Desde Cáceres, Antioquía
Todavía no pronuncia bien las palabras. No sabe ni caminar, pero ya conoce el desarraigo. “Vamos pa’ la cacha, vamos pa la cacha”, repite el bebé ahogado en llanto y sudando en los brazos de su madre que también llora, pero en silencio. “Ya casi nos vamos, tranquilo papi, ru ru ru”, susurra la señora, mordiéndose la mentira, porque mientras sigan cayendo las balas en la puerta de su humilde casa, ni ella ni los 1500 que han salido huyendo podrán regresar.
Están en Cáceres, un pequeño pueblo a cinco horas de Medellín. Y han llegado en grupos de 200 y 300 personas desde enero, cuando inició la pelea a sangre y fuego entre los grupos ilegales de una zona convulsionada en la región del Bajo Cauca antioqueño, donde la tradición mafiosa e ilegal que enriquece a unos pocos ha sumido en el dolor y la pobreza a la mayoría de los lugareños: indígenas y mestizos que viven de la tierra, los ríos, la minería y el comercio.
La temperatura marca 35 grados y la señora y su bebé pasarán la noche en el suelo. Un par de costales serán su colchón después de una cena de arroz y plátano, sin carne, igual a la de centenares de campesinos desterrados que ocupan la Casa Indígena de esta tierra calurosa donde, a un año de la firma del Acuerdo entre gobierno y FARC, en vez de conocer la paz se vive una tragedia similar a la de los peores años del conflicto armado en Colombia. Esta vez, por cuenta de los enfrentamientos armados entre los delincuentes que quieren el control del territorio plagado de cultivos y laboratorios de cocaína, tras la salida de la ex guerrilla Farc y la división interna entre el llamado Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).
La captura de Jose Bayron Piedrahita, capo de capos del Bajo Cauca, en septiembre de 2017, podría tener que ver con el desorden actual en un territorio donde ni la presencia del Ejército ha logrado cesar el peligro. “Antes más peligroso, menos que se puede volver, porque también el Ejército está disparando, se están combatiendo todos, y hasta dicen que hay guerrilla del ELN, entonces resulta uno disparado, y qué, nadie responde porque ni se sabe quién disparó. Yo me vine cuando mataron una muchacha y no se supo ni cómo le cayó la bala, salimos corriendo al otro día”, le cuenta a este diario la señora, pidiendo que oculten su identidad y no se publique ninguna foto de ella porque, “queriendo Dios” regresará a su finca esta semana para alimentar los peces y los cerdos y, aunque regrese a bordo de una moto que irá a toda velocidad esquivando los enfrentamientos, teme que los diversos soldados tomen represalias contra ella por hablar con la prensa.
Además de la crisis de institucionalidad del pequeño poblado en el norte de la región de Antioquía, mientras su actual alcalde está en la cárcel a la espera de un juicio por posibles nexos con los paramilitares, los pobladores de Cáceres soportan su peor crisis humanitaria. Las autoridades tienen registro de 1447 hombres y mujeres, entre ellos 500 niños, que están desplazados en diversos lugares de Cáceres. En la Casa Indígena se albergan hoy unos 200, y los demás se ubicaron en el Parque Educativo, donde a la mañana se recogen colchonetas y costales y se ubican sillas para dar las clases a los chicos que, por fortuna, acompañan a sus maestros también desplazados, a quienes el Consejo Noruego para Refugiados surtió con útiles escolares y libros desde la primera semana de desplazamiento en enero, cuando las autoridades nacionales fueron de visita dejándolos de nuevo solo, apenas con funcionarios de la Defensoría del Pueblo. Semanas después se dio la captura del Alcalde José Berrío y la angustia acrecentó. Ya nadie en la Alcaldía respondía teléfonos para avisar que se acababa la comida o que estaba llegando más y más gente desplazada a la Casa Indígena, donde el espacio se copó y empezaron los problemas de salud y convivencia. Campesinos e indígenas cocinaban platos que los otros no comían. Sin embargo la solidaridad se impuso y, aún sin instituciones que los apoyaran –además de los abogados del Ministerio Público– solucionaron las diferencias y llegó más alimento.
La Unidad de Víctimas se hizo presente con bonos para comprar alimentos recién el viernes pasado, pues, explican, el deber de atender un desplazamiento le corresponde primero al gobierno de la provincia y a la Alcaldía local. Pero con el Alcalde apresado y las autoridades de la Gobernación de Antioquia tergiversando las cifras y la dimensión del drama, a la gente le tocó solucionar el problema por sí misma. Al inicio, la Gobernación aseguraba que se trataba de tan solo 60 familias. Hoy hacen presencia con el departamento de atención de desastres y por fin convocaron al Ministro del Interior para buscar una solución. A más de un mes de iniciada la crisis humanitaria, acaban de suscribir un Plan de Contingencia, justo después de la alerta de Naciones Unidas que, preocupada por la poca eficiencia en la respuesta del Estado, se pronunció públicamente. La Oficina del Alto Comisionado para los Refugiados (Acnur) también lanzó una alerta por el alza en los homicidios en Cáceres, pero además incluyó los vecinos municipios de Tarazá y Caucasia.
En la Iglesia evangélica y el parque donde pasan las noche otros centenares de desterrados con rostros de cansancio, así como en las esquinas de Cáceres, se palpa el miedo por la amenaza de los grupos armados. En el pueblo las tiendas cierran cuando llega la noche y los religiosos y maestros recomiendan a los forasteros no salir después de las seis de la tarde. “No sabemos quién es quien, esa gente (las bandas armadas) están por ahí como cualquiera haciendo inteligencia y buscándose entre ellos, mirando los albergues de desplazados incluso para llevar información al monte y luego volver a cazar sus presas”, le dice un hombre a este diario solicitando, como todo aquel que abre la boca, que no se diga quién es. Por su parte, un líder social de la zona hace un llamado al gobierno nacional para que su prestación no se limite a la visita de un ministro, sino que tome medidas e implemente procesos eficientes para garantizar la seguridad de la población. “Que nos den garantías de verdad para volver a la casita, mire que lo poco que tenemos, los animalitos, se están muriendo, y la cosecha se va a perder sin meterle mano,” implora. Para el señor, la única forma de sentir seguridad es que las diversas facciones que se están enfrentando hagan un pacto de cesar la confrontación y de respetar a la población civil. Por eso piden la pronta participación del Comité Internacional de la Cruz Roja. Y solicitan también la solidaridad de los vecinos de Bajo Cauca y Medellín para reunir elementos de aseo personal y colchones pues, como la señora que pidió no ser identificada, más de la mitad de las víctimas siguen pasando la noche en el suelo, hacinados, seguramente recordando los momentos más tristes de una guerra que esperaban terminar con los procesos de paz pero que sigue activa como un monstruo que no se muere ni se va, ante el olvido y la ausencia del Estado.