Si la movilización masiva de la semana pasada contra el Gobierno demostró que la resistencia popular crece, y sí puede ser organizada, también quedó claro, una vez más, que el arduo trabajo de reorganización de las fuerzas populares es posible y tiene sentido, y que la paz es el camino.
Tan importante fue esta jornada que nadie dudaba que marchaba contra Macri, con lo que le salió el tiro por la culata al afán provocador de los grandes medios, y el gobierno y sus jaurías de uniforme se la tuvieron que bancar.
El neoliberalismo no es una ideología, sino una conducta. Una mala conducta, egoísta y antinacional, y antipopular y salvaje en su desaforado individualismo depredador. Expresión contemporánea del viejo capitalismo, está en su etapa menos programática por una razón muy sencilla: han aprendido que no pueden convencer a los pueblos. Por lo que entonces, si no convencen, someten. Y el sometimiento actual sólo puede ser mediático, o sea dependiente del poder engañador y somnífero de los grandes sistemas de incomunicación.
Es ésa la esencia del Cambio que la oligarquía local –vacuna, industrial, bursátil y banquera– imaginó y propuso a un pueblo, el nuestro, que estaba justificadamente harto de promesas no siempre cumplidas, y sobre todo harto de una corrupción endémica y sistemática que ningún gobierno desde la recuperación democrática en 1983 combatió ni mucho menos controló ni morigeró.
Esas dos lamentables taras de nuestra democracia fueron la razón principal de la machacona prédica comunicacional que engañó a “la gran masa del pueblo”, la confundió, la desclasó y la llevó a votar a sus verdugos, como viene quedando claro desde diciembre de 2015.
Estos tipos crearon desde antes de esa fecha aciaga un aparato gigantesco y poderoso de control social, como nunca antes se había visto. Aprovecharon todos y cada uno de los yerros, descuidos y necedades del período kirchnerista 2003-2015, y los magnificaron y propagandizaron tan astutamente que taparon así la horrible historia de totalitarismo, colonización y claudicaciones anteriores que tan bien testimoniaron Cooke, Scalabrini Ortiz, Puiggrós, Hernández Arregui y Arturo Jauretche, entre muchos otros historiadores y teóricos del campo popular.
Lograron así una mutación social extraordinaria, impensable hace sólo tres años: que los sectores más postergados de la sociedad argentina, ése por lo menos tercio de compatriotas que el kirchnerismo venía redignificando lenta pero consistentemente, se diera vuelta con inexplicable necedad y acabara disparándose un tiro en los pies mientras aplaudía estúpidamente a los ricos colonizados que venían a destruir todas las mallas de contención social, la industria nacional y el trabajo digno que crecían, la educación y la salud públicas, y la previsión social que había alcanzado sus mejores registros.
En ese marco, y esa comprensión que no es demasiado difícil ni inaccesible, la marcha del 21F puede y debería ser considerada como un posible nuevo punto de partida. Porque más allá de la mezquindad previsible del original convocante y principal orador -más preocupado por hablar de él frente a la tenebrosa “justicia” del régimen, que por el estado de la república y del pueblo- la marcha mostró una masiva voluntad popular por encima de ese sujeto, y mostró también disciplina, sensatez, esperanza y hasta esa alegría que caracterizaba las marchas en el período kirchnerista.
Ése es el rumbo para reencauzar a nuestra patria. La movilización pacífica, la marcha masiva y serena de la voluntad popular encolumnada y decidida a echar no a patadas sino a votos a los oligarcas y ladrones que hoy desgobiernan a la República Argentina.
Se trata de trabajar y militar para echarlos en 2019, e iniciar entonces la necesaria y urgente reconstrucción, como propone desde 2001 El Manifiesto Argentino, que es el único colectivo político cuyo Ideario viene instalándose en las bases y también en dirigencias afines que las hacen suyas. Así en la política argentina se reconoce hoy la necesidad de una nueva Constitución Nacional inspirada en el modelo de 1949, y se habla de una nueva institucionalidad basada en el reemplazo total de un poder judicial ya insostenible. Y empieza a instalarse el principio de que todo lo que estos tipos destruyen por decreto habrá que restaurarlo por decreto.
Y es que el destino de este país está asociado a sustituir la democracia representativa que rige desde 1853 y tantas traiciones produjo, por una democracia participativa que garantice una patria más justa, más libre y soberana, más inclusiva y autónoma, y esencialmente latinoamericana.
En medio del desánimo que producen la insensibilidad ciega y sorda del Gobierno, los negocios offshore de funcionarios protegidos por los grandes medios, el endeudamiento imparable, las importaciones destructivas y las políticas oficiales de destrucción del empleo, la educación y la salud públicas, más el robo con engaño a los jubilados y otras calamidades –como la revancha de genocidas y fascistas–, lo mejor de la democracia argentina siguen siendo los principios y las políticas de Derechos Humanos que nos recuperaron de la más feroz dictadura de la historia latinoamericana, y que –esto también se ve en cada marcha popular– siguen vigentes en las luminosas figuras emblemáticas de Madres y Abuelas.
Cierto que cuando se vayan, en 2019, nos van a dejar un país incendiado. Pero somos –y la marcha del 21F fue una prueba– un pueblo que siempre fue capaz de renacimientos, y todo lo malo se podrá revertir. La deuda será gigantesca, pero toda deuda se negocia, y ya veremos cuánto repudiamos y cuánto se reconoce y cómo. Porque por más economistas charlatanes que haya en la tele la economía tiene arreglo, siempre lo tuvo. Política mata economía. Siempre.
Esto se puede revertir. Y lo vamos a revertir. Al menos para El Manifiesto Argentino, esta convicción es tarea.