El Gobierno hizo todo que estaba a su alcance para limitar la cantidad de dirigentes sindicales que adhirieron al acto del miércoles 21. Festejó cada ausencia como un gol de media cancha, las preanunció con fruición, insinuó que los oradores hablarían ante un páramo. También prodigó presiones o favores para inducir el ausentismo, tan detestado en otras facetas de la realidad.
Más tarde, minimizó el número de participantes. En el primer intento se le fue la mano porque las imágenes de los drones tornaban ridículas sus estimaciones, la aumentó en cuestión de horas.
En todo momento, identificó al acto con sus convocantes. Las fotos del palco “punteando” a los dirigentes son válidas e ilustrativas, pero es falaz deducir que más de doscientas mil, tal vez un cuarto de millón de personas, sean clones o títeres de Hugo Moyano, de Cristina Fernández de Kirchner o de cualquier protagonista. No participó una masa informe ni un conjunto de Wallys o zombis sin personalidad, motivaciones, valores e intereses.
Eran trabajadores, formales o no, con o sin empleo. Provenían de todo el país, con la lógica preeminencia del área metropolitana. No cualquier persona puede costearse un viaje de larga distancia… para muchos hasta los vuelos lowcost de Flybondi son prohibitivos, sin contar que no suelen llegar a destino.
Una representación viva de la clase trabajadora se dio cita para cuestionar al Gobierno en general y practicar la nueva costumbre de insultar a Mauricio Macri, con todas las letras.
El macrismo echó mano al rebusque clásico de todos los gobiernos: comparar a los que ponen el cuerpo, se movilizan, caminan, se cansan y ejercen la acción colectiva versus los que “se quedaron en sus casas”. Se da por hecho que todos y todas objetan la movida. Se sobreinterpreta que la mayoría silenciosa” obra con unanimidad, una falacia.
El 25 de mayo de 1810, caramba, un escueto puñado de porteños soportó la lluvia y reclamó saber de qué se trataba. Las multitudes del 17 de octubre o las de los dos actos de cierre de la campaña presidencial de 1983 constituían un porcentaje menor de la población. La Plaza de Semana Santa hizo historia, nadie piensa que su representatividad se agotaba con el último en llegar.
Gentes de a pie concurrieron “por la libre”, un montón. Columnas encuadradas pisaron el pavimento, unas cuantas llegaron en micros. Muy nutridas de los partidos de izquierda y el kirchnerismo. Las hubo imponentes de los movimientos sociales y de sindicatos de diversas ramas de actividad, estatal o privada. Flamearon, conmovedores, carteles llevados por los despedidos en meses recientes. Para una movilización son grupos pequeños: no los forman decenas de miles, sino decenas o cientos de personas laboriosas que quedaron en la calle. Integran un colectivo, se agrupan en defensa de algo común; tal su rotunda diferencia con “los que se quedaron en casa”, una sumatoria de individuos aislados. El impacto de los ajustes o los cierres de fábrica trasciende a los despedidos: se amplía a otros argentinos o a ciudades enteras.
La gente común no es la vanguardia ni se confunde con los dirigentes. No representan: son. A título de viñeta, fatigaban el pavimento un hombre y una mujer, tal vez fueran pareja, portando un cartelito que decía “ex trabajadores de YPF”. Así juntos, en la calle, eran mucho más que dos.
Sin la muchedumbre, los discursos hubieran pasado desapercibidos: el coro importa más que las voces de los solistas.
El acto encontró al Gobierno en un mal momento, que se prolonga desde hace meses. En la semana afrontó problemas y desaires:
- Debió entregar un peón off shore, el subsecretario general de la Presidencia Valentín Díaz Gilligan.
- El Poder Judicial, cuya selecta mayoría funge de pilar de la Coalición Cambiemos, propinó dos reveses al equipo del presidente Mauricio Macri. El primero (dirigido frontalmente al primer mandatario) fue un comunicado hipercrítico de la Asociación de Magistrados y Funcionarios. El segundo, el desistimiento del juicio político contra el juez federal Daniel Rafecas (ver página 10).
- Las variables económicas siguen dando fatal (ver páginas 4 y 5 de esta edición). El ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, pasó las de Caín en un cónclave celebrado en Madrid. Confesó que no sabe mucho qué hacer. Les habla con el corazón… y da pena.
Usted dirá que emula a otro gran pensador occidental, Sócrates, que asumía “solo sé que no sé nada”. Hete aquí que cuando alegaba eso quería expresar su superioridad sobre los sofistas. El conocía la finitud de su conocimiento mientras los otros alardeaban, pero no se daban cuenta ni de su ignorancia.
Dujovne, a diferencia de los sofistas, ni siquiera es hábil para macanear: trastabilló cuando se le preguntó cómo esperaba inversiones extranjeras si él tenía su fortuna fuera de la Argentina. Titubeó, se fue por las ramas: fustigó a la transparencia kirchnerista, jugó el comodín devaluado de la narrativa oficial. Una respuesta evasiva que dudosamente motive una lluvia de capitales no golondrina.
La anécdota revela otra falla creciente del Gobierno en el área que mejor maneja: la comunicación. Los traspiés se suceden, en buena medida porque es difícil transmitir “bien” malas noticias acumulativas, en parte porque el nerviosismo afecta el juego de equipo.
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Un peón no tan suelto: Díaz Gilligan (sin ir más lejos) cometió una torpeza asombrosa dentro de un elenco fogueado en el coaching mediático. Se franqueó con un periodista del diario español El País. Sinceró las trapisondas cometidas con una cuenta off shore, colocada en Andorra .Tarde pero seguro, retado y asesorado por colegas, fue reacomodando su primera versión, pletórica de pillerías y testaferros.
El intento distractivo pesó poco frente a una cifra rotunda (1.200.000 dólares, mucho más que una propina o un vuelto) cuyo origen y funcionamiento jamás pudo explicar,
La plana mayor del Gobierno lo defendió un ratito y luego decidió entregarlo. La imagen del peón de ajedrez ascendió a trending topic. El primer problema de la comparación es que desnuda que hay alfiles, caballos o torres (usted dirá) que practican enjuagues similares. Por ahí, sacrificar el peón salve el pellejo de los ministros Luis Caputo, Jorge Triaca (hijo) y Luis Miguel Etchevehere. En tal caso, el bueno de Díaz Gilligan sería un émulo del Sargento Cabral, que se ofrenda para vencer al enemigo. Pero tal vez el subsecretario sea una ficha que comienza el efecto dominó. El tiempo lo irá develando.
De momento, las piezas importantes siguen en aprietos, incluso con conductas judicializadas. Etchevehere está más comprometido (o urgido) porque las dos causas penales que le conciernen avanzan con relativa celeridad.
Comunicadores afines a la Casa Rosada o ajenos que creen en la infalibilidad de la propaganda M explican que las maniobras con dinero off shore son difíciles de captar para el gran público. Que a “la gente” no le importan porque no entienden.
Hay una mínima parte de verdad en el argumento. Este cronista confiesa que se vería en figurillas para diferenciar cuáles son las diferencias para manejar plata negra entre distintos miniestados que funcionan como cuevas financieras VIP o en otros paraísos fiscales. Ese mundo es ancho y ajeno, hermético: ser ininteligible es uno de los atractivos del negocio.
Pero cuando un gobierno pierde su aura, las percepciones colectivas cambian de signo o lo invisible deviene patente: sectores importantes de la opinión pública, profanos en materia financiera, van internalizando que Macri está rodeado de millonarios que tienen fortunas afuera, que balbucean cuando se les piden explicaciones. En ese contexto, pierden relevancia sutilezas para iniciados: si son accionistas, apoderados, cuentacorrentistas o una extraña camada de coleccionistas que acumulan guita sin afanes materiales.“El público”, “la gente”, compara millones de dólares ajenos versus salarios menguantes o pérdida de laburo u otras penas propias… las conclusiones fluyen solas.
La Corte del Rey empieza a estar desnuda y el Gobierno padece un mal nada novedoso: insistir en la narrativa anti K tan fructífera hace un semestre o un año, menos rendidora hoy en día. Con dos años largos de gestión, los propios actos del macrismo gravitan más en el imaginario social, la coyuntura (sus desempeños) le patean en contra.
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Insultos y cadenas causales: La inflación de enero y febrero fueron elevadas, la de marzo redondeará un verano aciago. Dujovne confiesa que dispone de pocas herramientas para combatirla, matizada con una voluntad de hierro. Garra a cambio de saber, poca cosa para la acción pública.
El comienzo de las clases encuentra a las provincias discutiendo sendas paritarias docentes, empantanadas en promedio. La gobernadora bonaerense, María Eugenia Vidal, reincide en culpar de las dificultades para cerrar trato a Roberto Baradel, secretario general de Suteba. Más allá del éxito que alcance ese relato ramplón, jamás podrá expandirse para achacarle al sindicalista el brutal aumento de la canasta escolar o las dificultades crecientes para inscribir a los chicos, las carencias edilicias o los potenciales cierres de escuelas.
El Gobierno puede obstinarse en creer (o proclamar) que la muchedumbre congregada el miércoles está compuesta por “militantes” sin seso o pobres irracionales que son llevados de la nariz o a cambio de unos pesos.
O atribuir la epidemia de insultos a Macri a un mero fenómeno futbolero. El relato macrista rechaza las conexiones causales.
La inflación galopa, el valor adquisitivo de sueldos y jubilaciones baja, los servicios públicos se encarecen y se corta el suministro de electricidad, los despidos cunden. La malaria se expande, la bronca ciudadana crece, se hace costumbre insultar a Macri. La concatenación es posible o hasta segura.
Las diatribas contra Macri sintetizan un malestar extendido. Señalan un responsable genérico; si algo funciona mal, el Gobierno tendrá algo que ver. No claman contra los que “se robaron un Producto Bruto Interno” o contra otros protagonistas. El oficialismo ocupa el centro de la escena y fracciones crecientes de la sociedad civil reaccionan en consecuencia. La política tiene esas cosas: se gana, se pasa de pantalla y los problemas se multiplican.
Si el equipazo de Macri asumiera la realidad, criteriosamente advertiría la correlación entre la bronca y el agravamiento general de los indicadores sociales y laborales. Claro que no tiene ni voluntad ni garra para cambiar el programa económico, correlato de su modelo de país.
La amplia victoria en las elecciones se equiparó a un cheque en blanco.
La imagen la pifia de movida. El cheque en blanco nunca existe en democracia: es ilusorio esperar una autorización absoluta y vitalicia para girar en descubierto. El pueblo ya pagó al votar, luego espera retribuciones, respuestas, mejoras. Expectativas, que le dicen. El rechazo, el sentimiento y el activismo opositor se acentúan en la base, el palco las cataliza.
Imposible vaticinar si la tendencia se estancará, crecerá o si entrará en el pasado. El hilo de esta columna insinúa la hipótesis del cronista, aunque como siempre, el futuro es abierto.