La forma del agua
The Shape of Water
EE.UU., 2017
Dirección: Guillermo del Toro.
Guión: Guillermo del Toro, Vanessa Taylor.
Fotografía: Dan Laustsen.
Música: Alexandre Desplat.
Montaje: Sidney Wolinsky.
Reparto: Sally Hawkins, Michael Shannon, Richard Jenkins, Octavia Spencer, Doug Jones, Michael Stuhlbarg.
Distribuidora: Fox.
Duración: 123 minutos.
Salas: Monumental, Del Centro, Hoyts, Showcase, Village.
9 (nueve) puntos.
Pocas películas han dado cuenta de manera tan amarga sobre la crisis del cine, sobre la incertidumbre en la que está inmerso. Cuando el hombre pez mira azorado la gran pantalla, solitario, en esa sala sagrada que es el cine Orpheus (donde se proyecta, de hecho, la película bíblica La historia de Ruth), La forma del agua permite una réplica inevitable con La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen: el personaje está desprendido de su mundo, ahora vuelto un fantasma errante. El nuevo film de Guillermo del Toro no es una mera cita hacia El monstruo de la laguna negra, la película de Jack Arnold de 1954, sino su secuela espiritual, su relectura actualizada.
Por las dudas, no se trata de ninguna remake, tampoco hay poderes digitales de superhéroe, sino que el film se vale de un personaje al que amorosamente (re)crea y del contexto que elige -Baltimore, 1962‑ para mirar lúcidamente, cinéfilamente, el estado actual de las cosas: Hollywood desfallece, sumergido por una televisión omnipresente -la de esos días, la de éstos‑, las salas están vacías, y lo más importante: ya no hay monstruos queribles. El hombre anfibio (Doug Jones), en este sentido, es tanto uno de los nuevos habitantes en la galería fenomenológica de Del Toro, así como desprendimiento híbrido entre la creatura del film de Arnold, y Abe Sapien (también Doug Jones), el anfibio de Hellboy, del mismo director. Tal como es costumbre en el director, el anfibio humanoide es otro intento desesperado por agregar carnadura -de actor, de traje encajado en látex, con pliegues disimulados‑ a un cine (digital) cada vez más desafectado.
En otro orden, La forma del agua es una historia de amor; de amor entre sus personajes porque, invariablemente, hay amor por el cine. No en vano, Elisa (Sally Hawkins, espléndida), la empleada de limpieza en el laboratorio de alta seguridad donde retienen al anfibio, es muda, gestual, como ese otro continente cinematográfico perimido, hoy rotulado "silente". Elisa se vale de códigos que transgreden el habla, por eso puede portar su tocadiscos y ofrecer música -sonorizar‑ al hombre pez. En tanto mujer desplazada, ciudadana del margen, se enamora de alguien con características similares.
Situada en el umbral sobre el que despiertan los años '60, La forma del agua se reviste de espionaje, guerra fría y carrera espacial, junto a televisores y publicidades dedicados a organizar el panorama social, a vigilar y castigar. El cine, en medio de todo esto, sobrevive (el macartismo fue su cedazo palmario durante la década previa). Como un receptáculo inclemente, que reduce inmisericorde lo que fuera pensado gigante, aparece el televisor dando cobijo sospechoso a películas de una era que parece lejana. El cine está ahora custodiado, los cortes publicitarios serán sus vigías.
La tarea publicitaria, de hecho, no le es indiferente a Giles (Richard Jenkins): pintor, artista, homosexual, mendiga trabajo en una agencia que ya no le contiene: sus pinturas ya no interesan, ahora es tiempo de la fotografía, de otra mentalidad. Es él quien sabe de cine, de música, de esas películas que la cajita reproduce y que Giles evoca porque si nadie lo hace, se olvidan. (Allí la importancia de ver, mirar, de decir las películas.) Elisa responde a estos diálogos bailando, con pasos de zapateo americano: hay una escena que refleja ¿conscientemente? el dueto de pies entre Pierre Richard y Emmanuelle Riva en Perdidos en París, de la dupla Abel‑Gordon.
Los dos viven sobre la sala Orpheus, sus puertas están enfrentadas y separadas por un vértice que las toca. Sus hogares y, debajo, el cine. Una santa trinidad. El silencio les es necesidad mutua. Orpheus oficia como un reducto que resiste el paso del tiempo, vacilante y majestuoso: es probable que sus películas todavía se proyecten gracias al pago mensual de estos inquilinos.
El cine aparece como refugio, en un contexto hostil que es recreado a través de planos y encuadres que semejan postales, que rememoran tanto a Norman Rockwell como Edward Hopper, en tanto mixtura alicaída, de alegría falaz, con colores apagados y pátina publicitaria, en una ciudad que piensa el futuro en forma de automóvil: el Cadillac turquesa y su propietario ideal: el neonazi doméstico y militar que interpreta Michael Shannon. Entre personas alimentadas de racismo, con la militarización a flor de piel, el cine ‑proyecto social, integrador de las diferencias‑ no puede menos que estar en crisis. ¿Quién querrá ver lo que la sala de sueños Orpheus proyecta?
Así, La forma del agua ofrenda a Elisa y su anfibio como una revivificación de minutos contados. Inicia como un cuento de hadas, con una voz en off que se sabe ilusión: las imágenes lo demuestran. Es decir, la secuencia inicial es acuática, con el esplendor del Orpheus dormido en las profundidades. El érase una vez evoca, vuelve a narrar, da vida. Cualidad del mito que La forma del agua replica sobre Hollywood mismo, ese territorio que no es ciudad sino imaginario, hoy míticamente decaído. Su figura grandiosa, constructora de sueños, es vuelta a erigir como si de un dinosaurio moribundo se tratase, en un respirar insuficiente que también sucedía con La invención de Hugo Cabret, de Martin Scorsese.
Al devolver brío -aunque más no sea durante dos horas‑ a ese mundo casi extinguido, lo que aparece es un relato de asunción esquemática. La forma del agua reúne personajes estereotipados, coincidencias obvias, resoluciones previsibles. El gran cine de Hollywood está lleno de estos "simplismos". En todo caso, se trata de una universalidad que supo instaurar una maquinaria narradora, constructora de sueños. Y por un momento fugaz, durante las dos horas del film, pareciera que esa magia todavía persiste.