El cuento por su autor
“Febrero” es un cuento que forma una especie de díptico con “Pie sucio”. Ambos cuentos se publicaron en mi primer libro, editado en 2003 en una colección que duró muy poco dirigida por Dalmiro Sáenz. El cuento surge con la intención, por un lado, de explorar una combinación de voces y de ampliar un universo que había comenzado en el otro cuento. ¿Cómo narrar la historia de una pareja que se ve amenazada por el desgaste, por la dejadez, por la falta de deseo desde el punto de vista de cada uno de ellos? Ese era el desafío. Y en “Febrero” el punto de vista es el de Emilia. Una mujer que está embarazada y, como se verá, atravesada por un secreto. Lo que articula la obsesión de Emilia es una forma de deseo, pero invertida, semejante al modelo que aparece en Muerte en Venecia. Un libro con el que, de algún modo, se dialoga intensamente. El tiempo, la muerte y las posibilidades de regresar a un supuesto mismo lugar organizan la trama.
Hoy volví para ridiculizar la sensación que tuve de haberme muerto. Hoy, hace un año. ¿Eso significa algo? ¿Eso tiene que significar algo? Tengo en mi cartera el recorte del diario. La cara de Osiris Berman destrozada sobre el asfalto pálido de la avenida Suárez. Yo no estoy en la foto. Yo soy, en el recorte, un comentario vago e impreciso. La laguna ahora está quieta. Hay un cielo gris. Hace frío. Hay pájaros en bandadas, detrás de unos juncos. Yo estoy bajo el sauce. Retirada del balneario. Apenas la suave brisa arrastra el murmullo de un par de parejas, de los pescadores, en bote o metidos hasta mitad del río, donde el Salado y la laguna se unen, donde hay olor a melancolía. Pienso en eso, en el olor a melancolía, mientras un mosquito se posa en mi vientre blanco, crecido. Si me pica, ¿picará también al bebé?
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Ahora recuerdo aquel día: 10 de febrero de 1999. Domingo a la tarde. Yo estaba en Chivilcoy. En casa. Recostada mirando una película. A Martín se le había dado por encontrar una maqueta que había hecho en la facultad. Empezó a desordenar la casa. Me pidió que lo ayudara y me negué. Por eso se puso agresivo. Yo no tenía ganas de pelear. Estiré la mirada hacia el mueble de las fotos y la vi a Leonor. Supe, inmediatamente, que tenía que ir a verla a Junín. Me vestí enseguida. Me armé una canasta con frutas. Evité el definitivo choque. Le di un beso en la boca y le dije que me llevaba el auto. Estuvo gritando y preguntándome a dónde carajo me iba, hasta que doblé en la esquina de la despensa sin responderle.
Antes de tomar la ruta entré a la estación de servicio, llamé a Leonor y le dije que me esperara. Se puso muy contenta. Leonor desde que se separó de Ricardo se fue a vivir a la laguna. Puso una proveeduría y alquila una casilla a los turistas. Los hijos de Leonor estudian en La Plata y por eso ahora se siente muy sola.
Tomé la ruta provincial, en una hora estaría en la laguna. Ya el hecho de haberme atrevido a romper la rutina sagrada del domingo me había liberado. Aunque me volviera en ese momento ya el domingo para mí era otra cosa. Los chicos que iban a las quintas en motos y bicicletas quedaban en el camino. Las ráfagas de olores a quinoto, durazno y frutilla me llenaban de pronto el auto. Las ventanillas abiertas, el viento zumbando en mis oídos, el pelo desparramado. Una alegría secreta, como un grito contenido en el nacimiento de mi vientre.
Viajé todo el tiempo escuchando boleros. A las dos y media estaba entrando a la laguna. Era un día templado. Bordeé la costanera. Estacioné el auto frente a la proveeduría. La zona de los bañistas estaba del otro lado. Por eso la tranquilidad, el ruido del viento entre las ramas de los árboles y los pájaros. Leonor estaba debajo de un sauce llorón, con un sombrero de mimbre cubriéndole la cara. Empecé a caminar despacio, con una manifiesta emoción –hacía un año y medio que no nos veíamos–. Antes de acercarme a Leonor lo vi salir, de los baños, se estaba secando el pelo, recién bañado, rubio, el cuerpo con restos de infancia, encerrado entre la infancia y una prematura madurez. Alto, flaco. No dejaba de mirarme. Me miraba como si me conociera, como si fuera uno de mis alumnos. También su mirada estaba atrapada en una confusión, entre infantil y madura. ¿Qué es lo que le llamaba la atención de mí? Yo todavía estaba vestida, ni siquiera me veía con la bikini floreada, con mis pechos cada día más grandes, bamboleándose. Él era hermoso. Llamativo. Era imposible no mirarlo. No dejábamos de hacerlo, cada vez con mayor intensidad. Pero él qué veía en mí. Ninguno de los dos nos incomodábamos, parecíamos encontrar en los ojos del otro una rareza, una emoción desconocida, un murmullo alocado y sanador.
–¡Emi! –gritó Leonor.
Yo la miré sobresaltada. Con los ojos rotos. Nos abrazamos. El mismo olor a crema. Después levanté la cabeza y en la zona de los baños él ya no estaba.
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Hoy volví para ridiculizar la sensación que tuve de haberme muerto, escribo en una hoja que no guardaré, que voy a tirar a las ocho menos diez de la noche en la esquina de la iglesia Santísima Eucaristía y que el viento se llevará. Hoy volví para sentir que el tiempo desaparece como el agua entre las piernas de aquel pescador. O como el viento entre las ramas de este árbol. El protagonista de la novela que ahora tengo en mis manos siente al irse de Venecia que muere en cada brazada del gondolero, parado en un extremo, con las piernas abiertas y firmes. Pero vuelve. Y las brazadas ahora no duelen, esconden una risa. Tal vez la muerte sea lo único preciso –la muerte verdadera (no la sensación de habernos muerto)– y la vida sea una exageración. Voy a escribir la vida es una exageración en el papel que después, en otra ciudad, voy a tirar, para que el viento se lo lleve. Pero no lo escribo.
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La tarde de hace un año fue muy distinta a esta tarde. A esta sensación que es la tarde. Desde donde ahora escribo. Aquella tarde nos pareció intensa, luminosa. Caminamos bajo el sol de febrero, aferradas a los brazos, con ganas de volver a dejarnos crecer en las miradas una posible esperanza, una remota forma de ser distintas. Los años nos caían encima como pájaros asustados. Alquilamos unas bicicletas y recorrimos la costanera. Después alquilamos un bote y nos internamos en la laguna. Nos alejamos pocos metros de la costa. El sol todavía estaba alto y fuerte. El rumor del agua y el silencio me hundieron en un estado de ensoñación. Volvimos pronto porque Leonor tenía que abrir la proveeduría.
Antes de bajar del bote me saqué la ropa, quedé con la bikini y me tiré al agua. Nadé. El agua me ceñía el cuerpo, me abrazaba, era como una contención desproporcionada: cálida, espesa, marrón. Leonor se mojó sólo los pies. Cuando salimos del agua lo volví a ver. Sentado bajo la sombra de un árbol, solo. Estaba desenredando una tanza. Leonor advirtió la manera en que miraba.
–Son de Chivilcoy, hace dos días que están. Vinieron a pescar.
Yo no hice comentario.
A las seis de la tarde aparecieron tres en la proveeduría. Tendrían quince años. Uno de ellos era Osiris. Compraron galletitas. Pidieron y eligieron los otros dos. Osiris no dijo nada. Se dedicó a mirarme. Parado en la entrada, a un lado del metegol. Yo estaba sentada, en la reposera de lona, echándole un vistazo de vez en cuando a la laguna y a él. Cuando salieron los otros dos jugaron un partido de metegol. Osiris no jugó. Con un aire melancólico –tenía el mismo espíritu que la laguna–, se puso a caminar, alto, flaco, descendiendo por un camino que se llenaba cada vez más de sombras, ignorado por sus compañeros, pero sabía que por mí no. Yo esperé que se diera vuelta, pero no lo hizo.
Los dos terminaron de jugar y corrieron apurados, decían que se les hacía tarde, que perdían el colectivo de la vuelta. Quince minutos después pasaron los dos adelante con unas mochilas y Osiris, alto, flaco, hermoso y melancólico, mirando la laguna, un paso detrás. Los dos saludaron a Leonor, que ahora estaba sentada junto a mí. Los vimos salir y perderse por el camino que lleva a la ruta nacional.
-Gustavo Aschenbach –me dijo entonces Leonor.
La miré sin entender.
–Sos como Gustavo Aschenbach.
Los comentarios intelectuales de Leonor a veces me molestaban. Ella sabía que yo había perdido hacía rato el hábito de la lectura. Pero esa vez, como casi todas las veces, la ignoré.
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Hoy llegué media hora después que el año pasado. Hoy es lunes. Martín entró a casa al mediodía con hambre. Le dolía la cabeza. Prendió el televisor. Murmuró dos o tres palabras mientras comíamos la ensalada de lechuga y el bife jugoso. Después dijo que el auto lo dejaba porque tenía una reunión en Moquehuá y lo pasaban a buscar, y además aclaró que iba a volver tarde. Cuando se recostó, preparé todo y salí. Nunca viajé en el auto nuevo. No lo conozco. Por eso viajé más despacio. No paré en ninguna estación de servicio, ni hablé por teléfono con Leonor, ni crucé en el camino a chicos en bicicletas yendo para las quintas. Tampoco el viento me zumbaba en los oídos, ni me despeinaba. Iba conquistando una especie de distancia. Descubrí, esta tarde, hace un rato nomás, que a pesar del número que muestra el almanaque, 10 de febrero de 2000, este día no tiene nada que ver con aquél, salvo en una región: en la memoria, en mi memoria y en la de los padres de Osiris. Este día no significa nada, por ejemplo, para Martín. La laguna está desierta. Hay dos o tres parejas, abrigadas, tomando mate. De vez en cuando una lancha, lejos, cruza la laguna. Elijo el mismo sauce para estacionar el auto. De los baños no aparece nadie. Es absurda esta necesidad de reencontrarme con un acontecimiento que tal vez no haya existido. Tal vez lo haya inventado todo. El paisaje, el día, el clima, me motivan a pensar eso. Me siento bajo el sauce. Leo un fragmento de la novela. Después camino por la costanera. Hay un heladero, con la ropa blanca y las letras de Frigor descascaradas en la espalda. Está metido para adentro. Como casi todos hoy. No grita: ¡Helado… palito, bombón, helado! Hará quince grados. Me da pena su espera vana. Le compro un bombón. No agradece. Camino por el muelle. El viento frío me sacude más. Llego hasta el final. El cielo está veteado de grises. El agua y el cielo se funden en los extremos. El sol es un punto, minúsculo, blanco. El helado me molesta los dientes. Tengo ahora el palito, duro, seco, entre los labios. Desciendo por una escalera pequeña. Me siento debajo del muelle, sobre una roca. El agua parece que va a tocarme, pero siempre llega hasta el mismo nivel. Desde allí veo el edificio de Leonor, cerrado, torcido, como si fuese una maqueta. La casilla detrás, con los pastos altos. Mi auto es nada más que la trompa. El resto está tapado por los árboles y por una viga de fierro que sostiene al muelle. Tiro el palito. El agua se lo traga. Leo de nuevo. Gustavo Aschenbach. La lancha vuelve a cruzar la laguna. Antes de llegar al puerto se detiene el motor, entonces se escuchan las voces de los tres tripulantes, traídas por el viento, que siguen hablando fuerte, innecesariamente. Algo me hace acordar a un sueño que soñé, en una siesta, hace dos meses: En el baño sucio de una estación de trenes, en un pueblo abandonado; el cuerpo de Osiris destrozado en el suelo, igual que en la foto del diario; me habla, corro, hay pájaros, la cara de Gorrión Márques, manteles flotando con manchas de vino, risas; la voz de Osiris arrastrada como la de esos tres tripulantes; un pantano, me hundo en el pantano. El sueño se interrumpe.
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El 10 de febrero de 1999 me marché media hora después de la partida de los chicos. Nos estrechamos en un abrazo fuerte y en promesas de próximas visitas. Pero lo concreto es siempre lo más pequeño. Y esa fue la última vez que la vi a Leonor. Antes de salir de la laguna me corrió, gritando, y me dijo:
–Tenés que leer este libro, gordita.
El libro era La muerte en Venecia. En esas hojas quedaban rastros concretos de Leonor: marcas que había hecho con lapicera; en la última hoja su nombre escrito con tinta negra; y un teléfono de Capital Federal. No sé por qué un día llamé a ese número: me atendió un hombre con voz de locutor, feliz, como si estuviera en medio de una fiesta. Corté sin decir nada.
La tarde calurosa despertaba recuerdos: el olor de la brea derretida. La ruta, una serpiente centelleante. El bolero me arrancaba un grito y una necesidad de coger. Pensé en Martín y no quise ir a casa. ¿Para qué? Osiris. Se entiende que todavía no sabía su nombre, que su nombre lo iba a descubrir al día siguiente en el diario. Pero mezclado con el bolero imaginaba a Osiris, desnudo, masturbándose. Y entonces me metía después en la cabeza de Osiris, que se masturbaba imaginando que me penetraba, y eso me excitaba más que pensarlo desnudo, en una cama.
Llegué a Chivilcoy. Poca gente alborotada en las puertas del cine Metropol. Vuelta a la plaza. Avenida Soárez. Semáforo. Pensé que tenía que planchar. Quería pasar por la estación de ómnibus. Quería verlo. En una de esas me animaba. Lo invitaba a subir al auto. Lo llevaría a pasear. A un hotel. En el bar Residencia una pareja discutía. Entré a la estación. En la plataforma sólo estaba en marcha el colectivo local. Alguien lo limpiaba para dar una nueva vuelta. Estacioné en la esquina. Descubrí la claridad del atardecer. Una claridad que asomaba detrás de los edificios abandonados que rodean a la estación. Estuve un rato y salí. Llegué a la plaza España. Me pareció ver a Osiris caminando, solo, hacia los molinos. Doblé por la calle Pellegrini, en contramano. Iba despacio, pegada a la mano de Osiris. Lo llevaría a un hotel. Pero a medida que me acercaba Osiris se transformaba en otro. Doblé con bronca en Brausen. Seguía en contramano. Por eso me quedé como una polizonte, escondida entre las sombras, esperando el momento oportuno para tomar la avenida. Tuve el presentimiento de que no venía nadie, que de la avenida no venía nadie: aceleré demasiado. Tomé la avenida. Vi la puerta verde de la iglesia, entreabierta, para la misa de las ocho. Vi el mercadito de la esquina, los cajones. Pensé en volver a casa de una vez por todas. El golpe me trajo de vuelta a un espacio concreto. El auto se sacudió en la esquina de la iglesia Santísima Eucaristía y la avenida Suárez. Después vi el asfalto pálido, los pinos encorvados en la plaza España, incluso el mástil de la plaza principal, en el fondo de la avenida, medio borroso. Y porque mi corazón se aceleró doblé en la esquina de Pileta.
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Volver. Las cosas cambian. Ya no son las mismas. Entonces el recuerdo, aunque triste, se erige como salvador y pierde todo lo que tiene de absoluto. De derrumbe total. O de triunfo también absoluto. Osiris ya no está. Leonor eligió otro lugar. El día no es –aunque sea el mismo día que el año pasado, 10 de febrero– un día lindo: está gris y tormentoso. Yo tampoco soy la misma. Mi vientre, por decir algo, cada día crece más, desde hace cuatro meses. Si es varón se llamará Juan Martín, dice Martín. Y si es mujer se llamará María Emilia, dice Martín. Me dan ganas de meter la cabeza en la laguna, dejar el cuerpo bajo la sombra fresca del muelle y hundir la cabeza en el agua sucia de la laguna. Entonces, cuando hunda la cabeza en el agua sucia de la laguna, y tenga el cuerpo, seco, bajo la sombra fresca del muelle, podré abrir los ojos, mirar cada filamento de luz clavándose en las profundidades de una tierra vieja. Habrá latas, plásticos. Si hundo la cabeza, pienso, en el agua sucia de la laguna y abro los ojos no voy a ver peces, nadando, viviendo, amando. Lloro. Después vuelvo a caminar por la costanera. Hay un viento cada vez más fresco. Me toco el abrigo. En el bolsillo sobresale el lomo del libro. El mismo viento trae el hedor de los baños. Acelera una moto. Un grito. Me siento en el paredón. Mirando el agua. Abro el libro. Leo. Me gusta leer siempre lo mismo. La parte en que Gustavo Aschenbach decide irse de Venecia y cree, al irse, que todo es definitivo. Siente que se está muriendo. Pero vuelve de manera inmediata y eso calma el dolor que se clava en su cuerpo con cada brazada del gondolero, parado en un extremo, con las piernas abiertas y firmes. Ahora las brazadas no duelen. Esconden una risa. Hago el ejercicio mental de recordar las veces que me ha sucedido a mí, lo de no volver. Una pelea con mi hermana, Juanita, en la pieza de la pensión en La Plata. La cara de Federico Souza aplastada en la ventanilla del ómnibus, con una lágrima que se deslizaba enferma. Volver ridiculiza la sensación de habernos muerto. Pero ahora que estoy de vuelta las cosas no son iguales. No estoy de vuelta en el mismo lugar. No está el mismo gondolero. Todo sucede corrido. Desfasado. Es raro. Tal vez esa rareza sea lo que calme. Lo que limpie el terreno para comenzar a edificar en la memoria otro edificio y, al mismo tiempo, sea también lo que permita comenzar a edificar el olvido. Es hora de regresar a casa, pienso, cuando una garúa comienza a enchastrar las cosas: mi cuerpo, los árboles, las dos o tres parejas que también se marchan, la maqueta que alguna vez fue la proveeduría de Leonor, los pájaros. El heladero es una estatua debajo de un toldo de lona. Ahora estoy en la ruta. La garúa se ha vuelto lluvia. Ha cobrado la mayoría de edad. Y también ha perdido cierta tristeza. Ya es algo definitivo. Fuerte. Es lluvia. En este viaje no escucho música. Pasando Chacabuco recién deja de llover. Siete y media estoy entrando a la zona de las quintas. Ya se ven las puntas de la iglesia del centro. El edificio de la plaza principal. El cartel de la YPF. En el semáforo del Parque Infantil mi cuerpo se sumerge en un nuevo orden. El calor del auto y ese nuevo orden me marean. Voy por la avenida de circunvalación. Me detengo en una esquina de la estación de ómnibus. La claridad del atardecer no es tan intensa. Avanzo por la calle Viamonte. No doblo en contramano esta vez por la calle Pellegrini hacia los molinos. Sigo hasta la avenida Suárez. Entonces estaciono. Camino una cuadra. Me siento en las escalinatas de la iglesia Santísima Eucaristía. La gente entra para la misa de las ocho. Estoy esperando, absurdamente, que yo aparezca con velocidad por la esquina de la calle Brausen. Tiro el papel al aire. El papel que tiene escrita solamente una frase. Un leve viento lo arrastra. Lo lleva hacia la avenida. Lo levanta. Lo hace volar. Pasa entre los cajones del mercado. Y lo sigue arrastrando hacia la Glaxo. Lo dejo ir. Hay cajones de duraznos, en el mercado. Oferta, tres kilos un peso. Me vienen mezcladas las caras del sueño y la del heladero. Rebusco en la cartera. El recorte del diario. Lo leo otra vez. Tantas veces. “Conductor atropelló, mató y huyó”. Yo soy un conductor. No hay testigos del accidente. Nadie vio el auto. Nadie me vio tomar la avenida. De todas maneras nunca más pasé, hasta hoy, por esta esquina. Ahora tengo otro auto. Al día siguiente Martín vino con la noticia: “Se murió el hijo del doctor Berman”, dijo, mirando la foto del diario. “¿El cirujano?”. “Sí, lo atropelló un auto, en la esquina de la iglesia. Venían de pescar en Junín… quince años… Parece que el hijo de puta se escapó. Y nadie lo vio, nadie sabe quién fue. Andá a encontrarlo ahora”, dijo Martín. Este día no me recuerda a aquel día. Sí en el almanaque. Pero eso no significa nada. Martín entra, ahora, como hace un año atrás, pero todo es distinto, lo repito, lo siento: trato de forzar una sonrisa, una cara que demuestre un día agitado, un día de muchas cosas, de pensar también en la pareja; espero que me mire, que me toque la panza, y que me dé un beso; espero que se vaya, para que suene menos importante todo, mi humor, mi mirada, el aire que me envuelve: mi secreto. Espero que atraviese la puerta del baño, que pise, con los zapatos marrones, los cerámicos blancos del baño, y le digo, por decirle algo, yendo para la cocina:
–Gordito, traje duraznos.