Era 1980, uno era muy joven y abierto a pegarse sustos. El primero de esa tarde de primavera que ya estaba descongelando Nueva York, fue ir a uno de esos super-hiper-ultra mercados que los norteamericanos construyen en medio del campo. Este era una caja cerrada de más de una manzana, rodeada de unas cuantas hectáreas de estacionamiento, un rectángulo enorme de asfalto que cortaba con precisión uno de esos bosques viejos de las Catskills. En esa época no había ni remotamente algo tan grande o brutal por Argentina, nada que pidiera un mapa para recorrer góndolas de tres pisos de altura en naves industriales que contenían todo lo necesario para construir un pueblo entero. Como de yapa, el monstruo tenía un patio de comidas, farmacia, un alquiler de videocassettes y una suerte de terminal de combies, porque el pueblo más cercano estaba a media hora.
Uno recuerda confusamente el peso del carro cargado de tachos de pintura y rodillos, la monotonía de los pasillos y la insólita posibilidad de fumar bajo techo. Cuando ya nos íbamos, alguien se acordó que faltaba algo y todos se fueron corriendo a buscar cosas, con uno cuidando el carro. Ese alguien, parado en un gran hall, hizo lo que se hace al estar solo en un lugar público, mirar alrededor, buscar algo de interés. Ahí apareció el primer indicio del amor americano por las armas, la enorme armería del hipermercado.
No debía tener menos de veinte metros de largo, un paredón con un enorme rack de fusiles y un largo mostrador de vidrio. En el muro había escopetas de todo tipo, fusiles semi automáticos y de cerrojo, cañones capaces de bajar un ciervo de media tonelada, rifles para elefantes y carabinas 22, “para que empiecen los chicos”. En el mostrador había cajones y cajones de revólveres y pistolas, miras laser, grips de competición, miras telescópicas y una interminable variedad de munición. A cada extremo del mostrador había un display de ropa de camuflaje y accesorios para todo tipo de caza.
Pero el lugar de honor, el medio del mostrador, lo más visible estaba reservado para la pieza de la semana, la oferta y novedad recién llegada. Brillando bajo las luces, un fusil elongado y esbelto, montado sobre su bípode, como un arma de francotirador, con una brillante cinta de munición saliendo de la recámara. Era imposible confundirlo porque ya estaba en cada película sobre Vietnam: era un AR 15, la versión para el gran público del modelo militar.
La máquina reposaba entre las tantas Glock y Sig Sauer, enfrente de chicos tomando un helado, familias empujando carritos, carpinteros y albañiles con listas en la mano. Nadie la miraba siquiera. Fue entonces que el vendedor se acercó, amabilísimo, sonriente, y largó la frase: “Una belleza, ¿no?” Y sin dar tiempo a nada recitó eficiente el precio, las facilidades, la sencillez del trámite, las prestaciones del arma, la simplicidad del mantenimiento y el hecho que de regalo venían dos peines de alta capacidad, cosa de no andar con la cinta colgando...
El argentino, asombrado, alcanzó a preguntar si realmente era posible tener semejante fierro en casa. Obvio, fue la respuesta, con una de esas sonrisitas amables que reciben los extranjeros que dicen cosas raras. Los amigos, que al fin llegaron, reaccionaron igual. Por supuesto que uno puede tener esas armas, que esto es América.
El AR 15 tiene ahora fama mundial gracias a la espectacular masacre de Las Vegas y a la más reciente de la escuela. Se siguen vendiendo por todo Estados Unidos, sin las cintas de munición, sin el mecanismo que los hace automáticos y, en algunos estados, con cargadores chicos. Es un arma que, como el Magnum, no sirve para nada que no sea matar gente, la versión “deportiva” del fusil de revista del ejército. Es un gusto que se dan algunos, el de tener un arma así. Que ya esté probado que su utilidad fundamental es masacrar chicos no alcanza para que se prohíba su venta, apenas para debatir si sólo es posible comprarlo con 21 cumplidos, y no con 18 como ahora.