escritura?
–Lenin mismo dice que lo bueno de la cárcel es que va a tener más tiempo para escribir. Aunque la literatura también puede ser una práctica política, está la acción política propiamente dicha, entendiendo por propiamente dicha tomar el poder, organizar un ejército revolucionario. Caer preso es la obstrucción de la práctica política: no se pueden reunir, no pueden hacer asambleas; pero al mismo tiempo se habilita al interior de ellos mismos la idea “ahora hay tiempo para escribir”.
–¿Hay un tiempo para la política y otro para la escritura, que no van de la mano?
–No necesariamente. Además no hay decisión sobre eso; son maniobras al interior de una situación forzada. A veces ocurre a la inversa: cuando Lenin se entera que estalló la revolución en Rusia, él no está en Rusia, y en plena escritura de un texto político lo tiene que interrumpir porque estalló la revolución. Lo interesante es que no hay una única manera. Cuando la distancia y el desacuerdo surgen de la búsqueda absoluta del total entendimiento hay algo ahí que no deja de producir fricción.
–Eso que no deja de producir fricción, ¿tiene que ver con la tensión irresoluble entre vanguardia literaria y política?
–Sí. Lo que uno encuentra en estas figuras es cómo logran o no maniobrar al interior de algo que es irresoluble. No siempre es la misma clase de desencuentro. Los tres escritores que quedan en primer plano en el libro, Gorki, Breton y Maiakovski, son muy distintos entre sí literariamente; su adhesión a la revolución es distinta. La adhesión de Gorki a la revolución no pasa por la vanguardia literaria. Gorki es un escritor más tradicional, un realista. Cuando Lenin escribe sobre literatura, escribe sobre Gorki y sobre Tolstói; su afinidad literaria es con la tradición realista, lo cual es interesante por muchos aspectos. El realismo, ya con el estalinismo, es la doctrina estética hegemónica y eso permite un contraste. Lenin tenía una afinidad mayor con el realismo, pero al mismo tiempo no instrumentó la persecución de las vanguardias del formalismo ruso, como sí lo hizo Stalin. Por otro lado, hay una tradición de la izquierda revolucionaria que desde el punto de vista estético tiene que ver con esa tradición realista y denuncialista, que se puede ver en distintas instancias, pienso en Boedo-Florida. Aquellos escritores con los cuales uno podría ideológicamente o en términos de sensibilidad social tener más afinidad son más conservadores. Esa disociación entre revolución política y conservadorismo estético es interesante para interrogar en Lenin, porque Lenin no hace un dogma de su propia condición de lector, pero después sí habrá un dogma.
–¿Por qué la izquierda política no ha sido vanguardista desde el punto de vista artístico?
–Trotski escribe sobre los formalistas rusos –no deja de parecerme asombroso– mientras organiza el ejército rojo para consolidar la revolución. En la fusión entre vanguardia política y vanguardia literaria, tal como los propios vanguardistas en algunos casos se propusieron, es donde se ve más claramente el conflicto. La fusión no termina de ser completa, hay como una especie de recelo respecto de las vanguardias. Luckács, como teórico del realismo, tiene el mismo recelo sobre las vanguardias. Bertolt Brecht no tiene ese recelo, pero sí respecto de una literatura puramente formalista. ¿Dónde y cuándo se percibe el experimentalismo radical de las vanguardias? ¿Dónde es percibido como una ruptura radical con la tradición política y dónde es percibido como una especie de juego frívolo de poca ligazón con las masas populares?
–¿El problema pasa por la legibilidad?
–Una vanguardia pone en cuestión un paradigma de legibilidad. La ilegibilidad, como puesta en crisis, es premeditada. Una vanguardia que rápidamente sea legible no es una vanguardia. Si establece rápidamente una legibilidad, entonces ¿dónde está la ruptura? La ruptura supone esa zozobra, esa incertidumbre de lanzarse hacia algo nuevo que no se sabe del todo qué es y en ese punto la sintonía con un proceso de revolución política efectivamente funciona. Lenin y Trotski no van a tener la posición dogmática que va a tener el estalinismo, pero tampoco había del todo una sintonía. Esta me parece la posición política más interesante para interrogar, que es disponerse a un entendimiento y en la disposición al entendimiento y a la confluencia uno ve el resto del conflicto, que parece ser insoluble.
–Más allá de 1917 y más acá en el tiempo, se puede pensar también en Rodolfo Walsh. ¿Cómo se articulan el hombre de letras y el hombre de acción?
–El campo de problemas que se plantean alrededor de Lenin y de Trotski, de la práctica de la escritura y la acción en ellos mismos, interroga a Walsh. Pero también se puede interrogar a Julio Cortázar, con otro tipo de respuesta tanto para la adhesión política de Cortázar, muy discutida, y el tipo de vanguardismo de Cortázar. Walsh es un escritor más clásico en los primeros cuentos, los cuentos de Variaciones en rojo son premeditadamente clásicos. A la vez, de un modo muy extraordinario, la política lo lleva a Walsh a explorar formas de escrituras nuevas, la política lo saca del ámbito propiamente literario. Walsh escribe desde la tradición, se ubica en una posición dentro de esa tradición, y cuando quiere escribir política termina fundando un género nuevo. Lo nuevo aparece, ya no en términos de exploración estética, sino bajo una presión política que lo termina llevando a una dirección de exploración narrativa y discursiva. Cortázar parece tomar las formas de la novela cuando ya se han vuelto tradición, que es distinto, hasta podría ser lo opuesto.
–¿Qué sucede en el campo de batalla del lenguaje y las interpretaciones que propone la cifra, el año, 1917?
–Me impresiona que 1917 por momentos significa revolución más que la propia palabra revolución. Como la palabra revolución ha sido bastardeada tantas veces –la “Revolución Argentina” del 66, la “Revolución Libertadora” del 55, la “Revolución Productiva”, la “Revolución de la Alegría– no deja de ser interesante como pregunta por qué los ultraconservadores apelan a la palabra Revolución. La “Revolución Libertadora” no es libertadora ni es revolución, pero que Menem –que fue uno de los ciclos más conservadores de la democracia argentina– haya hablado de “Revolución Productiva”, que Macri, que es otro ciclo fuertemente conservador que venimos padeciendo, haya hablado no sólo de cambio, sino de “Revolución de la Alegría”… uno diría ni alegría ni revolución. Las palabras no son inocuas, no dejan de ser señales. ¿Por qué los proyectos conservadores apelan a alguna clase de revolución?
–¿Qué respuesta podría dar a este interrogante?
–Hay una apropiación de la idea de revolución; en las palabras de los proyectos políticos más conservadores aparece “cambio”, “renovación”, “revolución”. En un país tan fuertemente conservador como la Argentina, al menos en buena parte de los períodos de su historia, donde una parte principal de la población responde a una ideología política conservadora, no hay un partido que se llame conservador y la derecha se llama a sí misma centro. Cuando todavía había más represión de la que hay hoy en día, se decía respecto de la homosexualidad “el amor que no osa decir su nombre”. La política que no osa decir su nombre, ¿por qué la derecha no se llama derecha?
–Hay un problema más: si se la llama derecha, ponen el grito en el cielo y plantean que las categorías derecha e izquierda están superadas o son anacrónicas…
–Me parece todo esto sintomático: cómo la derecha, tan presente en la vida argentina, tan preponderante a menudo en la democracia argentina, opera con este tipo de solapamiento y apropiaciones; pronuncian el lenguaje de lo nuevo y el cambio para establecer un conservadorismo que es más de lo mismo. No se trata solamente de decir que es una falsificación. Por supuesto es una falsificación, tan falsificación como decir que no hubo revolución productiva con Menem, sino que desarmó el sistema productivo por completo y de la alegría del presente no hace falta que digamos nada, ¿no? No se trata de decir que es falso. ¡Claro que es falso! Ahora, ¿cómo opera esa falsificación?
¿Por qué es necesaria? ¿Por qué les funciona? Porque de hecho funciona, pero al mismo tiempo lo que no funciona es un conservadurismo que se llame conservadurismo. ¿Por qué la derecha prefiere no llamarse derecha? ¿Por qué siendo tan claramente de derecha al mismo tiempo se llama cambio, se llama revolución, y funciona? Cuando la derecha se apropia de la palabra revolución, la neutraliza y la vacía.