Somos gente rara, a veces despreciada con razón. Hablamos un idioma encriptado, semejante al popular, pero nunca idéntico, con el cual pretendemos definir realidades que aún no lo son, permitir su aparición en el mundo y detectar sus conseuencias, o, en ocasiones, prohibir u ordenar su realización, casi siempre con graves consecuencias para el desobediente. Presumimos que todas las personas de nuestro entorno hablan nuestro idiona, pese a conocer la mentira e irrealidad que tal afirmación encierra, al punto de que, de una u otra manera, les generamos la obligación de aprender esa lengua o, antes bien, imponemos que los demás la comprendan, la hablen y la escriban, como si fuera una realidad tangible. Todo ello lo logramos reglando acciones y omisiones humanas mediante ciertos métodos que nunca están demasiado claros, cual si inventáramos una regla de cálculo defectuosa de cuyo conocimiento depende la realización de nuestros ideales de vida, nuestra fortuna, nuestro éxito; o quizás nuestro fracaso, nuestra desgracia, nuestra infelicidad en el breve lapso que vivimos. Precisamente por ello se vuelve necesario el conocimiento de nuestro idioma, que nunca alcanza el nivel de realidad, sino que, antes bien, constituye una de las tantas hipocresías que manejamos a voluntad. Por ende, el conocimiento cuasiperfecto del idioma no nos asegura el éxito de nuestras pretensiones y, por ello también, es que los demás, incluso nosotros mismos, cuando necesitamos hablarlo para convencer a otros, requerimos el auxilio de algunos juristas habilitados por un organismo burocrático para hablarlo y escribirlo. Por ello es también que nuestra profesión se ha convertido en una especie de lobby mediante el cual, palabra más, palabra menos, amistad más, amistad menos, se intenta convencer a otros diplomados acerca de nuestro éxito o fracaso.
Terrible instrumento porque la regla de cálculo no es precisa de manera alguna, suma correcciones e incorrecciones, porque depende en su funcionamiento de otros que la conozcan, que la comprendan y que la apliquen y, fundamentalmente, porque, en ocasiones, perdemos la brújula y, con ello, la oportunidad para comunicarnos con honradez. Precisamente esto es lo que nos pasa ahora y la madre de todos nuestros desvelos. Como en la práctica nuestro idioma no funciona sino a través de intérpretes reconocidos por un método que creíamos claro, pero que aún no conseguimos definir unívocamente, es hoy normal escuchar a unas personas, habilitadas para hablar nuestro idioma, con un lenguaje incomprensible para otros que lo estudiamos para conocerlo y enseñarlo. El panorama de templo babilónico que presenta actualmente nuestro idioma encriptado no permite ni siquiera sospechar el resultado de nuestra acciones o de la falta de ellas para obrar en consecuencia. Donde dice “por excepción” o “excepcionalmente” en ese idioma encriptado pasa a expresar “por lo general” o “casi siempre” según su significado en idioma común (encarcelamiento preventivo); donde dice “por acto o ley del Congreso de la Nación” en lengua encriptada” parece significar “por voluntad de quienes gobiernan o tienen la sartén por el mango” en nuestro idioma popular (derogación de leyes, acuerdo para el nombramiento o traslado de jueces); donde dice “uno” en el idioma jurídico, debe comprenderse “dos” en el popular; el límite de “dos” para privar de libertad sin sentencia de condena, en el primer idioma, es “tres o más” en el segundo idioma; donde el idioma constitucional dice “acuerdo del Senado de la Nación” aparece traducido como “voluntad del presidente del Ejecutivo”; donde “se autoriza a privar de libertad sin sentencia condenatoria a esa pena” mientras dure la posibilidad cierta de fuga o de entorpecimiento de la averiguación de la verdad”, se debe calcular “ex funcionario del anterior gobierno” o “indígena perteneciente a pueblo originario de América”; donde se prohíbe matar a otro bajo amenaza de una pena grave se debe leer: “salvo que el matador persiga a quien huye de su reacción con balas, incluso se acerque y lo mate por la espalda y en el suelo”, como verdugo de una pena de muerte sin sentencia, algo que nuestro primer ciudadano no comprende, ni siquiera moralmente, según sus propios dichos. Los ejemplos pueden multiplicarse casi al infinito y lo increíble de ellos no resulta de la judicialización de la política -por cierto existente-, sino del poder que nosotros le hemos acordado a ciertos hombrecillos llamados “jueces” que administran ese idioma encriptado a su antojo o, mejor dicho, como les conviene según la ocasión -ni siquiera según sus propios principios que guían la traducción-. Todo estriba en esta especie de traducción que necesita este idioma encriptado para ser aplicado. Esa traducción anticipa distancias, que alguna vez fueron cubiertas por la razón y que hoy responden al poder de todo tipo, político y económico sobre todo.
En esta especie de abracadabra nosotros los juristas tenemos una gran responsabilidad, más aún quienes enseñamos ese idioma, pues nuestros alumnos se han convertido en los gurúes de la traducción indicada. Y no se trata tan sólo de un problema nacional: en un país hermano un juez ha derogado el Código Civil y condenado sin juicio a un ex presidente de la República por omitir todo acto que se refiera a la compraventa o propiedad de un inmueble, incluso tan sólo el acto real de haberlo visitado, conocido y pretendido comprar, bajo la afirmación de que su mujer, muerta, le gustaba ese departamento, nunca habitado ni visitado por ellos. Los condenantes no explican, al menos, cómo el eventual mero deseo de matar de la señora fallecida se convierte en homicidio del condenado a 12 años de prisión.
* Profesor emérito UBA.